Revista Cine
Resulta curioso que cuando uno viaja por placer, más relajado, se fija mucho más en el paisaje y los elementos que lo rodean. He conducido muchas veces por la Costa del Sol occidental, pero esta vez fui observando hasta que punto la fiebre de la construcción ha ido desvirtuando el panorama hasta reducirlo a una monótona sucesión de apartamentos y adosados que parecen ocupar cada metro cuadrado de costa y montes. De vez en cuando se divisa el enorme esqueleto de algún edificio sin terminar, acompañado a veces de una grúa oxidada, como los restos de un naufragio.
Lo primero que advierto al llegar a la provincia de Cádiz es que la crisis ha azotado esta zona con extrema virulencia. En un centro comercial, entramos a una gran nave con todos sus locales vacíos, con carteles de Se alquila colocados sin mucha esperanza de que llegue algún inversor en estos tiempos. Un guardia de seguridad se pasea por los pasillos vacíos sin apenas nada que proteger. Solo un par de tiendas resisten. ¿Lo harán por mucho tiempo? Por suerte una de ellas ofrece buena ropa a precios de saldo, algo muy consecuente con su desoladora ubicación.
Nuestro primer destino es el hermoso pueblo de San Roque, cuya fundación tiene que ver dramáticamente con los avatares históricos de la zona. Un cartel recibe al visitante: Bienvenido a la ciudad de San Roque, donde reside la de Gibraltar. A principios del siglo XVIII, en plena Guerra de la Sucesión, los británicos, con 27.000 hombres, desembarcaron en los alrededores y conquistaron el peñón de Gibraltar, superando las débiles defensas españolas. Jamás abandonarían tan estratégica posición. La mayoría de los habitantes del antiguo Gibraltar, aterrados, huyeron y se establecieron en tierras cercanas, esperando una pronta reconquista del territorio. En su precipitada fuga, pudieron llevarse algunos Cristos y Vírgenes, que pueden contemplarse hoy en la iglesia de Santa María la Coronada, en San Roque, donde los primitivos gibraltareños se establecieron definitivamente, con vistas privilegiadas a su antiguo hogar.
Pasear hoy por San Roque es retroceder tres siglos en el tiempo. Su casco antiguo, al haber sido construido casi en su totalidad en la misma época, resulta seductoramente uniforme para el visitante. Sus casas blancas y palacios ofrecen a veces a la vista la magnífica recompensa de un patio de esos que solo pueden encontrarse en Andalucía. Según parece, en su plaza de Armas, la antigua plaza Mayor se dieron los primeros pases de muleta, se inventó el toreo. Esta plaza da acceso a un mirador con vistas preciosas a toda la bahía, presidida por la mole del peñón, a la que los primeros habitantes del pueblo mirarían con nostalgia.
Uno de los mayores atractivos de San Roque es su pequeño museo. Su responsable nos recibió con mucha cordialidad y se ofreció a hacernos de guía por sus salas. En ellas se cuenta la milenaria historia del campo de Gibraltar, que ya gozaba de una gran importancia en época púnica. Casi todos los objetos que se exponen provienen del yacimiento de Carteia, situado a un par de kilómetros de allí. Entre otras cosas, había algunos elementos arquitectónicos, como frisos y columnas, que dan idea de la magnificiencia de aquella antigua ciudad, que fue la primera ciudad libre, con privilegios de ciudadanía para sus habitantes, fuera de la península italiana. Por supuesto, existía allí una especial veneración a Hércules, cuyas legendarias columnas estaban permanentemente a la vista de sus habitantes. ¿Es posible que el templo estuviera dedicado al semidiós?
La visita al yacimiento de Carteia merece la pena. A pesar de haber sido muy expoliado a través de los siglos, los restos que quedan bastan para imaginar la importancia de la urbe y la prosperidad económica que les otorgaba ser productores del famoso garum, cuyas factorías pueden encontrarse a lo largo de toda la costa gaditana y malagueña. En los restos de las termas todavía se pueden apreciar las habitaciones donde se dispensaba agua fría, caliente y templada e incluso las letrinas. Es muy curioso el hecho de que el lugar concreto donde se encuentran las ruinas sea un remanso de paz, lleno de árboles y de cantos de pájaros. Pero esa impresión se desvanece cuando uno mira hacia arriba y contempla el perfil de las plantas de refinería que rodean al recinto y que de hecho ocupan buena parte de la superficie de la antigua ciudad, que no podrá ser excavada. La guía que nos enseñó las ruinas nos recomendó volver dentro de unos meses, cuando se realizan visitas nocturnas que incluyen el teatro romano, situado a varios centenares de metros de distancia. Además, nos regaló un libro en el que se incluye la historia de Carteia y una recopilación con fotos de los hallazgos arqueológicos que se han ido descubriendo en las últimas décadas.
Algeciras es una ciudad que respira a través de su inmenso puerto. Una de sus más hermosas vistas se obtiene de noche, cuando brillan todas sus luces y las de las cercanas refinerías. Su paseo marítimo me recordó poderosamente al de Tánger, con esos bloques de apartamentos en cuyos bajos se encuentran numerosas agencias de viaje, restaurantes marroquíes, pequeños supermercados y hostales. Toda la infraestructura necesaria para los viajeros que cada verano se hacinan para pasar sus vacaciones en la patria marroquí. Esta impresión de africanidad es corroborada cuando uno pasea por los callejones interiores y sigue encontrando negocios típicos del otro lado del estrecho: carnicerías donde se trata el producto según las reglas coránicas, tiendas de especias y alguna que otra mezquita. El centro histórico de Algeciras es más bien pequeño y muchos de sus edificios se encuentran muy deteriorados, por desgracia. Hay vida en algunas calles en un sábado por la tarde, pero muchas otras se encuentran desiertas. Su corazón es la plaza Alta, decorada con azulejos que cuentan la historia de don Quijote. Allí se encuentra la Iglesia de Nuestra Señora de Palma, cuyo interior fue destruido en los sucesos de mayo de 1931, por lo que su decoración es muy austera. Callejeando por el centro, encontramos un edificio moderno muy interesante: el mercado de abastos algecireño, de 1935 y que ocupa casi toda la superficie de la Plaza Baja. Se trata de un edificio octogonal de estructura muy sencilla y funcional cuyo elemento más destacable es su gran cúpula blanca. La mejor muestra del pasado de Algeciras la encontramos junto al parque de María Cristina. Se trata del parque arqueológico de las murallas Meriníes, que atraviesa por entero la Avenida Blas Infante, un testimonio del pasado de una ciudad que fue prácticamente despoblada desde finales de la Edad Media hasta el siglo XVIII. Una de las curiosidades de ese lugar son los recipientes que guardan las grandes esferas de piedra, aparecidas en las excavaciones, que lanzaban las catapultas en el asedio de 1344.
Después de unos insignificantes trámites aduaneros, entrar en Gibraltar es como introducirse en un pequeño parque temático de los tópicos ingleses: cabinas telefónicas rojas, policías con los cascos típicos de bobby y algunos pubs que se encuentran en tranquilas calles peatonales que podrían pertenecer a cualquier pueblo típico británico. Hasta el tiempo acompañaba, con una llovizna y una neblina más propias del clima londinense que de Andalucía. En Main Street, la calle principal, hay una iglesia católica que conserva todavía el escudo de los Reyes Católicos, uno de los pocos vestigios que quedan de antes de la conquista británica.Pero la vista siempre acaba posándose en la impresionante mole del peñón. De cerca se aprecian las señales de búnkeres y fortificaciones, propias de un lugar estratégico que sufrió asedios en el siglo XVIII y estuvo seriamente amenazado en la Segunda Guerra Mundial, porque Hitler ambicionaba cerrar el Mediterráneo. Cuando se examina de cerca, nos damos cuenta de que se trata una fortificación natural que parece casi inexpugnable, aunque su aislamiento respecto a la metrópoli británica lo hacía vulnerable a un asedio prolongado y decidido apoyado por los medios bélicos de la guerra moderna. Si Gibraltar hubiera caído, es posible que el resultado del conflicto hubiera sido otro. Cuando Churchill se enteró de la leyenda de que mientras hubiera monos en el peñón, éste continuaría bajo dominio británico, hizo llevar más ejemplares desde el norte de África. Hoy día constituyen una de sus principales atracciones turísticas. El viejo teleférico nos transporta hasta la cima del peñón, desde donde se obtienen unas vistas privilegiadas de toda la bahía de Algeciras y de la costa del Norte de África. Nada más salir de la cabina, un gran mono aparece como de la nada y arrebata una bolsa a una señora, ante la sorpresa y el regocijo del resto del pasaje. Tras una carrera de unos pocos metros, el animal se sienta tranquilamente y examina el interior de la bolsa, seleccionando las galletas que más le gustan. Da la impresión de que su larga experiencia como ladrón de comida humana le ha otorgado el conocimiento de sus marcas favoritas, porque parecía que leía con atención las etiquetas hasta dar con lo que buscaba. Cuando ha obtenido lo que quería, abandona la bolsa en el suelo, quizá en un gesto de gentileza hacia la señora, invitándola a que olvide el incidente y vuelva en el futuro. Un poco más abajo hay un camino donde llegan coches de turistas a los que se suben los monos: saltan sobre la carrocería, pelean entre ellos, doblan espejos retrovisores y examinan los interiores a través de los cristales cerrados en busca de comida. Es todo un espectáculo observarlos. Algunas familias, quizá saciadas ya a esa hora, se dedican a hacer una vida más íntima y se despiojan unos a otros mientras las madres dan de mamar a sus bebés. Hay carteles que avisan de que los monos son animales salvajes y que si se los provoca, pueden morder, pero uno de los conductores, viendo peligrar la antena de su vehículo, intenta echarlos a manotazos del techo. Los monos saltan a un árbol cercano y vuelven a lanzarse sobre el capó. Nos encontramos en sus dominios, en su reino y parecen decirnos que allí hacen lo que quieren. Por algo son el símbolo de una colonia muy próspera y gozan de un estatus especial en el territorio. Al salir caminando por la vista del aeropuerto, vuelve a salir el Sol. El peñón se ve entonces especialmente hermoso, con una brillante humedad en la que puede apreciar cada detalle de su orografía.