Revista Opinión

Canción triste en el Palacio de Justicia o ¿por quién doblan las campanas?

Publicado el 19 junio 2013 por Romanas
Canción triste en el Palacio de Justicia o ¿por quién doblan las campanas?     El juez Elpidio José Silva http://www.eldiario.es/politica/Blesa-denuncia-victima-judicial-CGPJ_0_144186114.html  Hace ya la friolera de 3 años que escribí mi post “Réquiem por el juez Garzón”, hoy, sería demasiado fácil escribir otro titulado “Réquiem por el juez Elpidio José Silva”, del que ya escribía yo el otro día que la suya era la crónica de una muerte anunciada, pero, por seguir utilizando estas frases hechas, que son, por otra parte, tan expresivas, voy a utilizar ahora no una sino dos de éllas: “canción triste en el Palacio de Justicia” y “¿por quién doblan las campanas?” Y ya, de antemano, les anuncio que doblan por todos nosotros.  Yo no sé lo que han sentido todos ustedes cuando han leído todos esos párrafos que el juez Silva ha escrito y que constituyen el más terrible de los alegatos que nunca jamás se haya escrito en el mundo por un juez.  Y claro está que no tenía más remedio que escribirse en España, porque, se lo aseguro, no hay otro país en el mundo civilizado, en el que la justicia sufra tanto escarnio como aquí.  Pero hay algo que voy a anticiparles a ustedes, leo una a una todas sus palabras y les juro por mi vida que no las creo, porque me parece imposible que un hombre en esa posición se haya atrevido a escribirlas porque ahora, sí, ahora sí que es inevitable ya su sacrificio en ese ara del altar vacío desde que en él se oficiara el de Garzón.  Lo que, aquí, en España, ellos han dado en llamar justicia, ya no tiene otro remedio que ejecutarle porque, si no, esto significaría que tiene razón y, al día siguiente, habría que cerrar todos esos teatros en los que se escenifica el peor de los simulacros.  Porque son simulacros todos esos solemnes actos en los que se dice que se imparte justicia. Nunca se hace así incluso en aquellos procesos en los que la justicia formal coincide plenamente con la real porque esto sucede entonces por pura coincidencia porque el espectáculo está montado con otras finalidades muy distintas.  La justicia oficial no tiene por objeto ni mucho menos hacer que se satisfaga esa natural aspiración del cuerpo social a que el orden natural de las cosas coincida con la realidad.   Ni una sola vez sucede así de modo que cuando las leyes cumplen con su natural función de que el orden sociopolítico coincida con la realidad que aquéllas pretenden tutelar se hace incluso con cierta irrisoria destemplanza.  Y, así, hemos visto que cuando ha sido necesario que el Tribunal Supremo cambie su doctrina jurisprudencial para que el mayor banquero del Reino no sufra una justicia que estaba ya cantada por el pueblo, el más alto de nuestros tribunales no tuvo empacho alguno en cambiarla.  Y así “ad infinitum”.  Por eso, a los que sabemos de qué va esta cosa, nos causa tanta extrañeza que miembros tan consagrados ya de la trama, que ocupan un puesto relevante en la administración de justicia del país, cometan esta locura increíble de enfrentarse abiertamente contra ese mismo inatacable sistema del que forman parte indisoluble.  Ni Garzón ni Silva han podido pensar siquiera en que les iban dejar actuar impunemente así.  ¿Se han vuelto locos, entonces?   Yo creo que sí.  Y es que la locura está muy cerca de todos estos hombres que se han acostumbrado a que lo que ellos dicen sea un auto de fe sacramental, algo mucho más que un dogma puesto que goza de la fuerza coactiva de todo el poder del Estado.  Nadie puede acercarse tanto al fuego íntimo del Poder sin quemarse en el intento.  Y, una vez locos, lo más probable es que pierdan el sentido de las proporciones y crean realmente que ellos son en sí mismos el más fuerte de todos los poderes del Estado y entonces, como esas polillas suicidas, se acercan demasiado al poder y arden en un instante con un fulgor destelleante. Por ahora, sólo son dos casos, Garzón y Silva, pero es extraño que este drama tan grotesco como significativo no suceda con más frecuencia, porque el poder consume al que lo ejerce como la más activa de las llamas.


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