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Campos de Castilla

Publicado el 13 octubre 2014 por Entrelugas
"Los trigos componían una alfombra verde que se diluía en el infinito acotada por la cadena de cerros cuyas crestas agónicas se suavizaban por el verde mate del tomillo y la aulaga, el azul aguado del espliego y el morado profundo de la salvia"

Dicen que del amor al odio hay un paso, aunque creo firmemente que ese odio es el mismo amor sentido de otra manera... más hiriente. Lo sorpendente, es que descubrí que a la inversa también sucede, es posible amar lo que un día se odió.

Me explico. Adoro mi tierra y mis raíces. Y lo adoro más cuando estoy fuera. Durante varios años estuve viviendo a casi 400 kilómetros de mi casa, no son muchos en realidad, pero el abismo entre un lugar y otro era enorme. Como del día a la noche. No sólo en cuanto a distancia, forma de vida o paisajes. Mi vida también se dividió en dos, en pasado y presente, entre recuerdos y olvidos. Pero ésa es otra historia.

Campos de Castilla


Durante años tuve que atravesar cada otoño, invierno y primavera todos esos kilómetros de vacíos, llanuras y horizontes sin final. Para mí era la nada, que me arrancaba sin titubear de mi pasado, de mis montañas y mis playas, de los bosques y la humedad, de la niña que era, de las cortas distancias ente aquellos que quería y yo, de las historias que no pudieron tener final.

El abismo parecía insalvable. Un interminable limbo color tierra, de álamos primero y encinas después, entremezclado con pueblos fantasma y extensos campos de trigo, maíz, cebada, amapolas o girasoles... Frías noches de invierno en un incómodo autobús. Cafés en una barra a medio camino para calentar el alma. Lágrimas y recuerdos sobre el alquitrán.

Todo eso separaba dos mundos muy distintos que parecían imposibles de reconciliar, pero con el tiempo, lo que parecía una relación difícil, poco a poco se fue transformando en una especie de sentimiento entrañable de nostalgia y cariño.

Cuando empecé a crear otra vida tan lejos, extender otros lazos, arraigar nuevas raíces, entrelazar sentimientos, la distancia de repente ya no era tanta. Yo también me había diseccionado, había repartido otro cachito de mí en aquel lejano lugar, que también me atraía con su extraña fuerza, y así, formaba parte de dos vidas diferentes con un sólo puente en común: yo misma. El frío ya no era tan frío, y las ausencias se hacían más suaves cuando al bajar la ventanilla todo el coche se impregnaba de olor a trigo. Aprendí a querer Castilla, como se aprenden a querer todas las cosas que tienen un poco de nosotros.


(La calidad de las fotografías es pésima, pero fueron hechas hace años, con teléfonos de entonces y con el coche en marcha... Las rescaté del baúl de los recuerdos, y para nada le hacen justicia a la belleza de esos lugares. Perdónperdón.)

Campos de Castilla

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