Según la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2016) el cáncer está considerado como un proceso de crecimiento y diseminación incontrolado de células que puede aparecer, prácticamente, en cualquier lugar del cuerpo. Esta enfermedad es una de las más populares del siglo XXI, siendo diagnosticados 227.076 nuevos casos en el año 2015. Además, esta cifra no tiende al estancamiento, sino que se espera que aumente el número de afectados en un 70% en los próximos 20 años.
Socialmente, el cáncer no está considerado como una enfermedad aguda o crónica más, sino que sobre él pesa una potente lacra: la de la muerte. Por ello, los pacientes oncológicos no sólo se ven obligados a enfrentarse a los requerimientos médicos como el diagnóstico, el tratamiento, los efectos secundarios a estos, etc., sino que deben enfrentarse con un temor constante: el miedo a la muerte. Este estigma no está avalado por las cifras actuales, ya que a pesar de que esté considerada como la segunda causa de mortalidad en España y del aumento del número de casos, la mortalidad desciende con el avance y la intervención multidisciplinar, siendo ésta aún menor en mujeres (56% en 5 años) que en hombres (44% a los 5 años) (Ministerio de Sanidad y Consumo, 2013).
A simple vista, puede parecer una enfermedad puramente médica, donde el principal objetivo es la preservación de la vida. Pero, tras mi experiencia de contacto directo con afectados oncológicos me planteo: ¿Hasta qué punto vivir es más importante que hacerlo con calidad de vida? ¿Hasta qué punto la salud física está tan reñida con la salud emocional? ¿Hasta qué punto merece la pena vivir sin vida?
Es común escuchar hablar de la situación de las personas en el momento del diagnóstico o del tratamiento, pero en este post me parece necesario hablar sobre el sentimiento de los pacientes que han concluido su etapa de lucha activa, es decir, que han finalizado el tratamiento médico.
Es frecuente que lleguen a consulta pacientes que recientemente han terminado sus sesiones de quimioterapia, que acaban de ser intervenidos, en definitiva, que la lucha deja de ser superactiva a ser más pasiva. Durante el periodo de tratamiento, estos pacientes sólo piensan en una cosa: luchar para vivir. En la mayoría de los casos, es en esta etapa donde cuentan con más apoyo social, todo su entorno está ahí para apoyarlos, aunque al luchador poco le importa; está en plena batalla. Pero, en un momento dado, la batalla termina y el oncólogo le da la noticia: “El tumor ha desaparecido. Por el momento, estás limpio”. Y, en ese instante, la felicidad inunda su mente pero, poco después, el momento de enajenación transitoria provocado pasa, y comienzan a resonar en su cabeza: “Y ahora, ¿qué? ¿Qué hacía yo antes de todo esto? ¿Qué hago con tanto tiempo?”. Es entonces cuando surge el sentimiento de “contento pero jodido”. Contento por haber ganado la batalla; contento por estar vivo; contento por muchas cosas. Pero estoy jodido porque ahora no puedo andar más de media hora sin cansarme; estoy jodida porque no tengo pechos; estoy jodida porque he “perdido” un tiempo de mi vida; estoy jodido porque, ahora, ¿qué? Y, en ese momento, es cuando el sentimiento de soledad y de vulnerabilidad aumenta y, con él, los niveles de ansiedad y depresión por la incapacidad de manejar y de integrar todo lo que tiene sobre la mesa. Además, en este tiempo, deben enfrentarse a revivir todo el sufrimiento de la lucha; primero a cada 3 meses, después a cada 6, y por último, anualmente, puesto que deben asistir a las revisiones. Cada semana antes de sus revisiones llegaban a consulta nerviosos, inquietos, y el miedo se repetía: “¿y si me dicen que hay que empezar otra vez?”, y de nuevo surge el temor a la muerte, el temor a la incertidumbre; surge el descontrol.
Es poco el porcentaje de pacientes oncológicos que reciben asistencia psicológica personalizada. Imaginad todos estos sentimientos que os acabo de contar y sumadles los propios de la vida diaria: problemas económicos, problemas familiares, problemas mundiales… Imaginad que los vivís sin poder identificarlos, sin, prácticamente, poder expresarlos. Por todo ello, se hace necesaria la intervención no sólo médica de esta población, sino un abordaje multidisciplinar. Interviniendo la psicología no sólo en el proceso de tratamiento, ayudando a manejar las emociones que generan los tratamientos médicos, como la quimioterapia o la cirugía, sino durante la revisión, durante todo ese tiempo que el paciente oncológico debe seguir capeando el temporal. Y, por supuesto, intentando mejorar la calidad de vida de los pacientes en cuidados paliativos, para que sus últimos momentos sean vividos y no sufridos. Por último, creando campañas de sensibilización para desestigmatizar la enfermedad, dándole un enfoque real, y promoviendo el acceso a un adecuado tratamiento.
Marta Lavado es graduada en Psicología por la Universidad de Sevilla, con Máster en Psicología General Sanitaria. Actualmente, es alumna interna en el Departamento de Personalidad, colaborando en la Clínica Oncoavance, así como realiza prácticas en el Centro ABB y es voluntaria en Psicólogos Sin Fronteras y en Acción en Red. Próximamente, será cooperante en Honduras y experta en Psicooncología. Si queréis contactar con ella, podéis dejar un comentario en esta entrada o escribir a [email protected].
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