on, supongo que lo habrás adivinado, porque tiempo has tenido. Y si no es así ahí va la respuesta a mi pequeño acertijo: Cuando el sol esté en lo alto, volveré aquí. ¿Un poco enrevesado? No tanto, teniendo en cuenta las circunstancias. El caso fue que Adama se percató de que yo sí entendía a la perfección sus señas, y pensé que tenía claro volver a oír su voz. Pero me puse contento, le di con un dedo en el hocico a Hamal, que me lo agradeció porque espanté las moscas, y le llamé tonto por no entender a Adama: «Yo sí lo he pillado, amigo», y se lo expliqué. Le dije lo mismo que a ti: «Ves, es muy fácil». Sin prisas me encaminé hacia ningún sitio por las calles de Adrar. Trataba de evitar que el camello bebiera de las acequias. Las pendientes eran muy suaves, parecían estudiadas para que el agua se deslizara tranquilamente, pero que no creara remansos ni se saliera en las curvas del caz. Por eso no costaba nada subir las cuestas. Todo parecía pensado para mimar el agua. Y no me extrañó porque todos cuidábamos del líquido cuando se juntaba con el desierto. Este apareció cuando se acabaron las casas, aunque el declive seguía, mientras el agua clara no dejaba de correr. Llegué a una pequeña construcción de madera en el suelo que se encargaba de dividir en tres el ramal que salía de dos oquedades de la tierra como la que ya habíamos visto, una más baja que otra. Allí me senté en una piedra y mi vista quedó atrapada por los dibujos que hacía el agua contra las maderas y sobre la piedra. SeSe estaba fresco, a la sombra del montículo. En la boca de aquellos subterráneos se intercambiaban ambientes, el sofocante de fuera era tragado por el frescor que, junto con el agua, salía del interior de la tierra herida. Se notaba la antigüedad de la excavación por el verdín que adornaba algunas aristas de la piedra. No es que me asustara, pero sí di un respingo al notar movimiento dentro de la cueva mayor, de modo que me levanté. Me calmé, pero no del todo, al escuchar unas palabras: «No toques el agua ni dejes que tu animal lo haga». Contesté que no lo habíamos hecho y expliqué que veníamos siguiendo una acequia y que había cuidado de que mi camello no bebiera de ella. El muchacho, más o menos de mi edad, bajó el tono de sus palabras al comunicarme muy ceremoniosamente que era el responsable de todo aquello. Aclaración que acompañó de movimientos al girarse para un lado y para el otro con los brazos extendidos. «Mi nombre es Brahim, siervo de Alá». Yo me presenté a su vez y le pregunté si vivía allí. Y hubo de reconocer que no, que formaba parte de un equipo que se turnaba para cuidar aquel santo lugar, como cada uno de los pozos que formaban parte de la fogara. También, un tanto carrancudo, me dijo que si encimaba el montículo y seguía en línea recta me encontraría con todos ellos, ocho pozos en total. Pero también incluyó en su comentario que sus compañeros estarían un poco aburridos, como él. En ese momento, me sonreí y Brahim se dio cuenta. «Bueno, no es muy divertido, pero es importante». Y, de poder a poder, dejé claro que bien sabía yo de importancias y aburrimientos. Que mientras fungí de Señor de la Piedra en un pueblo más pequeño que Adra, aunque igual de verde y regado, me había hartado de soledad y monotonía. Y él terminó hasta por confesarme su jornal que simultaneaba con otro de la escuela coránica con lo que presumió un poco más. En cambio, yo no quise contarle más de mi vida y tomé el camino de vuelta con la excusa de un amigo y le prometí que no tocaríamos el agua corriente. Volví a cruzar el pueblo otra vez, pero de arriba abajo y llegué hasta los muretes de tierra rojiza que separaban las tierras agrícolas que más ventajas sacaban al sistema de regadío, que, por supuesto, eran las más extensas. Allí destacaban los árboles frutales y los campos de cereales. Estaba claro que en Adrar se comía bien. Ahora solo quedaba que Adama y yo no formáramos parte del grupo que pasaba hambre, que en cualquier lugar encuentras. Y pensé que no, que para eso teníamos el dinero. Distinguí gente que trabajaba en los huertos. Me asomé y terminé por montar a Hamal para cotillear mejor. Suponía que por allí debía andar mi amigo. Si no, no entendía donde había ido con aquellos otros que habían seguido al hombre rico. No le vi. Más que una sociedad, aquellos ciudadanos parecían una familia. Había personas de todas las edades. Todos ayudaban excepto aquellos que colgaban de sus madres, aunque más de uno estorbaba a sus mayores que, sin quejarse ni regañarles, tenían que sortearlos para no acabar también en tierra, junto con los frutos que cargaban. Nadie protestaba. Todos recordaban haberlo hecho en su momento sin ser reprendidos. Todos sabían que así habían aprendido al ver a sus mayores y al jugar entre las lechugas. Así lo hacíamos también nosotros en mi aldea. Aquello que había que aprender y que era esencial para sobrevivir nos lo enseñaban los mayores o se lo veíamos hacer. Y esos conocimientos jamás nos iban a sobrar. Aunque eso valga para todos los seres humanos, se eduquen donde se eduquen. Pero hay que reconocer que a un berebere le viene mejor saber cómo y donde buscar agua que no cómo y donde se desarrolló la batalla de las Navas de Tolosa, y no solo por su resultado. Ver a tus mayores cómo se comportan y resuelven los problemas diarios, sin olvidar el juego, es la mejor manera, y yo diría la única, que tiene el ser humano de cumplir fielmente las etapas infantiles. Incluso mientras cursamos estudios aprendemos más fuera de las clases que dentro. Y te lo dice un profesor. Si no te digo que sentí cierta envidia al ver a esa gran familia, te mentiría por omisión. En ese momento no pensé que Mbo no fuera mi padre o Kady mi madre. Todo me daba igual porque era consciente de que nunca iba a tener la oportunidad de se ser otra vez un niño. No, no iba a ser otra vez hijo de unos padres que me quisieran como me quiso mi abuela Mayifa y que me transmitió todo aquello que de bueno creía que llevaba encima, así como sus dudas, sus miedos y sus esperanzas. Ella me protegió de Muerte y pude saber que el tiempo es aquello que necesita la vida para dar paso a otras vidas. Nunca le pesó dejarnos porque sabía que detrás veníamos nosotros. Menos mal que se fue antes que sus nietas. Por eso aquellos renacuajos no estorbaban entre los trabajados surcos de los huertos. Por eso, para unos el tiempo pasa, para otros corre y ahora vuela para mí. Como voló esa mañana. Cuando me quise dar cuenta, el sol ya caía de pleno. Me bajé de golpe de la nube, sentí hambre y prisa por llegar junto a la mezquita, donde Adama me había citado por gestos. Así que corrí para que el tiempo dejara de hacerlo. Y, detrás de mí, Hamal que se lo tomó a juego porque, de vez en cuando, me daba un topetón con su cabezota como le había enseñado los últimos días. Supongo que no entendía porqué no me tiraba al suelo y me hacía el muerto para luego restregar su morro en mi tripa y al rato resucitar con risas para abrazarme a su cabeza. Llegué en un santiamén frente a la mezquita, pero no había señales de Adama. Dudé entre esperar y acercarme a un mercadillo, que había evitado por el camello, y quitarme el hambre mientras daba tiempo a mi amigo para que apareciera. Supuse que con más ganas de comer que yo. Esa idea me hizo comprar el doble de lo que me apetecía a mí. Tuve algún problema con los campesinos que no admitían la moneda estadounidense. Solucioné el problema gracias a un crío que, al grito de «¿Change monsieur?», me guió a un zaguán, con fuente incluida y donde se estaba mejor que en la calle. Allí un anciano, como el que cambia sal por azúcar, me entregó unos billetes a cambio de los míos después de contarlos tres veces, y eso que solo le di dos. Ya con los nuevos billetes en mis manos, más sobados que la Declaración de Derechos Humanos, aunque con un poco más de valor, me dispuse a comprar la comida. El chaval no se despegó de mí hasta que no le di una moneda que me dieron entre las vueltas de mis compras. Y lo hice al recordarme a mí mismo en parecidos avatares en un zoco, hacía ya una eternidad. Aparte de fruta compré unos dulces que compartí también con mi guía, quien en este caso pareció un ilusionista al hacerlo desaparecer en un instante y poder decir claramente un “merci monsieur” con la boca llena. Ya sin su ayuda me dirigí hacia el mehari y metí toda la compra, menos los dulces, en las alforjas. Saludé al que no dejaba de mirarme, seguramente porque veía en mí a alguien a quien envidiar, e hice que Hamal me diera la pata. Así conseguí arrancarle una sonrisa y luego un movimiento de mano al despedirme de él con la mía. Lo cierto es que exageré un poco los gestos y engordé la voz al dar las órdenes a Hamal. Pocas veces me había sentido admirado y envidiado. La situación era pintiparada para presumir. No dejes de tener nunca en cuenta que jamás he dejado de ser el pequeño biznieto de mi abuela Mayifa. Cuando volví a la plaza, Adama no había vuelto todavía. Y me puse a comer porque no aguantaba con los dulces a mi alcance. Mi amigo tardó en aparecer, pero apareció y agradeció los dulces. Venía sucio y cansado: «Esto no es lo mío, Dikembe». Fue todo lo que dijo. De sus bolsillos y de debajo de la ropa sacó unos frutos. Algunos iguales a los que yo había comprado y me ofreció a mí. Negué con la cabeza y él se sentó y empezó a morderlos tranquilamente. Miraba el infinito, perdido en él. No le molesté hasta que vi la palma de su mano en carne viva. No le dije más que me esperara. Monté a Hamal y salí a los arrabales de la aldea. Me había parecido ver allí la baya que la madre de Kama usaba para hacer un ungüento y curar las heridas que nos hacíamos en las rodillas y en los codos. Cicatrizaban enseguida. Pero no la encontré. Sí, en cambio, las hojas de una mata que mi abuela Mayifa usaba para las quemaduras. Cogía las hojas y las cocía muy poco en agua, y directamente las ponía sobre la piel quemada, si es que aún quedaba piel, y la sujetaba con una tira de tela que ataba. También me hice con un bote y con un poco de leña seca. Para sujetar las hojas hice tiras una hoja de palma todavía verde que encontré. Cuando Adama me vio llegar con todo le arranqué dos palabras más: «Aquí no». Salimos de la plaza y buscamos una sombra. Le obligué a sentar en la
esquina de una acequia, mientras yo preparé todo. Como siempre, me costó encontrar las cerillas en el fondo de las alforjas. Daba igual si estaban llenas o vacías, siempre me costaba encontrar la caja de fósforos. Le dije que metiera la mano en el agua y la moviera contra la corriente. La cara que puso no fue de gusto precisamente, pero no se quejó. Tampoco estaba yo muy seguro de que sirviera para algo, pero mal no le iba a hacer. Cogí un poco de agua con el bote y lo puse al fuego. Luego metí varias hojas y enrollé las tiras de palma que también metí en la lata, aunque me costó y vertí parte del agua. Cuando vi que empezaba a cocer, rodeé el bote con otra tira de hoja de palmera, apreté los dedos contra ella y, a modo de asa, quité del fuego la lata. Esperé a que se templara el agua pero no lo suficiente como para no quemarme la primera vez y volcar el bote. Pero ni las hojas ni las tiras cayeron en la arena, solo el agua. Adama se sonrió con la mano sumergida. Probé la hoja sobre la palma de mi mano y no me quemé. Me senté junto a él e hice que reposara el anverso de su mano herida sobre mis rodillas. «Aprieta si puedes hasta que haga un nudo». Aquello parecía todo menos una cura, pero Adama solo dijo: «Mañana no me eligen». Y yo le contesté que no nos íbamos a morir de hambre y le conté el cambio de moneda que había hecho en el zoco mientras le esperaba. «Y todavía me ha sobrado más de lo gastado. Aparte de la fruta que no te has comido». ¡Ajá! Me acabo de
acordar. La planta se llama llantén. Se me había olvidado. Desde aquel momento no he vuelto a emplearla. Mi memoria no es tan mala, ¿eh, mon ami? Llantén, sí señor. En mi aldea era difícil de encontrar, pero recuerdo que al subir hacia el norte, la había visto a menudo. «¿Qué tal?», le pregunté, pero me contestó a su aire: «Sabes para qué es el dinero ¿no?». Sí, claro que lo sabía. Ambos lo habíamos aprendido al oír aquella carta todas las noches. Nos serviría para dar el último salto, pero mientras llegaba esa última etapa del viaje, qué mejor empleo que para comer. Esa noche nos dormimos con el susurro del agua en nuestros oídos y después de acabar con la fruta y de que yo preparara malamente un té en la lata que no tiré. Al menos no nos sentó mal, aunque a mí me hizo levantar a media noche. Al quitarme la manta de encima noté un frío distinto que me hizo tiritar hasta resguardarme otra vez bajo la manta. Me arrimé a Hamal que ya se había acostumbrado a compartir cama conmigo y volví a cuajar. Desde luego el trabajo manual no iba con Adama. Y menos el del campo. Pero, ¿qué otra cosa podíamos hacer en aquella privilegiada ciudad? Adrar no dejaba de ser una contradicción: desierto-vergel. Cuando me desperté, mis amigos ya se habían adelantado, y Adama se apañó para tenerme preparado otro té. No quise rechazarlo por el detalle, pero, después de la cagalera nocturna, no me apetecía demasiado. Así que cuando no me miraba vertí el contenido de la lata en el agua del caz. Y la verdad es que estaba mejor que el mío, aunque más dulce para mi gusto. Pero ya tenía conocimiento de que mi amigo era mucho más goloso que yo. Por eso, cada vez que yo tenía ocasión de hacerme con un dulce, intentaba que fueran dos las raciones, una para él y otra para Hamal. He de decir, porque te conozco, que a mí tampoco me amarga un dulce. Aunque si me das a elegir entre dulce y salado, elijo esto último. Otra cosa es, y no te rías, que no te siente bien como te ocurre a ti, que parece que degustaras sal por la sed que te provoca. Pero te insisto, ni a ti te amarga el dulce. Es imposible, de la misma forma que no puedes espolvorear con miel unos pasteles. Dejemos esta discusión que yo solito he comenzado. Parece como si me fuera la marcha, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Como se venía venir, a la mañana siguiente no eligieron a Adama para la peonada. Pero lo raro fue que, presentándome yo, tampoco me seleccionaran. Mi planta, sin presunciones, destacaba de entre todos los candidatos. Aquello me alegró el día, porque, aun sintiéndome en deuda con mi amigo, no me gustaba nada trabajar la huerta ni el huerto. Como tampoco era lo suyo. Y ahí nos tienes, a mí de más y a él de baja laboral no remunerada. Por ello me decidí por enseñarle lo visto el día anterior. Con la idea de llegar al último pozo le propuse comprar provisiones por si nos entraba hambre y hacer una pequeña excursión. Y así lo hicimos. Visto desde la distancia aquel día me parece uno de vacaciones en el que te apuntas a una gira por la ciudad. Bon, que nos pusimos en marcha en dirección al puesto de Brahim, pero en vez de ir por el centro del pueblo, tomamos por el ramal que irrigaba los huertos por el lado este de la ciudad. Vimos trabajar a la gente que ese día había tenido suerte y más de uno saludó a Adama al pasar. Aunque ese canal era el de riego, cada vez que Hamal se acercaba a él, yo le retiraba. Pero si él hubiera querido beber, lo hubiera hecho a pesar de mi oposición. Cuanto más subíamos más estrecho se hacia el caz, pero también más profundo y melodioso. Cuando llegamos a la boca de la fogara, Brahim drenaba cuidadosamente una de las acequias. Trabajaba de espaldas a nosotros con una azada y con un pie en cada orilla. Seguramente no nos oyó llegar por el ruido del agua. Tampoco se sorprendió al oír mi saludo en árabe que él superó como es costumbre entre los musulmanes para ganar méritos ante Alá. Después le presenté a Adama y viceversa. Y le dejé claro que mi amigo no era musulmán ni hablaba el árabe. Brahim cambió el saludo y el idioma y se interesó por su mano herida. Durante la explicación caí en la cuenta de que había que cambiarle el vendaje. Y como Hamal era como nuestro caracol, allí mismo me puse a hervir el agua con la hoja, si bien, antes se lo anuncié a los dos: «Hay que cambiarlo todos los días». Mientras, Brahim explicó a Adama lo mismo que me había explicado a mí más o menos. Pero a él le enumeró los ramales: «Este para Alá, este para los hombres, este grande para las tierras y este pequeño para las bestias». En contra de la lógica islámica la acequia más pequeña era la reservada para la mezquita. Y me alegré porque ya sabía en qué caz podía echar sus babas Hamal. La excursión hasta allí no nos había costado mucho esfuerzo ni nos había llevado mucho tiempo. Se estaba tan fresco y tan a gusto que, entre la cura de Adama y la conversación de Brahim, llegó la hora de comer. Entre medias debimos orar, pero tampoco me costó trabajo. Ni liarla. Ya sabes qué me achaca tu hija, que soy un boca chancla y ningún ejemplo mejor para demostrarlo que la anécdota que te voy a contar, pero no se la cuentes a ella. Verás, saqué los frutos de las alforjas, y entre ellos un melón amarillo pequeño, como los que aquí llamáis marroquíes. Al verlo, Brahim lometió en el canal más ancho, el que daba de beber a Gea. Me pareció una gran idea, así que yo metí el resto de fruta también. Pensé que merecía la pena esperar un poco y comérnoslas fresquitas. Lo primero que abrimos fue el melón. Tuvimos suerte, nos salió jugoso y dulce. Y Brahim quiso guardarse las semillas para secarlas al sol y luego comerlas, así se pasaba el rato más deprisa, como dijo. Después de que dimos cuenta del melón, me levanté y acerqué unos tomates y se me ocurrió gastar una broma a nuestro anfitrión. Y de paso a mi amigo, al que no gustaba robar en las aldeas donde pensaba quedarse un tiempo. «¡Qué bien sabe la fruta robada, ¡eh!». Por supuesto Adama torció el morro pero no dijo nada. Ya se encargó Brahim de meter bulla. ¡Cómo se puso, madre mía! Que si él no comía alimentos robados, que eso el Islam lo castigaba, que qué iban a decir sus vecinos, que si patatín, que si patatán. Se convirtió sin más en un ser atrabiliario y yo en una cócora. Hasta empezó a meterse los dedos en la boca para provocar el vómito. Viendo la importancia que daba al asunto, le grité, para que pudiera oírme por encima de sus protestas, que no se iba a enterar nadie. Y claro, metí más la pata y él se hundió en la garganta los dedos. Al darme cuenta, dije la verdad, que el melón lo había comprado, al igual que el resto de lo frutos. Entonces, dejó de hurgarse la garganta, e interpreté que me había creído. Pero no, no era eso, porque agarró el azadón y se lío a dar golpes con él a las frutas que se refrescaban en el agua. Yo miré a Adama, como pidiéndole ayuda, pero solo leí en su sonrisa bobalicona un “tú eres tonto, Dikembe”. Mi amigo no tenía ninguna intención de bienquistarnos a Brahim y a mí, estaba claro. Cuando Brahim acabó su fiero ataque, la corriente había arrastrado casi toda la pulpa y solo quedaban jirones de piel que no apetecía mucho comer. Pero ahí no quedó la cosa. Luego la tomó con nosotros al grito de que no quería nada con ladrones, que el Profeta no estaría nada contento y menos Alá, el único Dios, a los que debíamos el máximo respeto si no, la ley humana y divina, que para un musulmán es la misma, caería sobre nuestras cabezas. Sobre sus gritos yo no paraba de repetir que era una broma, que todo era comprado. Al final fue Adama quien zanjó el asunto: «Vámonos, Dikembe». Aun así, yo quise despedirme de Brahim, pero él se volvió hacia la boca de la fogara y nos dio la espalda. Estaba claro que no quería nada con nosotros. Mi amigo había empezado a subir y Hamal, libremente, le siguió. Ya solos en lo alto de la meseta, noté cierta tensión y quise rebajarla al sentirme un tanto culpable: «Ya. Vale. He metido la pata, lo siento». «Deberías aprovecharte de su fanatismo, no encenderlo más». «Oye, que yo me convertí al Islam para salvar la vida y casi la pierdo por ello», me defendí. Pero la contestación me dejó por los suelos: «Pues aprendiste poco para tanto riesgo, Dikembe». El que salió mejor parado con la huida fue Hamal porque, por la humedad del subsuelo, los matorrales luchaban y se aprovechaban de ella para crecer por todos lados. Sobre todo los más resistentes, los espinosos, que eran precisamente sus preferidos. Y como andábamos como andábamos, que nos daba igual correr hacia el norte o hacia el sur, o quedarnos quietos, el camello mordisqueaba a su gusto y gana. Estaba como en su casa y ya sabes el refrán: Hasta en casa, el culo descansa. Y por ello, esa tarde se olvidó del juego, lo mismo que yo, pero por otros motivos. «Se me ha pasado hasta el hambre. Vaya bronca». «Pues a este no y a mí tampoco». Estuve por volverme, pero ya estaba a la vista el pequeño brocal del primer pozo y me ape-tecía verlo. Y creo que él también tenía interés en ello. No vimos a nadie por allí y al llegar, nos asomamos los tres al agujero. Sentimos el frescor que salía y escuchamos el sonido de goteo del agua que subía al golpear las paredes de piedra. Y también llegamos a ver el agua cuando nos acostumbramos a la penumbra. «¿Nos volvemos, Adama?», sugerí. «No es tan fácil. No quiero perder otra mano». No le entendí. ¿Cómo iba a quedarse sin mano y qué no iba a ser tan fácil? ¿Quién o qué nos iba a impedir volver a Adrar? Su respuesta, lacónica y breve también fue acertada: «Brahim». Al principio no caí, pero al ver el dedo de Adama dando golpecitos en su sien, me obligó a pensar y no a hablar. Pronto llegué a la misma conclusión que él había descubierto antes. Si aquel era un muchacho tan fanático y estudioso del Corán y quería ganar méritos ante su Dios y sus maestros, ¿quien le impedía irse de la lengua y denunciar mi tonta broma como un robo? Pero no, no. Le comuniqué mi negativa con movimientos de cabeza según andábamos y él levantó sus cejas y mostró sus dudas. Terminó por decir: «Al tiempo». Estaba claro. Nos habíamos puesto de acuerdo al ponernos en lo peor, pero uno en manos del fanatismo y otro de la buena fe de nuestro amigo. Y, a pesar del consejo, que me había dado Adama recientemente sobre no prender el fanatismo de Brahim, volví a hacerlo. Eso sí, apoyado por mi ingenuidad. Hamal seguía a su bola, come que te come, Adama abstraído pero preocupado y yo más feliz que una perdiz porque juzgaba a aquel muchacho como una persona de buena fe. Deshicimos el camino por la suave pendiente. Aunque estábamos acostumbrados a andar castigados por el sol, tampoco era cuestión de cocerse. Lógicamente, tardamos menos en bajar que en subir. Iba todo el rato con el pensamiento de aclarar a Brahim que todo había sido una chiquillada y señalarle a quien había comprado la fruta por si quería preguntar. Así que iba contento y deprisita. Lo que chocaba con el papo de Adama que parecía encontrar motivo en todo para retrasar el encuentro con Brahim. Pero este no se produciría. Llegué a la boca de la fogara. Ya a ras de agua, al no verle, grité su nombre. No obtuve respuesta. Sí me pareció ver que algo o alguien se movía dentro de la oscura cueva. Insistí en el nombre y en los gritos. Nada. Si no era Brahim, ¿por qué se escondían? ¿Le habrían puesto al corriente de que andaban por allí dos ladrones? Y si era él, ¿es que ya no se fiaba de nosotros? Agarré en corto a Hamal y me quedé con la vista clavada en aquella oscuridad que ya se cernía sobre mi ánimo. Adama me miraba desde lo alto de la galería abierta. Parecía decirme: “Lo siento, pero es lo que hay”. «¡A la mierda!», dije yo en árabe. Y después grité: «¡Allons!». Y nos fuimos. Pero antes de salir de Adrar, llenamos las alforjas y los pellejos, no sin mirar más de una vez hacia atrás. A Adama se le ocurrió comprar cuerda para atar las hojas a su mano, y a mí cerillas. Fue el único momento de hilaridad esa tarde porque a mi su compra me pareció más un ronzal que una guita. Ese oasis en medio del desierto tampoco nos servía. Adama no volvió a decir ni mu. Se dedicó a acompañarme y a hacer su parte de trabajo que no era nada porque yo no le dejaba. Tampoco es que yo hiciera mucho. Tan solo seguir con la cura de su única mano que ya mejoraba. Otra nueva etapa a través del Sahel. Y esta vez era yo el causante. Había estado en muchos lugares y en ninguno me había dado tiempo a echar raíces. Me dieron ganas de volverme y no parar hasta llegar a Shasa o Gwane, allí donde me crié. Pero enseguida llegó la realidad al recibir un golpetazo en el hombro. «Si sigues a ese ritmo, nos matas». Era Adama, ¿quién iba a ser si no? Había tenido que tomar medidas ante las prisas que me habían entrado. Hasta Hamal había pasado de mí y se había quedado atrás. Y mentí: «Es por si nos siguen». «Ya, ya. Por si nos siguen, eh». Para no volver a cometer el mismo error, volví a por el camello, agarré su jáquima y me dejé llevar. Volvía a acertar otra vez Adama al no dejarse engañar. No huía de Adrar sino que intentaba encontrar a mi abuela Mayifa allí donde hubiera ido. Si por un error la hubieran enviado a Hades, allí hubiera ido yo de cabeza aunque no tuviera ni una moneda para Caronte. Llegué a sentir sus suaves y extrañadas manos que tiraban suavemente de mí hacia delante: Sigue, mi gran guerrero, sigue. “¿Gran guerrero?, pensé irónicamente. Ella así lo quería, pero me había convertido en un homúnculo destripaterrones. Ni valentía, ni fuerza, ni batallar, ni vencer. Noté que se mojaban mis mejillas. Me limpié las lágrimas y la nariz con el dorso de la mano. No debí hacerlo muy bien, porque al poco hube de rascarme las piernas y Adama me sobrepasó. Se volvió y, al verme, me esperó y al pasar me puso la mano en el hombro. Fue un instante, pero fue el tiempo suficiente para dejar de sentirme solo y vencido como don Quijote al volver de Barcelona y encontrarse con el Caballero de la Blanca Luna.
Esta mención al Caballero de los leones me recuerda que yo hago lo mismo en momentos bajos. Y no creo que seamos solamente Dikembe y yo quienes recurramos a ella. Hay tantas referencias cotidianas a la novela de Cervantes en nuestra vida cotidiana que nos pasan desapercibidas. El Quijote es un compendio de la vida, una novela que, aun sin leerla, nos marca y recordamos. Hay un poema de León Felipe, titulado Vencidos que se hace eco de ese sentimiento de pérdida que atesora el caballero de la triste figura al volver de Barcino y caer derrotado en buena lid y en honor a su Dulcinea. Pero yo recurro a ella porque al final siento que el poema me obliga a seguir, a salir de esa sensación de derrota y de hartazgo de lucha para que, una vez recuperada la cordura, ya lejos de mis sueños, tener que dictar mis últimas voluntades y morir, tal como escribió Cervantes sobre el señor Quijano para cerrar la segunda parte de su novela. Y es así como acaba todo, hagamos o no testamento.
Ya no era mi abuela Mayifa quien tiraba de mí, sino mi amigo. Y cuando me ponía en marcha otra vez, sentí los belfos de Hamal en mi espalda. Él también empujaba. No era uno solo quien me acompañaba, eran dos los amigos. Recuerdo haber sonreído con la cara sucia. Yo, al contrario que don Quijote no había perdido la honra, tan solo una batalla, aunque no me enorgullecí. Era a ellos dos a quienes debía lealtad y ayuda cuando la necesitaran. Era con ellos con quienes tenía que cumplir y no ser una rémora. Acaso había tocado fondo porque las lágrimas tardarían tiempo en acudir de nuevo a mis ojos. Y si no recuerdo mal, lo harían por júbilo. Y aquí te dejo, mon ami. Escarbar en la impotencia no conduce a nada, pero en la alegría, al menos, produce sonrisas. Un saludo,
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