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Campos...

Publicado el 19 marzo 2010 por Anarod


Estos días han aparecido extensos artículos en la prensa sobre los campos de concentración en que fueron recluídos los prisioneros republicanos tras la derrota, y que se hallaban ubicados por toda la piel de toro, especialmente el de Miranda de Ebro, que además llegó a "albergar" hasta a 15.ooo extranjeros, entre ellos a dos futuros Premio Nobel.
(junto con los correspondientes batallones de trabajos forzados que allí se formaron)

Me ha llamado la atención que la noticia se presentase como tal. Es decir, como noticia.

Y es que estos días también he leído dos breves (y certeros y sugestivos) ensayos sobre "para qué es útil la literatura".

Y no sé si por la lluvia o por la parquedad con que yo me respondía a mí misma a esa escueta pregunta,

(respuesta que no transcribiré aquí, pues de tan obvia y seca rozaba el prosaísmo. Pero hay que contextualizarlo todo. Y la circunstancia era la casual coincidencia de esos dos elementos: la noticia o el reportaje periodístico y el breve ensayo)

o por el recuerdo de otras lecturas, me sentí levemente melancólica.

¿Olvidado Rey Gudú?
No, olvidada Ana María Matute (aunque se la pasee y se la fotografíe, y se la admita en la RAE, todavía hay que restituir su obra al lugar que le corresponde en la novela española de la segunda mitad del siglo XX).


Para mí, su opera magna es Los hijos muertos (Premio de la Crítica 1958 y Premio Nacional de Literatura 1959, ¡quién lo diría! Dado el olvido, claro).

En esta novela queda registrado, documentado, constatado, narrado, denunciado, concretado, encarnado, novelado... (podéis añadir libremente) ese mundo, el de los campos de trabajos forzados, los barracones insalubres en las entrañas de los bosques a orillas de ríos también muertos.
En esta novela hay un tramo estremecedor: cuando se encuentran y hablan (puro soliloquio y confesión) Daniel Corvo -el descastado, el vencido que quijotescamente retorna a casa tras la derrota y ya sólo aspira a ser una especie de subalterno, sobrevivir en los márgenes de un paisaje- y Diego Herrera, el responsable del campo, cuyo hijo cayó en Madrid, a principios de la Guerra Civil, en los alrededores de la Casa de Campo, y cree ver en uno de los prisioneros destellos y retornos del hijo muerto.
¡Locura! ¡Locura quijotesca, restauradora (por no decir engendradora)!


CAMPOS...

Bien, no puedo reproducir aquí todo ese extenso pasaje (que es una confesión: versión María Zambrano y Rosa Chacel, ¡ojo!), aunque sí unas líneas que den idea de su potencia (la de Ana María Matute, cuya imagen se suele edulcorar), cuando retornan como martillos.

"El gran silencio del bosque le envolvía de nuevo. Daniel apretó los dientes y deseó estrellar el vaso contra uno de los troncos. (Nos han nacido los hijos muertos.) Una desesperación lenta, como una ola abrasada, traidora, subía y ahogaba. ("El chico del barracón. Mónica. El otro tiempo. ¿Qué clase de animal eres, Daniel Corvo?...) [...] Corazones. Latiendo siempre, bajo la corteza de la tierra, tamborileando en lo profundo de la tierra. Los corazones de los muertos, tiranizando la tierra.. Poca cosa el hombre, con la carga de su corazón. Hermosas balas que los agujerean, que los parten. Hermosas balas, para clavar corazones".


CAMPOS...

Addenda: En su día, para una colaboración asidua que se publicaba en una columna fija de los "Cuadernos Cervantes" (donde, entre otros columnistas ilustres, Javier Marías publicaba los textos que luego recogería en su libro Miramientos) bajo el membrete F. Plural, redacté estas líneas sobre la novela de Ana María Matute, Los hijos muertos, sólo que allí titulé el texto texo "La hija vivas de Ana María Matute!"
.

Hegroz es un pequeño valle entre montañas, por el que se extienden los bosques de Neva, Oz y Cuatro Cruces; un escenario literario cuya topografía se corresponde con notable precisión al trazado real del pueblo riojano de Mansilla de la Sierra, localidad donde la escritora solía pasar los veranos de su niñez y en la que sitúa algunas de sus novelas, como Fiesta al Noroeste o Los hijos muertos.

Esta última es una de esas obras magnas que, en clave de saga familiar, encierra el signo de una época: avatares históricos, conflictos morales y sociales, ideario político, peripecia existencial, sentimientos. Y aunque la novela esté protagonizada por personajes masculinos, encontramos en ella una variada gama de figuras femeninas que, si bien al principio resultan casi tan inaccesibles y adustas (lejanas, escondidas) como el paisaje que habitan, poco a poco van emergiendo hasta situarse en un primer plano. Así, si Margarita (primera esposa de Gerardo Corvo) era fría, dócil, reposada y un poco indiferente, sus hijas Isabel y Verónica (prototipo duplicado años más tarde en la joven Mónica, hija del segundo matrimonio de Gerardo Corvo con Beatriz, otra mujer sumisa llevada a La Encrucijada para servir "como cualquier otra") serán ya otra cosa.

Isabel -dura, amarga "piedra en la garganta, en la voz"- es un personaje que arrastra ecos de esas hembras incapaces de vivir el amor y que tanto abundan en los dramas o tragedias rurales de nuestra literatura. Dominante y calculadora, se asemeja más a las viejas tipo la Bernarda Alba lorquiana o la Paula (madre del magistral Fermín de Pas), de La Regenta, que a la joven que por edad debería ser. Autoritaria y represiva, Isabel se impone en la Encrucijada, sin conseguir cortar la libertad de sus hermanas, que logran salir de allí.

Verónica escapa a la mirada de Isabel, a sus celos, a las órdenes que ésta le lanza desde "el desamparo total de la vida". Personaje vital, libre (vive en la Naturaleza y descubre el amor), huye con Daniel a Barcelona, donde morirá en uno de los bombardeos que asolaron la ciudad durante la Guerra Civil. Daniel la recordará "brillante, como una fruta salvaje, con todo el brillo del sol dentro del cuerpo... Verónica sabía lo que hacía, sin virtudes no sentidas, sin pecados no sentidos. Su dulzura provenía de su serenidad, de su seguridad. Su amor fue cierto, rectilíneo, hasta el final. Verónica no se quejaba nunca. Verónica miraba de frente y decía: sí, o decía: no. Pero no dudaba. Tenía la terquedad de los Corvo, la audacia, la simplicidad."

Verónica murió estando embarazada. Tal vez por eso, porque a esa generación ( la de Daniel Corvo o Diego Herrera, en el otro bando) les nacieron los hijos muertos, Miguel Fernández y Mónica Corvo no pudieron siquiera iniciar su sueño de amor y libertad.

Junto a estas mujeres -Isabel, Verónica y Mónica- que desempeñan un cierto papel protagónico, encontramos en Los hijos muertos un rico muestrario de figuras femeninas que el lector recuerda porque en absoluto naufragan en la anonimia del clisé ni en el tópico.

En Hegroz destaca la Tanaya, siempre en pie, manteniendo una pelea constante con la tierra, con la lluvia y el sol, con los amos, con los perros, o con los hijos, que "crecían como por un camino cuesta arriba por el que fuera preciso subir y subir, y subir sin descanso." A veces sólo para morir a deshora: Marino. O Marta, otra criada, siempre trajinando en la cocina mientras cantaba canciones antiguas a los hijos que iban creciéndole alrededor como animalitos, como ella misma a su edad porque allí la vida seguía igual que entonces. Alfonsa Heredia (viuda, tres hijos) es la quintaesencia de las mujeres de Hegroz: "viejas perras que olfatean la muerte." Mujeres que golpeaban con ira. Mujeres de cólera sobresaltada y de miedo cruel que amaban no menos ferozmente a sus hijos. Hay en las páginas 137 y 138 de la novela una excelente muestra de esa singular relación de las madres de Hegroz con sus hijos. A pesar del tremendismo naturalista que recubre estas líneas, el remate es espléndido.

"Sí, eran extrañas las mujeres, con sus hijos, su paciencia, su cólera, su docilidad, su fidelidad de perras. Su fidelidad que iba más allá del amor, del rencor, del sexo... Eran extrañas sus manos, quemadas por el sol y el agua, agrietadas, duras, manos para el golpe y las piedras, para el trabajo. Los dedos cortados, de uñas roídas, gastadas y brillantes como puños de cayado. Las manos que, de repente, se detenían sobre una cabeza dormida. Que se quedaban de pronto, así: apretadas, calientes, largas, como si dijesen "descansa"."

Hay más madres en la novela: esas mujeres de los presos del Destacamento Penal de Hegroz que siguen a sus hombres y viven en unas chabolas con los hijos y que las mañanas de domingo se ven y acarician en la taberna del Moro. Mujeres que "cocinaban en hornillos hechos con piedra o con ladrillos viejos", que "dormían bajo los techos de cañizo, latas vacías y cartón embreado." Mujeres que esperaban. Mujeres bravas que se unieron a la rebelión de sus hombres, como la Monga, la madre del Chito, o esas otras que hubieron de abandonar España tras la Guerra y fueron a parar, con ellos, a un campo de concentración francés: "Se tapaban unas a otras, como podían: con abrigos, con alguna manta, para evacuar sus excrementos. Parecían avergonzadas y doloridas."

La Barcelona de los años anteriores a la guerra, del confrontamiento y de la inmediata posguerra, es el otro gran escenario de esta novela. Distintas figuras lo cruzan: una chica aspirante a actriz en un bar de la calle Unión, las obreras de una imprenta, las prostitutas del Barrio Chino (como la madre del Patinito, que consigue sacar adelante al hijo y darle estudios de magisterio), las mujeres de las barracas de Somorrostro, fregonas, amas de casa, las que parten para combatir en el Frente de Son Servera, etc. Lejos de reducirlas a estereotipo, Ana María Matute siempre les imprime un rango peculiar (a veces de carácter simplemente plástico) que las hace imborrables, como esa puta vieja que comía una naranja igual que si estuviera bebiendo sangre, de repente allí, sin pintura, "seca, grande, como el esqueleto de un caballo", dispuesta a combatir ella también, ella, "sin hijos en el pueblo, que no tenía para los niños más que la defensa del insulto, la patada, ella, la que más venganza llevaba entre sus pechos, como dos bolsas vacías."

Hay en Los hijos muertos una variadísima gama de personajes femeninos (muchos de ellos madres) cuya presencia, por esporádica o irrelevante que pueda parecer, convierte a esta novela en una imprescindible crónica de la heroicidad silenciosa y turbia que late en los repliegues de la intrahistoria.


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