El Old Town de Edimburgo, visto desde el Waverley Bridge
Las ciudades se conocen mejor cuando nos damos la oportunidad de perdernos en ellas. Uno va caminando atraído por las esquinas, por un cartel pegado con descuido en alguna pared, por la silueta de los edificios que son distintos cada vez. Por eso, cuando llegué a Edimburgo a mitad de tarde y con la fortuna de un día soleado, supe que la conocería en desorden y con la emoción en los pasos.
Era mi primera vez en el Reino Unido. Volé desde Irlanda a Escocia, con algunos datos garabateados en mi libreta que me llevarían a caminar la ciudad, pero mientras iba en el autobús del aeropuerto al centro de la capital, se me olvidó todo lo que había escrito. Las fachadas de Edimburgo -con ese color que le dan los siglos- me iban hablando, me hacían señas en el aire y yo no alcanzaba a descifrar nada, así que comencé a tomar nota mental de todo: la cúpula azul, el edificio que termina como en aguja, la calle ancha con las banderas de un lado, el jardín, la construcción en la colina. Cuando el autobús me dejó con mi maleta en el Waverley Bridge, me sentí como un punto en el medio de un libro antiguo y tuve que detenerme unos minutos para apreciar con calma lo que se me dibujaba al frente; una ciudad que cantaba sola con la brisa de una primavera fría. Al fondo vibraba el sonido de una gaita, había ruido de carros, de bocinas de bicicletas, de pasos apretujados en los semáforos, de gente que iba como yo arrastrando el equipaje sin dejar de mirar y tratar de adivinar la ciudad.
El Old Town de Edimburgo fue nombrado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, por su aire medieval y sus edificios de la época de la Reforma (ruptura de Escocia con la iglesia católica en 1560)
No voy a contar que para llegar al sitio donde dormiría tomé el camino más largo y empinado por no saber leer el mapa, y que un policía tuvo que guiarme ante mi imposibilidad de encontrar la calle. Comenzaré más bien diciendo que deshice mis pasos y volví al Waverley Bridge; es decir, caminé desde el Old Town de Edimburgo o la ciudad antigua, atravesé el Princess Garden -esa gloria de parque que separa la ciudad vieja de la nueva- y quedé al frente del Monumento a Walter Scott, célebre escritor escocés. Eran ya las cinco de la tarde.
- ¿De dónde eres? me preguntó el vigilante de la entrada al monumento, con su gorra ladeada y su acento británico.
- De Venezuela, le respondí sonriendo.
- Eso queda muy lejos. ¿Viniste desde allá solo para subir el monumento?
- Algo así.
- Te va a gustar, son cuatro libras.
- No tengo cuatro libras, pero tengo 1,5 en monedas. Apenas llegué hoy y tengo que cambiar, pero puedo venir mañana.
- Hagamos una excepción. Sube por 1,5 libras y nos cuentas qué te parece. Viniste desde muy lejos y no te voy a decir que no; pero sube rápido que cerramos en media hora y son muchas escaleras.
Princess Garden, la ciudad nueva y el Monumento a Walter Scott
Subí 287 escalones. Desde afuera, el Monumento a Walter Scott se ve alto y ennegrecido; es dueño de una belleza oscura. Es, en esencia, la construcción más grande que le han dedicado a un escritor escocés (61m) y la adornan esculturas de muchos de sus personajes. Las escaleras en forma de caracol son estrechas y empinadas; imposible que puedan pasar dos personas al mismo tiempo, ni colocar los dos pies en el mismo escalón cuando se está llegando a la parte más alta. Desde allá arriba, Edimburgo se me convierte en ansiedad: quiero recorrer todas sus calles, explorar las esquinas, quedarme por siempre en esa brisa con vista a la montaña, al castillo, al mar, a los edificios, a los sonidos atrapados desde la altura. Lo único que me despierta de ese ensueño citadino, es la voz del vigilante por los parlantes anunciando que ya es hora de cerrar. Un filo naranja se posa sobre los edificios; Edimburgo es un cuadro y yo lo quiero guindar en la sala de mi casa.
La ciudad vieja vista desde el monumento
Otra vez la ciudad vieja o el Old Town, no sé cómo decirle a veces
Y la ciudad nueva, con el apuro en las aceras
Ya en la soledad de la habitación y casi al borde de la medianoche, intenté armar una ruta sensata viendo el mapa al mismo tiempo que le escribía a Conociendo Escocia un mensaje privado en Twitter. Sabía que ellos hacían rutas en español y a pie por la ciudad, y quería probar suerte; quizá al día siguiente habría un tour al que podría unirme, ver todo con orden y luego seguir a mi aire. Era poco improbable que a esa hora de la noche alguien me contestara, pero Benjamín lo hizo y luego de varios tuits, acordamos encontrarnos a las once de la mañana en una esquina de la Royal Mile, la calle más importante de la ciudad y de la que yo no estaba muy lejos.
Al día siguiente desperté muy temprano, decidida a hacer fila en The Elephant House y tomar un desayuno caliente y profuso. Ese lugar tomó ventaja sobre algunos otros y tiene el anuncio en su entrada que señala que fue allí donde J.K Rowling escribió el primer libro de Harry Potter. Se sabe bien que la escritora comenzó a esbozar la historia en un tren mientras viajaba de Londres a Edimburgo y que pasaba los días escribiendo en distintos cafés. Este en particular, tiene fotos de Rowling escribiendo sentada en un mesa que da hacia la ventana que tiene la vista del castillo de Edimburgo, asomado en una colina. Pero me estoy desviando un poco; me esperaban a las once.
Llegué puntual y Benjamín ya estaba ahí con su sonrisa. Para mí sorpresa, yo sería la única en este tour de tres horas; en un gesto de gran amabilidad, el simpático guía no me quería dejar volver a mi país sin enseñarme los encantos de esa ciudad que lo tiene atrapado. No había tour planificado para ese día, pero sí muchas ganas de contarme historias y yo de escucharlas. Benjamín es español y vive en Edimburgo por azares de la vida. Él y otros más van por ahí descubriendo historias, buscando aspectos pocos conocidos de la ciudad y las cuentan como nadie. Sin duda, las ciudades se conocen caminando.
Y mirando hacia arriba, también
Algunos de los edificios de Victoria Street, de la que todavía no he hablado
Estamos en una esquina de la Royal Mile, frente a Deacon Brodie’s Tavern, uno de los pubs más conocidos y que cuenta la historia de William Brodie, un respetado comerciante escocés que mantenía un aspecto intachable de día, pero que de noche se convertía en un vulgar ladrón. Dicen que esta historia se inspiró Robert Louis Stevenson para escribir su famoso libro “The strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde”, pero lo cierto es que éste es un buen lugar para comer y tomarse, claro está, una buena cerveza.
La Royal Mile, o la milla real, es la calle más famosa de Edimburgo. Va desde el castillo -apostado en una colina que es, en realidad, una roca de origen volcánico- hasta el Palacio de Holyroodhouse, sitio oficial de descanso de la reina Isabel II. Son en total 1,8 millas, así que para justificar el nombre, se dice que es una medida escocesa bien particular. En fin, aquí en esta milla -que es una lengua de lava solidificada- suceden muchas cosas al mismo tiempo: hay edificios de varios siglos, está llena de pasadizos y vida subterránea, hay pubs, sabores, vida e historia. Se divide en cuatro zonas: Castlehill, el gran comienzo, donde está el castillo al que todos miran y The Hub, una torre en forma de aguja que parece una iglesia, pero que no lo es. Luego sigue el Lawnmarket y el tramo de High Street donde aparece radiante la Catedral de San Giles, antes de llegar a Canongate. Aquí nos detenemos.
El Castillo de Edimburgo es la atracción más visitada de Escocia. Se construyó en el siglo XII y su entrada está escoltada por Robert Bruce, rey de Escocia de 1306 a 1329 y William Wallace, famoso soldado escocés que dirigió a su país contra la ocupación inglesa.
Benjamín, de Conociendo Escocia, da tours en español por Edimburgo así de elegantísimo como lo ven
San Giles es conocida como la Catedral de Edimburgo, pero no tiene obispo y, en teoría, no podría ostentar ese título. Fue construida en el siglo IX y ha soportado incendios y remodelaciones en diferentes estilos. Cerca de su entrada, hacia la acera, Benjamín me hace parar delante de un mosaico en forma de corazón que está en el suelo. Es el corazón de Midlothian y si bien la figura está allí para recordar que en esa zona existió una prisión en el siglo XV, se cree también que si escupes dentro de él, entonces vas a volver a visitar la ciudad. Es un mito y me niego a hacerlo, pero Benjamín me insiste y lo hago con la frente en alto. Como dato curioso, me cuenta también que es el único sitio en toda la ciudad donde está permitido escupir; de resto, podrías conseguir una multa nada agradable.
Casi al frente de San Giles está la estatua del filósofo David Hume, a la que los estudiantes le frotan el dedo gordo del pie con la esperanza de pasar los exámenes con buenas notas y, volviendo a la catedral, buscando su esquina más apartada, aparece la estatua de James Braidwood, pionero de los bomberos y uno de los personajes favoritos de Benjamín, por su valentía y enseñanza. Un poco más allá se levanta el Parlamento de Escocia y en un parking, así como si nada, aparece la tumba de John Knox, un reformista protestante. La ciudad está llena de historias.
El viejo Edimburgo fue creciendo de manera desordenada. Sus calles eran tan estrechas que se comenzaron a construir edificios de varias plantas, muchas de ellas subterráneas. La mayoría de estas residencias quedaron destruidas en 1824, pero se reconstruyeron sobre los cimientos originales; de ahí que existan tantas bóvedas y pasadizos. Hoy en día, aún viven personas en esas casas bajo el suelo y es como entrar a otra dimensión. Lo mismo sucede al pasar por cualquiera de sus callejones llenos de escaleras y que desembocan en un plaza, en otra calle, en otras vidas.
Vamos de un lado a otro. Entramos por un callejón, damos vuelta, volvemos a subir. La ciudad aparece distinta con cada historia que me cuenta Benjamín. Por eso, me encanta detenerme en la Plaza de los Escritores, un espacio sencillo y sin ningún ornamento, rodeado de edificios y en el que se levanta, casi tímido, el Museo de los Escritores en honor a tres de los novelistas más importantes de Escocia: Walter Scott, Robert Louis Stevenson y Robert Burns. El suelo que rodea al museo está lleno de frases de estos tres maestros. El sitio me estremece, me hace pensar y tomo nota mental para volver al día siguiente.
El dedo gordo del pie de David Hume, salta a la vista
Así llama la atención el Museo de los Escritores
No sé en qué momento la vista se me llenó de colores. Dejé de escuchar a Benjamín y aceleré el paso por una terraza a la que llegamos después de salir de uno de los callejones. Estamos en Victoria Street, la calle más colorida del viejo Edimburgo y la veo desde arriba, como para no perturbarla. Es distinta a todas las demás, tiene su propia personalidad; parece que canta, que zarandea el vestido mientras camina. Podría vivir en esa calle y tomar un café todas las tardes desde esa terraza desde donde la admiro, pero salgo del letargo para seguir el camino hasta Grassmarket, otra parte de la ciudad que me cautiva.
Cuando llego a Grassmarket soy consciente de los ruidos del viejo Edimburgo. Sillas que se arrastran, puertas que se abren, copas que brindan, comida que se cocina a fuego alto; flashes, pasos lentos y apurados, risas acompasadas. Estamos en el sitio en el que durante muchos siglos se realizaron ejecuciones públicas y así lo señala una horca en el suelo. Grassmarket es un cúmulo de historias divertidas que Benjamín me cuenta mientras nos tomamos una cerveza en The Last Drop (la última gota), un pub al que llevaban a los condenados a muerte a que tomaran su último trago. Apropiado ¿no?
Pero la anécdota que más me causa gracia es la de Maggie Dickson; una mujer muy muy gorda a la que ahorcaron por matar a su bebé, pero que despertó cuando estaba en la caja de madera mientras se la llevaban del lugar de la ejecución. Dicen que era tan gorda que la horca no le hizo efecto alguno, apenas desmayarla. Como no se podía juzgar a una misma persona dos veces por el mismo delito y, en teoría, Maggie ya estaba muerta, la dejaron irse y ella vivió el resto de su vida sobre el pub que ahora lleva su nombre y desde donde veía las ejecuciones. Dicen también que cuando traían a una nueva víctima, ella se asomaba y les decía que no se preocuparan, que luego se despertarían, que a ella le había pasado. Es a ese lugar al que voy a cenar al final del día y en el que me tomo una copa de vino tinto para apaciguar la brisa fría que ya se hacía sentir a las ocho de la noche, a pesar de que el sol no se había ido todavía.
La terraza que da hacia Victoria Street
Grassmarket con el pub de Maggie Dickson al fondo, cerquita de The Last Drop
De allí seguimos caminando con esmero hacia Greyfriars Kirk, uno de los cementerios más importantes de Edimburgo y en el que sucede cierta actividad paranormal que puede erizar hasta el más incrédulo. A esta parte del recorrido quiero dedicarle otro post, pues tiene historias como la del perro Bobby o los nombres de ciertas tumbas que inspiraron a J.K. Rowling para nombrar a algunos de sus personajes en los libros de Harry Potter. Sigamos.
Aunque ya se nos habían pasado las tres horas caminando, Benjamín me tenía reservado un sitio más: caminaríamos desde el Old Town hasta la ciudad nueva, atravesando Princess Garden y algún puente, para subir hasta Calton Hill, una colina a la que también se le conoce como la Atenas del Norte por los distintos monumentos que tiene, en especial, por el Monumento Nacional de Escocia en honor a los caídos en las guerras Napoleónicas y que nunca fue terminado.
Calton Hill no queda tan lejos como parece. Benjamín lo sabe bien y por eso insiste en acompañarme, porque cree que luego no lo haré por cuenta propia (quizá tenía un poco de razón). Subimos con lentitud, a petición mía y una vez arriba no me queda más remedio que enamorarme perdidamente de una ciudad que aparece magnífica bajo un cielo azul que es escaso la mayor parte del año. Esta vista supera, con creces, a la del Monumento a Walter Scott. Edimburgo se ve distinta, completa. Estar allí con su brisa y quietud no tiene mayores explicaciones.
En Edimburgo es muy normal convivir con la muerte
La vista desde Calton Hill, hacia la ciudad antigua
y hacia la ciudad nueva
Al cabo de un rato, Benjamín y yo nos despedimos. Me llevo sus historias en la libreta, en el intento de algunas fotos, pero sobre todo me quedo con Edimburgo en la mirada. Es de esas ciudades que no se borran, que son una risa constante. Así que vuelvo hacia el Old Town, buscando otras vez mis pasos. Paso nuevamente por el Waverley Bridge y ya sé cuál camino tomar para que no sea tan larga ni empinada mi vuelta. Edimburgo se me convierte en suspiros y así salí a verla al día siguiente, como si ya la conociera desde siempre.
Para ver más fotos de este recorrido, aquí dejo este ÁLBUM
PARÉNTESIS. La empresa Conociendo Escocia tiene diferentes tours para enamorarse del país y todos en español. Con ellos puedes ir a la Isla de Skye, el Lago Ness, Inverness, Tierras Altas, Stirling, Trossachs, el Lago Katrine, Glasgow, New Lanark, St. Andrews, Rosslyn, además de conocer las historias de ultratumba y los misterios que se esconden en los callejones de Edimburgo. En Twitter los puedes conseguir como @ConocerEscocia