ue llegar el sol a cierta altura en el segundo día de encierro y por fin apareció Adama. Llegó en unas condiciones tales que me alegré de haberme quedado en prenda a pesar de todo. Parecía como si le hubieran colgado un peso superior al que podía soportar su esqueleto. Arrastraba los pies y, a la vez, parecía flotar. Nunca lo supe, pero estoy seguro de que no durmió tanto como yo aquellas dos noches. Es más, se podía deducir que se las había pasado anda que te anda. A esa conclusión llegué cuando al salir de Karrandou me dijo: «Tengo que descansar, Dikembe. No puedo más». Y como a mí tampoco me iba a sentar mal una siesta, buscamos la sombra de un árbol junto al río y allí nos echamos. Ya caída la noche, me despertó el frío. Tapé a Adama con la manta y prendí un fuego. Él se despertó al día siguiente, temprano, cuando yo tiraba piedras al río para matar el tiempo. Como habrás imaginado, Adama había aparecido antes de que madre e hijo se fueran a comer. Me libraron de la cadena y pude salir al aire libre. Tras frotarme el tobillo y revolver el pelo del chico en actitud amigable me quejé a Mahraz del estado de la fruta y la noche que había pasado casi in albis: «Señora, los frutos están verdes». Quedamos entonces en que nosotros correríamos un alto riesgo para eliminar el suyo. Debíamos actuar como dos ladrones después de que madre e hijo se fueran a mediodía. Ninguno, ni Adama ni yo, estábamos en condiciones de discutir acuerdo alguno. Por lo tanto aceptamos su propuesta sin discutirla. Adama pagó a la mujer y se cobijó del sol en mi habitación, mientras yo me senté fuera y me recosté en la pared del chamizo también a la sombra. Una vez se hubieron ido no quise despertar a mi amigo y me puse a recolectar fruta yo solo. Tampoco encontré mucha en sazón, pero sí la suficiente como para casi llenar las alforjas. Y entonces sí le desperté. Nos dimos prisa en salir de Kerrandou. Yo me hice cargo del peso porque Adama andaba como un sonámbulo. El par de horas, a lo sumo, que había dormido no le habían valido para mucho. Y encima tuvimos que agradecer que nadie me viera arramplar con lo que era nuestro. No dejaba de ser una ironía. Daba igual que robáramos o compráramos, siempre teníamos que huir como delincuentes. Pero no tuvimos problemas en dejar atrás el pueblo y en encontrar donde pasar el día restante con su correspondiente noche como te he dicho ya. Nos llevamos en las alforjas más que la fruta. Adama se despertó con mejor cara y al acercarse al río vi que ya no tenía los hombros hundidos ni arrastraba los pies. Volvimos bajo el árbol y Adama devoró literalmente la primera manzana que apañó de las alforjas. No había caído en que durante su solitaria aventura debía de haber comido poco. Aunque al verle desayunar esa mañana se podía deducir que no había ingerido nada. Así había aparecido con esas pintas. Me arrepentí de no haber hecho té para cuando se levantara en vez de jugar con las piedras. Sabía que si se lo sugería diría que no, así que lo asumí y le dejé comer a gusto, tal como lo hice yo. Eché fuera la culpabilidad al pensar qué le hubiera ocurrido de haber comido la fruta que a mí me sentara mal la primera noche de fungir de prenda. Por un momento me sentí paternalista. Por supuesto, no le conté nada de los percances que me habían ocurrido durante su ausencia. Bastante tenía él con lo suyo, de lo cual nada supe a su vez. Un amigo no está para sufrir tus penas, sino para prestarte su apoyo, y nunca para cargar con tus pesadumbres, aunque las adivinará.
No sé de donde viene la frase: No cargues con mi peso, pero ayúdame a llevarlo. Tampoco recuerdo que sea literal pero sí expresa la misma idea. No me gusta por el contrario el final de aquella que, más o menos, reza que “tener un amigo es duplicar las alegrías y dividir las penas”. Un amigo con que esté ya cumple su función. Los detalles quedan para los fisgones y cotillas que nada tienen que ver con apoyarse. Y por supuesto, como el amor, la amistad hay que alimentarla y, evidentemente, no tiene precio, aunque no todas. Y todo lo positivo de estas ideas soy capaz de leerlo entre las líneas de estas cartas. Y me alegra porque entiendo y conozco el sentimiento que unió a estas dos personas e incluso al animal. Proyecto la admiración que me causa este reconocimiento hacía mí mismo y me solazo por ello. Sus vidas no parecen haber sido fáciles, y por contra, hay momentos en que los envidio, aunque no sé si les falto al respeto por ello. Este canto a la amistad es otro de los motivos de no arrepentirme de hacer pública la historia que su propio protagonista cuenta a nuestro común amigo José María. Y ya se sabe: los amigos de mis amigos son mis amigos. Iniciamos camino y cada uno dejó atrás las malas experiencias tenidas en aquellos días. De nuevo fue Adama quien tomó la iniciativa y yo me alegré, y no solo por un motivo. Además me pareció que sabía por donde y hacia donde marchaba. Y como confiaba en él, y me sentía deudor, le dejé hacer. Su bien solo podía ser el mío. Aparte de que quien se había estudiado el mapa había sido él. Le gustaba y siempre me hacía leerle el nombre de los pueblos y las aldeas. En un momento determinado, se volvió y me dijo: «Al final de este valle está Thamidanté». Y eso me confirmó todo lo que te he contado y otra cosa, que aquel camino no era nuevo para él. Hay que ver lo mucho que se puede conocer de alguien sin cruzar apenas dos palabras con él. Adama y yo siempre nos hemos comunicado de una forma animal: sin palabras. Nos hemos basado más en los hechos y en nuestra empatía. No sé si soy justo o injusto con mi amigo al comparar nuestra comunicación con aquella otra compartida con Hamal. Intuyo que a Adama no le disgustaría ese paralelismo sabedor de la unión que experimenté con aquel animal y que también él compartió en parte. Y más si se piensa que es más fácil querer a un animal que a un semejante. El animal es tal como tú quieres imaginarlo, en cambio una persona es como es. Y eso, a veces, no nos gusta. Lo primero que hay que aceptar de los otros, y que tienen que asumir de nosotros, son los defectos. Y, por supuesto, que tú no vas a ser el maestro de nadie ni el perdonavidas de nadie o su salvador, aquel que va a hacerle cambiar para bien. Ni tu madre se va a reencarnar en tu pareja, seas varón o hembra. Ni el príncipe azul o la princesa rosa son reales. Y si lo fueran estarían juntos. Y perdóname la alusión de estos dos tópicos para explicarme. Te insisto en que las penurias propias del viaje habían cambiado para bien nuestro día a día. Por ello íbamos más deprisa, si bien esta ventaja tuvo un hándicap: la ausencia del animal, ya que todas las etapas las hicimos a pie y cargados. Lógicamente, terminábamos el día más cansados físicamente, pero no mentalmente. Como conocía la forma de ser de Adama, no solía preguntarle mucho pero en este caso que te cuento sí lo hice porque el motivo de nuestra última experiencia me tenía muy intrigado. Me contestó con un encogimiento de hombros. Pero insistí y llegué a decirle que se mojara una vez. Fingí enfado y le espeté que no concebía que dos personas que viajasen juntas no conversaran. No sé si fue por esa obcecación o por mi simulado enfado, pero al cabo de un tiempo se volvió, se paró y me dijo: «Creo que es lo mismo que les ocurre a los mineros: mafias». En un principio no le entendí, como casi siempre. No uní las dos ideas, pero a los diez pasos ya había caído en lo que pensaba Adama. Aquella gente trabajaba la tierra para alguien. Y ese alguien controlaba absolutamente todo y quien se salía de sus normas la cagaba. Entonces llegué a imaginar que la viuda lo era porque ese cacique le había dejado sin marido por vender sin su permiso. Así ocupé la mente durante unos kilómetros, tras los cuales fui yo quien se adelantó. Le pedí perdón: «El enfado era fingido, lo siento». Nunca andábamos a la par, siempre uno iba unos pasos por delante. Me contestó que ya lo sabía y que no me faltaba razón. Y, claro, me dejó sin palabras. Y mira que es difícil que yo no tenga una contestación al punto. Sabes que eso me ha ayudado tanto en mi vida como migrante, como en mi vida posterior y profesional. Para dar clases de Filología a tanto joven descarado no solo vale con transmitirles tus conocimientos, es necesario darles argumentos para que sean ellos quienes busquen y encuentren la cantidad de información que a un simple titulado como yo le supera. Es decir, que reducir su información a la mía, por muy preparado que estuviera, es de una cutrez manifiesta. Sí, hay que acostumbrarles a distinguir lo posible de lo incierto, que no se crean lo primero que lean, que lo contrasten, que sean ellos quienes se pregunten y quienes se contesten. Que el idioma es un organismo vivo que solo morirá cuando la última humana muera. Saber hablar es saber pensar también. Y no es que yo haya esperado jamás que todos mis alumnos fueran como Adama, pero sí pretendí que no fueran como aquel Dikembe que él conoció. Y es curioso como algunos de ellos no lo entendieron. Veían que era más cómodo sentarse ante mí a esperar que yo soltase el discurso leído de un libro y luego repartiera fotocopias para aprendérselo como un papagayo: «¿Esto entrará en el examen?». Eso ya no vale. Yo no estaba por encima de ellos en posibilidades de adquirir conocimientos, sino todo lo contrario. Sobre todo cuando Internet estalló. Y, al final, incluso alguno de ellos me recomendaba a mí leer algún libro o ensayo que habían encontrado publicado en la Red. Perdona, hasta ahora había tratado de dejar al margen mi profesión pero, como dices tú, soy un chota, no me puedo callar nada y me meto en todos los charcos, aunque no haya llovido y este sea del tamaño de la educación de toda una generación. Pero mis supuestos tienen origen en mi curiosidad y la humanidad no sería nada sin ella. Por eso hay que alimentar ese fisgoneo en los jóvenes, pero no solo desde el entramado educativo, sino también desde la familia, los amigos, los políticos, etc. Un alto porcentaje de las tonterías que cuento a tus hijos están destinadas a que piensen, a que indaguen. En definitiva a agrandar su curiosidad. Si consiguiéramos que todos mantuviéramos la curiosidad con la que nacemos, otro gallo nos cantaría. Sin ella no hubiéramos aprendido nada. Y sabes muy bien que un bebé aprende el 80% de sus conocimientos durante sus tres primeros años. En este charco es en el que me he metido para deducir todo lo planteado anteriormente, porque es lo más importante que he aprendido durante mi docencia. Por eso he acudido a ello. No porque sea un chota. El caso fue que entramos en Thamidanté o Thamidant cuando anochecía. Habíamos llegado sin tener que pasar hambre. Sed por supuesto que tampoco. Viajar paralelo a un río es una bendición, no del cielo, sino de la tierra. El agua es vida y esta acompaña. ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Anocheció rápido, como siempre así que, en vez de comprar alimentos, ya teníamos dirhams, tuvimos que coger prestado de un huerto algo que llevarnos a la boca. Pasamos la noche al raso, bajo un árbol y juntos debajo de las dos mantas porque hacía un frío del demonio. El calor de otro cuerpo no solo calienta si es humano. Dormir con alguien es uno de los actos más íntimos que dos personas pueden compartir. Y me refiero solo y exclusivamente a dormir, no es un eufemismo. Que tú tienes la mente muy calenturienta. Yo, por ejemplo, no he vuelto a dormir con otra persona. No he tenido ocasión. Hacerlo implica un grado de confianza muy alto. ¿A que a ti no te importa dormir con uno de tus hijos y viceversa? ¿A que no lo harías por el contrario con el panadero de tu calle, con el que nos llevamos tan bien? Eh bien, c'est ça, mon ami. Haz la prueba, ponte en ese caso con quien tengas enfrente y verás. Eso sí, deja el sexo a un lado, si no te vas meter con muchas mujeres en la cama. No, en serio, haz este ejercicio. Y ya que estamos pregúntate si dormirías conmigo. Y no soy pedante si digo que yo no tendría problema en hacerlo junto a ti. Poco te puedo contar de Thamidanté porque, al levantarnos, ya vimos hortelanos en sus huertos y no tuvimos problemas en hacernos con alimentos por la vía legal. Desayunamos y seguimos camino hacia Fez sin más. No hay nada mejor que saber adonde vas. Al tomar rumbo norte, dejamos atrás el río Ziz, al que tanto habíamos acompañado y tanto debíamos. Muchas de las deudas que he acumulado nunca las podré pagar. O sí, ya veremos porque por la cabeza y el corazón me rondan unas mariposas que hoy, todavía, no consigo atrapar. Y tengo claro también que muchos de los favores que yo hice los presté por propio interés. Hablo en general, porque en los pocos casos en que no fue así ya los habrás deducido de mis palabras anteriores. Pregunté al agricultor que nos vendió los alimentos y me contestó que no tendríamos problemas en llegar a Fez, porque todos los alrededores dependían de la gran ciudad. Y, además, como mojones en el camino encontraríamos muchos pueblos cercanos unos a otros. También nos aconsejó abrigarnos. Estamos acostumbrados a pensar en África como un lugar ardiente y seco, pero no todos los lugares son así, en particular en la ruta que seguíamos la nieve no era nada extraña. Ya la habíamos pisado y volveríamos a hacerlo. Pero el hecho de haber tanto pueblo cercano nos relajó y alegró. Adama lo expresó a su modo: «No, si al final vamos a tener suerte». Con las palabradas del hortelano salimos más reconfortados que de costumbre y también mejor informados. El camino más directo pasaba por atravesar las montañas por el paso que nos marcó en el mapa: «Después todo es cuesta abajo y la carretera está asfaltada. Hay tráfico de camiones porque Fez es una ciudad que necesita mucha comida. es muy grande». No es que fuera coser y cantar alcanzar el siguiente pueblo, Tillicht, pero andar nueve Kilómetros no nos costó mucho. Al estar tan cerca unos pueblos de otros, las características socioeconómicas no variaban más que en matices. Por ejemplo, Tillicht estaba más volcada en la ganadería que en la agricultura. Y ello marcaba su día a día, su alimentación y su paisaje. Respecto al entorno recuerdo que vimos una escena que jamás habíamos visto y no volveríamos a ver: unas cabras capaces de trepar a los árboles. Y es que aprendes cualquier cosa antes de morir
de hambre. Y no es que se tratara de una especialización mercantil por la cercanía de Fez, sino del ajuste natural a las condiciones agropecuarias de los lugares. Al alejarte del río, lógicamente había menos agua y la agricultura solo daba para el autoconsumo. Así que la solución era el ganado y, sobre todo, las cabras que se comen hasta las piedras. Amén de que las rocas y los riscos, aunque dispongas de agua suficiente, no puedes sembrarlos, aunque sí puedes aprovechar toda la vegetación que crece entre ellas para criar cabras, ovejas, burros, camellos o vacas. Llegamos a Tillicht sin que el día se hubiera acabado, por ello pudimos ver las diferencias con Thamidanté. Y como prisas no teníamos allí nos quedamos a dormir. Acaso tardaríamos un día más en llegar a Fez, pero no nos importaba porque compramos carne y la asamos al fuego. Ambos teníamos ganas de hincar el diente a una pierna de cordero bien chamuscada. Aquel labriego había calculado que en seis días llegaríamos a la gran ciudad, pero qué más daba un día más, no habíamos quedado con nadie allí. Y si la vida nos trataba tan regaladamente mejor que mejor. Yo creo que veíamos tan cerca el final de nuestro periplo que nos arrugamos un tanto. Supongo que era el miedo al éxito. Te recuerdo que, en el momento que cumples un sueño, la ilusión que le acompaña también desaparece. Y sin sueños no se puede vivir. No sabíamos que en aquel momento iba a comenzar otra guerra. Menos sangrienta pero más sibilina. Aunque si no la ganas acabas peor que muerto, porque volver a la casilla de salida es mental y físicamente imposible. Y eso les pasa ahora a todos los chicos que con quince o dieciséis años son devueltos a sus lugares de origen desde países como España que no los acogen, como si nuestros viajes sean por capricho y no por necesidad. Ante esto me pregunto si está más protegido internacionalmente un refugiado político que un refugiado por hambre. No tiene ningún sentido. Si a mí me hubieran devuelto a Gwane, me hubiera ido en busca de un león y le hubiera insultado para enfadarlo más. Y mira, en cambio, yo gané una vida digna y España un profesor de lengua que ha enseñado treinta años a sus hijos su propia lengua. Y no quiero ponerme de ejemplo de nada, solo hacer notar hasta qué punto puede ser útil una persona nacida en cualquier sitio. Por otro lado, como ahora pasa en España, cualquier joven que se va a trabajar al extranjero es una pérdida incalculable e irremplazable para el propio país. Y no solo, por la inversión que se hace en su formación, sino por el potencial que se va. ¿De quién es el futuro? Pues de quien puede vivirlo, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Allí en Tillicht descansamos, comimos y charla-
mos con un pastor. Es decir, charlé yo con un pastor. Él era del siguiente pueblo siguiendo aquella carretera, Zebzat, pero en su recorrido llegaba hasta los alrededores de aquel otro. Nos animó a seguir camino porque según nos dijo, era cuesta abajo y era un pueblo muy bonito. Compartimos con él algunas frutas y él cortó unos trozos de queso que a Adama le debieron encantar porque dijo que estaba riquísimo y se lo agradeció a Hakim de palabra y todo. Yo, en cambio, comí un trozo por compromiso, porque me pareció mal no aceptarlo. Ya sabes que no me gusta y que me trae a la memoria recuerdos nada agradables de mis tiempos de esclavitud y sabores amargos de culpabilidad. Ido el pastor y como teníamos la tarde por delante decidimos seguir hacia Zebzat porque dedujimos que debía estar cerca. Si el pastor se había llegado hasta allí, no podía estar muy lejos. Pero nos equivocamos. Nadie nos había dicho que el pastor llevaba una semana fuera de casa. Y tampoco es que el camino fuera cómodo. Después de varios resbalones por el suelo pedregoso tuvimos que pisar el asfalto que tan poco nos gustaba y soportar el paso de los camiones con sus correspondientes humos malolientes. Adama no tenía la misma actitud ante la risa que ante la charla. La predisposición ante ellas era contraria. Siempre estaba dispuesto a reír. Y esto chocaba con la posible adustez que su silencio le proporcionaba. No obstante, a mi amigo hay que conocerle. Para con él no vale la primera impresión. Es una personalidad que, como la cebolla, tiene muchos cascos y algara, que es lo primero que ves. Yo, a pesar del tiempo que le conozco, todavía no he llegado a la última capa. Hace poco me enteré por él de que uno de sus sueños incumplidos es no ser padre. Jamás me lo hubiera imaginado, te lo aseguro. El caso fue que o bien el pastor había calculado mal, que lo dudo, o bien nosotros nos dormimos en los laureles o perdimos demasiado tiempo, pero cuando el sol se ocultaba ni siquiera vislumbrábamos Zebzat. Aunque tampoco nos importó hacer noche junto a una charca que solo usamos para lavarnos la cara al despertar, tal como mi abuela Mayifa me había enseñado y que en tan pocas ocasiones había hecho durante el viaje. La gran lata que me acercaba para ello fue lo más cerca que estuve del agua corriente en casa. Y como dicen los políticos, esto, el agua corriente dentro de casa, deberíamos ponerlo en valor. La rutina tiene la capacidad de normalizar lo extraordinario, igual que hace con el amor, por desgracia. Y hay quien dirá, asistiéndole el derecho y la razón, que contra la costumbre la voluntad y la imaginación se imponen. Pero yo solo puedo hablar por mí. Ganar la partida al día a día es tan difícil como vencer al sistema, te posiciones fuera o dentro de él. Y quien conozca a alguien que lo haya conseguido que lo diga. Es más, si existe una persona mayor de cincuenta años que no piense como yo me extrañaría mucho.
Y llegamos a Zebzat que se encontraba en las últimas estribaciones del Atlas Medio y ello significaba que estábamos más cerca de Fez. Nos quedamos allí porque encontramos una casa medio en ruinas, con algunas paredes en pie, en la que nos sentimos a gusto. Aunque si hubiéramos echado la vista atrás, hubiéramos salido zumbando porque era muy parecida a aquella otra en Tamanrasset, donde encontramos al pobre Emmanuely tras la que murió el mafioso Abdelkader. Pero en aquel momento no nos acordamos de todo aquello. Insisto en el abismo al que te asomas cuando acaricias casi con la yema de los dedos el triunfo. Ese miedo nos frenaba. Yo me di cuenta de ello mucho después y lo tengo hablado con Adama que, cuando se lo comenté, asintió. También había llegado a esa conclusión después de pensar sobre el tiempo que desperdiciamos o recuperamos en Marruecos. Y ese día también hablamos sobre la ignorancia del peligro que pasamos en aquel nuestro viaje. No es lo más grande que he hecho en mi vida, pero sí lo más peligroso. En cambio, salvo momentos puntuales que habrás adivinado, nosotros no percibíamos esa amenaza, si bien siempre íbamos cargados de miedos. Hasta ese momento, habíamos cumplido todos los objetivos que nos habíamos propuesto. Generalmente era Adama quien proponía el final de la etapa a cubrir y, como te digo, casi siempre cumplíamos. Hacerlo nos satisfacía, nos animaba a seguir. Al cumplir el reto diario nos crecíamos, nos hacía ver la realidad de otra manera. Y esto no se ve peligroso si vas a pie o en camello por el desierto. Habías sido otro acierto de Adama: plantearse desafíos que podíamos cumplir. Si después de quedarme solo, cuando murió mi última tía, alguien me hubiera dicho que vagaría por África durante casi cinco años, con lo que implicó, no me hubiera movido de Chad. Al principio, sin Adama y sin Hamal ni siquiera sabía adonde iba. Por eso te hablo de nuestra relajación al pisar tierra marroquí y al echar la culpa de nuestra galbana al notar el final cerca. Como sabes no sé la fecha en que vine al mundo, por lo tanto no sé la edad exacta que tengo. Cuando rellené los papeles para hacerme español la casilla correspondiente la rellené con aquella en que se firmó el armisticio de la II Guerra Mundial porque en ese momento leía un libro al respecto y me pareció una fecha esperanzadora y que no se me iba a olvidar. No mentí en la casilla “Hijo de:”, pues escribí: “Desconocido”. En la siguiente casilla sí mentí: “Y de:”, pues, sin cortarme un pelo la rellené así: “Abuela Mayifa”. Y al darme cuenta, hube de tachar bien tachada la primera palabra. ¿Te imaginas la cara del funcionario al leer: Hijo de: Desconocido y de: Abuela Mayifa? Yo creo que hubieran rechazado mi solicitud por mentiroso. Y no les hubiera faltado razón. La única defensa que hubiera tenido es que solo les había engañado en un 50%. Para mí en aquella época era un porcentaje muy bajo. Menos mal que a lo largo de estos años españoles, he compensado tanto embuste. Hoy ya no tengo necesidad de mentir a nadie, ni siquiera a mí mismo. No podría cualificar ni cuantificar la cantidad de veces que he faltado a la mitad final del octavo mandamiento, porque jamás he levantado un falso testimonio a nadie. Si bien, todavía no tengo claro que podamos vivir sin la mentira. Quizás por ello, estemos inmersos en la época de la “posverdad” que no es ni más ni menos que un neologismo acuñado por los políticos para poder decir todas las mentiras que se les ocurren. Si es verdad que la humanidad no puede desarrollarse sin verdades individuales o colectivas, también es cierto que sin la mentira los individuos no llegamos muy lejos. Y no hace falta ponerse moralmente dramático para defender esta idea. Muchas veces, el sí o el no, apenas cambia nada. Y otras no es la contestación a una pregunta, sino a la idea que oculta esa pregunta. No obstante, y por si no te queda claro, te diré que para que una relación satisfaga a las partes debe basarse en la sinceridad. Y me refiero a todas las relaciones humanas que se pueden dar. Cada vez hablo más de mí y menos del viaje. Es como si me estuviera ocurriendo lo mismo que entonces, que como veo relativamente cerca el final, me abandono. Bon, mon ami, seguiremos en la próxima e intentaré no aludir a otras cosas que no sean mis andanzas y tropezones. Un saludo,
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