Con la zurda a fuego vivo mido milimétricamente el ángulo más lejano del arquero y el vaivén de la pierna que conduce al gol ya es todo un deleite para la ansiosa tribuna que sabe reconocer un jugador que buscó todo el partido pero no se le dió.
Allá va la pelota en el aire con su peso, su velocidad, su efecto, su presión, en contra del viento y de la lluvia, directo a un objetivo: la red que espera de su amante, la pelota, un beso que selle ese amor. El arquero parece llegar a alcanzarla con sus brazos pero no, la jugada fue un poema y tiene que terminar en gol y todo conspira para que así suceda.
El gol me recibe con la cara llena de alegría y emociones. Los latidos se me aceleran. Tengo los ojos desorbitados y la boca se me llena de alma y vida. Grito como loco y me vuelvo a sentir niño en el potrero del barrio, las caras de los hinchas se me confunden por un momento con los rostros del verdulero, el panadero y los mecánicos que me iban a ver a jugar cuando pequeño.
Miro al cielo porque es lo que siento y me tomo la casaca y la beso con pasión. Mis compañeros de equipo me abrazan y siento por un rato el abrazo de mis padres, mis hermanos y mis amigos. El partido termina y el resultado cambió en un entreabrir de ojos, simplemente no lo puedo creer. Tanto buscar y buscar y no encontrar la forma hasta casi darme por vencido. Puse todo de mí en la cancha y no podía hacer el gol. Era hora de poner las cosas en su lugar. De demostrar lo que uno sabe. Y yo, como los goleadores, lo último que pierdo, es la esperanza.
Hoy necesito hacerle un gol a esta mala fortuna que me viene acompañando últimamente.
Gol a la mufa