En este país nos encanta votar a políticos zafios y corruptos, de esos capaces de mentir varias veces seguidas, sin parpadear siquiera, mientras sonríen a cámara. No importa que construyan aeropuertos de juguete o que sean el alma de gigantescas tramas mafiosas, siempre contarán con el respaldo de su partido y éste contará con el voto agradecido de una gran parte de la ciudadanía. Tampoco importa que haya sindicalistas que estiman que la protección al trabajador comienza por la protección del cargo propio, ni presidentes autonómicos que no sepan nada de una trama que desvió millones de euros de fondos públicos y se retiren dignamente al Senado, para seguir sirviendo al pueblo. Tampoco importa que un Estado supuestamente laico subvencione generosamente el funcionamiento de la iglesia católica (aunque el partido que estuvo anteriormente en el gobierno proclame ¡ahora! que hay que revisar el Concordato con el Vaticano) mientras alguno de sus obispos desprecia la ley fundamental del Estado que le da de comer, publicando un libro que parece inspirarse en los tiempos del Concilio de Trento, asegurando que la mujer debe ser sumisa en todo al marido para que un matrimonio vaya sobre ruedas.
Todo esto está muy bien, lo sabemos, convivimos con ello todos los días (podría seguir dando ejemplos hasta el infinito) y los responsables políticos tiemblan ante la indignación que mostramos en las redes sociales, intercambiandonos entre nosotros chistes sobre Rajoy o Fabra a cual más original y revolucionario. Pero no lo habíamos visto todo todavía en este país. Nuestra capacidad de asombro ha sufrido una nueva prueba ante una nueva especie nunca vista: el periodista que se arrepiente de haber servido al político corrupto cuando este le quita el pan del que ha estado comiendo durante décadas. La lógica de la profesión periodística en España dista mucho de los planteamientos de independencia o deontología profesional que se enseñan en la carrera y está mucho más cercana a la de la sumisión al poder (ya sea este estatal, autonómico, provincial o municipal, que poderes a los que acogerse no faltan) poniendo la pluma al servicio del partido gobernante a cambio de un puesto de trabajo, si no bien remunerado, al menos que ofrezca cierta seguridad. Cualquiera pensaría que este es un comportamiento lógico, que hay que comer. ¿Pero pensarían igual de un juez que, dejando de lado los atributos fundamentales de su profesión, se dedicara a favorecer al poder?
El periodismo se ha prostituido porque, si bien todavía puede decirse que existe cierta libertad de prensa, lo que no hay es independencia. Ni las televisiones, ni los periódicos ni las radios pueden morder la mano que les da de comer. Y menos en estos tiempos de prensa gratuita y caida en picado de los ingresos publicitarios. Todo esto es cierto, pero no justica que los impuestos de los ciudadanos se gasten en mantener unas televisiones públicas (cada comunidad, cada pueblo quiere tener la suya propia) que solo sirven para estar al servicio del partido político de turno. En el caso de Valencia, sus trabajadores, en un arranque de sinceridad cuando ya no tienen nada que perder, han denunciado presiones contínuas por parte del PP para ocultar unas noticias y manipular otras, además de hacernos ver lo obvio: que Canal Nou (como tantas otras empresas públicas) era un lugar estupendo para meter a gente enchufada.
Un poco tarde llega este grito de rabia absurdo y ridículo. Me gustaría saber si ha habido héroes en tiempos anteriores. Periodistas que, en un arranque de dignidad, han dimitido de sus puestos cuando han visto socavada su independencia. Ojalá esto sirva para reflexionar y empezar a entender que el dinero público debe gastarse en colegios y hospitales, no en medios de comunicación llenos de noticiarios manipulados, programación infame y estómagos agradecidos. Los periodistas, los que puedan, que recuerden las palabras de Albert Camus, que recordaba a los periodistas cuales eran los cuatro puntales de su oficio: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación.
Revista Cine
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