Desde que el juramento o promesa de la Constitución se ha convertido en un comentario al margen, un subtítulo, o una nota al pie, celebrar el Día de la Carta Magna ha pasado a un segundo plano. Lo importante en estos días es la gran escapada nacional a la playa, la montaña y, el que puede, se marcha al extranjero para exiliarse por unos días. Y todo ello sin olvidar el nuevo atractivo turístico: la visita del alumbrado navideño de tal o cual ciudad.
Mientras arrancamos el mes de diciembre con el salto de puente en puente, en la Carrera de San Jerónimo abrirán las puertas del antiguo convento para que el pueblo admire el hemiciclo donde reside ese concepto tan rimbobante como es la soberanía popular. Políticos convertidos en guías turísticos mostrarán las huellas en el techo de los disparos que siguieron a aquel famoso «¡quieto todo el mundo!», permitirán a los elegidos del pueblo llano que coloquen sus posaderas en el mismo escaño que lo asienta el presidente del gobierno o el jefe «oculto» de la oposición; o lo mejor, observar las vistas desde la misma poltrona donde aquella ministra reconvertida a tertuliana pillaron jugando al Candy Crush.
Atrás queda en el tiempo cuando el que alcanzaba la mayoría de edad, recibía en su casa un ejemplar de la Constitución. A los más jóvenes quiero decirles que no venía de las manos de un mensajero de Amazon. Aquel libro de impresión modesta no era de lectura obligada, es más, a poco de ojearlo, acababa en alguna biblioteca, si es que tenías para ello, o guardado en algún cajón del mueble-bar, junto a las botellas de anís que se abrían de Navidad en Navidad.
De bronca a bronca y grito porque me toca. Ese podría ser el resumen de la vida política de nuestro país. Los llamamientos a la calma, la mesura y el respeto han servido de poco. Una semana más, los decibelios de los okupantes han vuelto a superar los límites permitidos. Los unos por los unos y los otros por los otros. Hemos pasado del exceso de velocidad de una parlamentaria con la referencia al examen corporal de una ministra a su pareja, a los exabruptos de un personaje que agita el atril a grito «pelao», y ahora la ministra le dice a un grupo parlamentario que defiende la «cultura de la violación». Que nadie se llame a escándalo, que dicen que el concepto viene amparado por la ONU. La misma ONU que no sirve para detener las unas y mil guerras que en este momento existen en este planeta.
«¡Orden, señorías!, pide la presidenta del Congreso. ¡Votemos el siguiente punto del orden del día: qué villancico cantamos en Navidad!