Desde niña, Cándida soñaba con sonidos. Dormida, escuchaba sonidos como los demás veían colores. Era de una belleza simple, dulce, un poco pequeña (petite decía ella), y con una sonrisa que iluminaba todo, sin importar que fuera noche cerrada.
Temprano en la infancia se vio ocupada por la vanidad. Su preocupación no tenía mucho que ver con el cuerpo, sino con la voz, con lo que decía, pero sobretodo con el cómo lo decía. Se preocupaba por tener una melodía en sus palabras, por duras que ellas fueran. Al primer descuido de sus padres comenzó una estricta dieta. Solo se alimentaba con instrumentos musicales.
Dependiendo de la hora elegía el instrumento que iba a comer. Si era de almuerzo se dedicaba a comer instrumentos grandes, incluso pesados. A la comida se iba por instrumentos más livianos como un oboe o un clarinete. Y de desayuno se iba por lo frugal: un pícolo, un triángulo, uno que otro violín.
Con el tiempo fue aprendiendo a acomodar su estómago a su régimen de alimentación. La cosa cambió de sonido cuando al llegar a la adolescencia la atacó el hambre que solía llegar con la edad. Ahora era capaz de comerse un piano entero y completarlo incluso con algo de violonchelo. Su apetito, por esas épocas no era coherente con su apariencia de mujer petite...
Con el tiempo su cuerpo fue cambiando. Era lógico dada su compleja alimentación. Su voz siempre fue melodiosa, eso sin duda. Pero su cuerpo era... bueno, digamos que poseía una extraña armonía. No tenía forma de guitarra, ni de violín. Sus piernas eran más bien gruesas como la boca de la tuba. Su vientre apretado como el cuero de un par de timbales bien afinados. Sus dedos eran largos como el arco que tocaba la viola. Y su cabello era blanco. Y negro. Y blanco. Y negro otra vez.
La buena de Cándida consiguió trabajo en una orquesta. Cantaba, claro. Pero cuando los demás músicos vieron su dieta toda la orquesta se revolucionó. Ya ningún músico dejaba su instrumento solo, ni siquiera en los breves recesos que tenían entre ensayo y ensayo. Hasta al baño comenzaron a llevar sus instrumentos, con tal de mantenerlos lejos del apetito de Cándida. La peor parte la llevó el pianista, pero el percusionista y el contrabajista también llevaron lo suyo. Debían esperar a que Cándida saliera para vigilar que no fuera a comerse una baqueta, o a robarse el arco, o quizás un par de teclas.
Un día el hambre de Cándida al fin se calmó. El viejo director de la orquesta descubrió que lo que Cándida necesitaba era comer la batuta que, por dentro, iba a ordenar la orquesta que ella era.