Revista Cultura y Ocio

Caminar dentro de un gallinero

Publicado el 10 septiembre 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas.

Jack Kerouac

Ojalá pudiésemos volver atrás y visitar, de nuevo, algunos instantes de nuestras vidas. Hacerlo de un modo real. Recordando exactamente cómo olía su pelo la primera vez que la besaste, o cómo te sentiste, por un segundo, aterrado, muerto de miedo, en la otra punta del mundo, rodeado de gallinas que picoteaban maíz y cortezas de sandía. Cuando, de niño, discutían tus padres, apasionadamente, y todo era un auténtico vórtice de desconcierto; o desaparecían los mayores y mirabas hacia arriba sin entender por qué el resto fijaba la vista bajo sus pies.

Una de las condenas más trágicas del ser humano es poder evocar habiendo olvidado tanto; y ni tan siquiera contar con la necesidad. Estar programados para rellenar esos huecos, para inventar, para hallar una solución cómoda y sencilla frente al olvido.

Gallinas en MallorcaSi la hipertimesia es un castigo inmerecido, la forma en la que se adormece nuestra psique minuto a minuto no es un camino de rosas. Alrededor, todo cambia; tú cambias. La crisis de los treinta, de los cuarenta, de los sesenta, es el olvido de tu yo, de quién eras, y de la culpa intrínseca que recae en cada uno de nosotros.

Al menos, de esto último, estoy convencido. Por eso camino, aunque a veces tenga que hacerlo solo. Quiero ser uno de esos escritores caminantes sobre los que leí: Breton, Thoreau, Sebald, Kerouac… Reencontrarme con las historias que me componen en soledad; criticar, plantear, razonar y discrepar a cada paso; voltear mis propios argumentos contra mí, e incluso olvidar todo por un instante.

Al visitar Mallorca, recordé todo esto frente a otro gallinero, no el americano que encabeza estas líneas, sino aquel que vi diariamente durante tres años, y que, a menudo, fue mi refugio al volver de caminar, o al buscar un momento de destierro dentro de mi propio retiro. Después, alguno de los perros se coló por debajo del enrejado y me mató a las gallinas, y fue un duro golpe.

Pensé, no obstante, en la fábula del escorpión y la rana, y percibí también hasta dónde alcanzaba mi error al haber leído mal la naturaleza de los perros, de los gatos, de las gallinas, e incluso de mí mismo. Entonces, recogí sus cuerpos, y los llevé hasta el contenedor que había en la entrada del pueblo, yo solo; me senté otra vez en el gallinero, vacío, y lloré por entender un poco mejor todo aquello que nos rodea.


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