Revista Sociedad
Carolina Alguacil escribió en el verano de sus veintisiete años una carta al director del periódico El País. Estaba cansada, harta pero educada, de ver como su generación, jóvenes aunque sobradamente preparados, jasp en otra década, accedían al mundo laboral con contratos basura que no superaban los mil euros, una cifra vergonzosa para cualquier empleado en uno de los países más avanzados de la Unión Europea y vergonzante para cualquier empresario, mediador social o político con sentido común, una cifra degradante tanto en aquel 2005 como hoy. Justa pero inocente reivindicación salarial la planteada, la misma, desde tiempos olvidados, de cualquier español que accedía, accede, al tajo tras su paso por las aulas. Mileuristas, el término que sus manos trazaron con firmeza para agrupar a sus contemporáneos, lo eran también millones de asalariados de edad cercana a la jubilación y algún que otro, menos, autónomo.
Tras abandonar una infancia rodeada de hermanos, Carolina compartió piso y juventud -en realidad, los primeros días de su plenitud- con un grupo de compañeras,para descubrir que la vida en las grandes ciudades es, cuanto menos, asfixiante. Y como a la fuerza ahorcan, y el amor así se lo dictó, abandonó la Barcelona natal en compañía de su pareja camino del sur: ayer, Andújar; hoy, Córdoba. Casada y autoempleada, se sigue ocupando a diario de los trabajos que le encarga su antigua empresa, tangencialmente relacionada con sus estudios de comunicación audiovisual, según cuenta en una entrevista reciente para el mismo diario que incluyó su firma en la sección de cartas al director, y se declara técnicamente mileurista, que es como decir que en casa sobrepasa esa cifra la suma de los dos sueldos, desconozco si por duplicado y en términos de ingresos netos o brutos. Y ante la pregunta de por qué no escribió un libro, declara el respeto y seriedad que le merece la palabra impresa. Pobre Carolina, le puede el pudor, la vergüenza, el qué dirán y qué pensarán, las risas de quienes la escuchaban proclamar una remuneración de nine hundred and ninety seven euros; en tiempos en que el vender la intimidad conlleva el saneamiento de la cuenta corriente, y el no saber te hace repantigarte y vociferar frente a una cámara de televisión, su educación no la aleja de la pobreza relativa. No obstante, quizá la fama la hubiera convertido en algo cercano a la mitad de una pareja dinki, aquellas sin niños ni dobles sueldos que ahogan, y tampoco lo deseara.
Pero pasarán los años, tan rápidos como despacio las horas, y es de esperar y desear que lleguen los buenos momentos, los hijos al frente, aunque también las preocupaciones y lógicas desventuras. Poco a poco, ¡pese a su empeño!, se perderán las relaciones amables pero distanciadas en la carretera, pues nunca una pantalla con una viñeta en movimiento y una voz acoplada podrá sustituir a la carne, al roce. Y desconozco si sabe que cuando el pasado reaparece en nuestras vidas, que lo hace siempre e inevitablemente, que al volver a cruzarnos con lo que fuimos, nuestras huellas vienen acompañadas de un cortejo de amores y resentimientos olvidados junto a lo que ya nunca seremos. Ojalá que la noche que traiga ese día el sueño la venza con rapidez.Una pena, Carolina Alguacil, que el arrojo presupuesto a tu treintena se haya doblegado ante la vida: en cuatro días la columna vertebral te pedirá un masajista; lástima de no resistencia, de que entre la vida y la utopía escogieras el camino de baldosas ¿amarillas? Claro que quién remando en un bote que navega a contracorriente no se acercaría a la orilla en mitad de la niebla, no se dejaría arrastrar hacia tierra firme, cuando no encuentra un faro que le guía o una señal luminosa en código morse que le diga adónde dirigirse. En todo caso, una pena.
Carolina Alguacil