Anna Seguí viene comentando en este blog las canciones del Cántico Espiritual de S. Juan de la Cruz. Primero fueron las trece primeras canciones, y más adelante, nos ofreció las dos siguientes, la catorce y la quince. En esta ocasión, va a comentar las canciones 16 y 17, combinando sus palabras con las del místico doctor carmelita.
Anna Seguí, ocd Puçol
CANCIÓN 16
Cazadnos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una piña,
y no parezca nadie en la montiña.
La amada ha pasado a vivir la gracia transformadora del desposorio espiritual, expresada en las canciones anteriores 14 y 15. Gustar el amor es el deleite interior que está viviendo y que para nada quiere perder. Lo que Dios nos regala queda impreso en el ser, pasando a formar parte de nosotros mismos, es decir, carne de nuestra carne. Este “deleite” lo llama la amada “la flor de su viña”, que guarda celosamente en el jardín de su alma.
La amada intuye que, en su “sensualidad”, todavía puede ser zarandeada, porque los apetitos han despertado y están al acecho para darle guerra, es así que, la “imaginación”, la puede llevar a la distracción y dispersión. Consciente de su vulnerabilidad, clama menesterosa desde lo interior, invocando a los “ángeles” para “que cacen todas estas cosas y las impidan”. Celosa del tesoro que le ha sido dado, ya no quiere ser sacudida por la inquietud de los apetitos que la podrían alterar, sacándola de su centro e impedir “el ejercicio de amor interior, en cuyo deleite y sabor se está comunicando y gozando las virtudes y gracias entre el alma y el Hijo de Dios”.
Y exclama: “Cazadnos las raposas, que está ya florecida nuestra viña”. El alma ha pasado a ser una viña florecida de virtudes que “le dan a ella vino de dulce sabor”. El florecer de la viña es el resultado de la unión con el Esposo, “y en el mismo Esposo está deleitándose, según todas estas virtudes juntas”; ellas, las virtudes, son el florecer de la viña.
Y con todo, la amada experimenta que, en su natural, siguen acudiendo “a la memoria y fantasía muchas varias formas de imaginaciones y en la parte sensitiva se levantan muchos y varios movimientos y apetitos”. Y es que la naturaleza humana, no está siempre estable ni en un ser; pues hay movimientos naturales −en el cuerpo y en la psique−, que nos descolocan de los gustosos estados de quietud, paz y armonía espiritual. Todo ello revela que, a pesar del florecer de las virtudes, lo sensible y sensual de la naturaleza humana se deja sentir con fuerza desestabilizadora, agitando el ser, sometiéndolo a la lucha interior entre dos gustos o potencias: la sensual-sensitiva y la espiritual o deleite por Dios. Este combate la turba en el alma, como “raposas” que le causan inquietud y que hacen “caza” y “presa” de las flores de sus virtudes y la desestabilizan. En esta lucha, la amada “se desabre y disgusta”, porque los apetitos dan “gran molestia al dulce espíritu” y el combate derriba la armonía que parecía estable, por lo cual dice: “Cazadnos las raposas”.
El alma se debate en la prueba, sintiendo que los demonios “incitan y levantan estos apetitos con vehemencia” y “hacen guerra a este reino pacífico y florido del alma”. Y la pobre alma sufre “con temores y horrores espirituales, a veces de terrible tormento”. El Amado no abandona por tanto tiempo a su amada; en viéndola sufrir por las embestidas del demonio, acude para irla sacando “de la casa de sus sentidos para que entre en el dicho ejercicio interior al huerto del Esposo; porque sabe que, si una vez se entra en aquel recogimiento, está tan amparada, que por más que haga, no puede hacerle daño”.
Estas pruebas por las que pasa la amada, la ejercitan en prontitud para “recogerse en el hondo escondrijo de su interior, donde halla gran deleite y amparo”. Todo ello la robustece interiormente, le da señorío y la capacita para “padecer aquellos terrores tan por de fuera y tan a lo lejos, que no solo no le hacen temor mas le causan alegría y gozo”.
En nuestro peregrinaje de la fe, el combate espiritual es frecuente y, frente a las fuerzas del mal, que llama “Aminadab”. Solo Dios es nuestra fortaleza para soportar “sus embestimientos y acometimientos”. Y la amada protege la “flor” de su viña frente a los “embestimientos”, porque todavía no está en la plenitud del fruto. El alma necesita seguir el proceso purificador hasta que le sea dado el matrimonio espiritual y gozar en aquel estado el fruto de la viña acabado.
“En tanto que de rosas hacemos una piña”. Cuando interiormente nos hemos sentido tocados y alumbrados por el Amado, nuestro ser gusta y gana en virtudes del alma que nos embellecen. A esto llama flor, como bondad y suavidad de gran deleite. El alma siente dentro de sí que es poseedora “de una viña muy florida y agradable de ella y de él, en que ambos se apacientan y deleitan”. Estos estados de gracia interior, fortalecen nuestra voluntad para obrar en amor, fluye con vehemencia ofrecer al Amado las virtudes que le han sido regaladas, consciente también de que es el mismo Amado quien lo hace todo posible. Y así, la junta de las virtudes es a lo que llama “hacemos una piña”, celosa y cuidadosa la amada de no perder tanta gracia. Queden las virtudes bien compactas en la “piña” y se hagan fuertes bien unidas. Todo junto es la persona misma que ha ganado en humanidad y espiritualidad, gustando la realidad de persona nueva, más agraciada y al agrado de Dios. Todo es ofrecido al Amado “en espíritu de amor”. Así, “cazadas las raposas”, nada impida ya la comunicación fluida entre los amantes.
Tampoco basta “hacer bien la piña”, pues también es menester una exigida soledad y enajenación de todas las cosas que pudieran dañar al alma, y permanecer en la armonía, y que “no parezca nadie en la montiña”. Es decir, ejercitar la voluntad para desnudarse y vaciarse de estímulos y apetitos, sean de la parte inferior sensible, o de la parte superior, racional. Lograr una dichosa armonía, por la que nada pueda darle caza al alma, haciéndola presa de dichos apetitos. Todo va encaminado a la unión de amor hacia el Amado “en entrega de sí y de todas las virtudes”.
CANCIÓN 17
Detente, cierzo muerto;
ven austro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto
y corran sus olores
y pacerá el amado entre las flores.
En el proceso siempre purificador y humanizador, estando ya la amada en desposorio, todavía siente en el alma el exceso de sequedades que la fatigan y causan temor. Los recursos que se toma para aliviar estos estados de sequedad son la oración y la invocación al Espíritu Santo. Todo ello con el deseo de que aumente en ella el amor al Amado que “ponga el alma en ejercicio de virtudes”. Y todo en función de que la amada ya no quiera otra cosa sino “dar contento al Amado”.
“Detente, cierzo muerto”.
La amada, para dar una explicación a lo que experimenta en su alma, lo ejemplifica con el viento impetuoso y frío llamado cierzo, que la hiere y encoge el alma, como hiriente es para la naturaleza también. Este encogimiento le produce desabrimiento en el espíritu y desolación por la ausencia del Amado. Aquella experiencia gustosa y deleite espiritual que tenía, la siente evaporada, sufriendo una insoportable ausencia del Amado; y por eso dice: “Detente cierzo muerto” que así le causa este tortuoso dolor.
Esta súplica orante, este clamor gimiente por erradicar la sequedad, no está en su mano ni en sus esfuerzos hacer cambiar su estado; porque es Dios quien, desde dentro, mueve como se quiera hacer y dar al alma. Todo depende de Dios, no de nuestros esfuerzos, porque siempre será regalo y gracia, nunca mérito nuestro.
En su oración, la amada insiste a tiempo y a destiempo clamando: “ven austro, que recuerdas los amores”, que es un viento amable, regalador de lluvias que hacen germinar la naturaleza derramando perfumes. Cuando el alma percibe este aire más amoroso, comprende en su corazón que el amor la está merodeando, y siente que se le aviva la voluntad y todo su ser se activa y le “recuerda los amores de Él y de ella”.
Sigue la amada suplicando al Espíritu Santo: “aspira por mi huerto”, es decir, en el alma, donde “nacen y crecen las flores de perfecciones y virtudes”. Aquí se hace una aclaración entre “aspira por; y aspirar en”. Y dice que “aspirar en el alma es infundir en ella gracia, dones y virtudes. Y aspirar por el alma es hacer Dios toque y moción en las virtudes y perfecciones que ya le son dadas, renovándolas y moviéndolas de suerte que den de sí admirable fragancia y suavidad al alma”. Con todo, estas virtudes que el alma tiene en sí, “no siempre las está sintiendo y gozando”. A veces permanecen dentro de nosotros como flores cerradas, que por ello no se siente el olor, hasta que Dios “aspirando con su Espíritu divino” infunde gracia para abrirlas y activar sus perfumes, que son “dones y perfecciones del alma”, mostrando con ello “la hermosura de ella”. Todo se le da al alma engrandeciéndola de hermosura y envolviéndola de suavidad y olor de estas flores de virtudes abiertas.
A esta gracias de olores la llama: “y corran sus olores”. Es gracia tan manifiesta “que al alma le parece estar vestida de deleites y bañada en gloria inestimable”. En tal estado de deleite interior, se hace notar externamente, percibiendo los demás “un no sé qué de grandeza y dignidad, que causa detenimiento y respeto”. Todo es fruto de la comunicación del Esposo que, el sentir de su presencia, pone al alma esposa en deleite. En el huerto, se abren las flores, “descubriendo sus dones, arreándola de la tapicería de sus gracias y riquezas”. Desaparece el cierzo, gusta el austro y “que aspire por el huerto”, siendo todo pura ganancia para la esposa. “Gana el gozar al Amado”, ya al fin el Esposo “se comunica en ella con más estrecho amor”. “Y gana que el Amado mucho más se deleita en ella por este ejercicio actual de virtudes”. Las virtudes son los deleites que recibe Dios de su amada. Y así hay “duración de tal sabor y suavidad de virtudes”, y “estándole dando la esposa suavidad en sus virtudes”. La duración de este estado depende del Esposo que mora en su interior.
Es el Espíritu Santo quien, al aspirar por el huerto, difunde los aromas de Dios. El alma anhela esto, para que su Esposo se deleite en ello. La amada busca la complacencia del Esposo, mostrando su disposición interior para que “el Hijo de Dios venga a deleitarse en ella”. Y dice: “y pacerá el amado entre las flores”.
El deleite del Amado está en el corazón de la amada, donde amada y Amado se sustentan mutuamente a placer de Él y de ella. En el alma saborean las perfecciones de ambos, porque ya ella es semejanza de Él en perfección de amor, “estando ya ella guisada”. Este apacentarse y esa unión es todo “sabor y suavidad en el alma” y “entre la fragancia de estas flores”. La amada lo recita amorosamente con este decir: “se apacienta y deleita y en mi alma, que es el huerto suyo, entre los lirios de mis virtudes y perfecciones y gracias”. Al fin, la amada ya es semejanza del Amado. Aunque siente la limitación de su morada en la carne, lo cual sufre como cárcel impidiendo su estado de señorío. Sufrir los embates de la sensualidad le es muy penoso. La amada suplica al Esposo con esta nueva canción (18).