De cómo
afir. Sí, Maison Zafir se llamaba el comercio donde entramos en aquel zoco marroquí. Con su olor característico producido por las emanaciones de los tintes y los productos usados para curtir el cuero. ¿Quién, que no ha estado en un bazar marroquí, no recuerda ese aroma que a unos gusta y a otros disgusta? A mí, la verdad, ni lo uno ni lo otro, pero me quedé prendado de unas alforjas de cuero repujado. No hacía más que acariciarlas embobado hasta que la voz de mi Pepito Grillo particular habló:«Pesan mucho, Dikembe». Y, como siempre, aquella conciencia ajena tenía razón. Para un animal no era peso, para un hombre sí. Aun así, la sopesé sin dudar del resultado. Sería un estorbo, pero los caprichos no atienden a razones. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Abandoné el primer antojo y me fijé en el segundo: el gorro de Fez. Me probé varios hasta que encontré uno de mi talla, pero messieur Zafir me corrigió la inclinación del gorro y confirmó su conformidad con la cabeza. Entonces, me acerqué a mi amigo y le sonreí de oreja a oreja. Abrí los brazos con las manos extendidas en busca de su opinión. Práctico y parco exclamó muy serio: «Llamativo». Y se me pasaron las ganas de gorro. Debíamos pasar desapercibidos como los desheredados, no llamar la atención como la nobleza. Y no solo en Fez, en cualquier lugar que pisáramos. Inclusive en medio del mar. Y allí un gorro rojo no ayudaría más que a resguardarme del sol y para eso ya era suficiente con la capucha de la chilaba porque ese punto de color se vería desde la costa. Y más pragmático me puse a buscar, junto a Adama, una chilaba vulgar que no destacara. Mientras estábamos en ello, salió de la trastienda un personaje cuyo semblante se hubiera hecho famoso en cualquier cárcel. Una profunda cicatriz le cruzaba la cara. Y podía estar contento porque, si bien le faltaba parte de la nariz el tajo no había afectado a ninguno de sus ojos. Después del pequeño susto me acordé del viejo-tuerto-mudo que me posibilitó alejarme de Abu Dahrr. Pero el grato recuerdo se amargó. Nos habían calado, pensé. Otra vez las mafias. El extraño se sentó detrás de una mesita en un rincón de la tienda, en tanto el muchacho se ubicó en la entrada y nos dio la espalda. Cuando hubimos elegido, no me quedó otra que encararme con el malcarado y preguntarle el precio. La pregunta tenía más interés que la respuesta porque pretendía aclarar la duda y ubicarnos, y no en la tienda: «¿En qué moneda queréis pagar?». Esta vez mi amigo no leyó entre líneas y, por una vez, contestó él a la pregunta: «En dólares». Y entonces vino la declaración de intenciones: «Pues si es así, no solo buscáis atuendo, sino también donde lucirlo. Os saldrían gratis las dos chilabas». Al oírla, Adama dio un respingo porque cayó en la cuenta de que el cebo que nos habían puesto le habíamos mordido a pesar de ser de papel. Y debió pensar que era mejor no darse por enterado y hacerse el tonto porque contestó que era nuestra última compra antes de volver a casa, a Thamidanté. El cariacuchillado no se lo tragó. Era evidente que no habíamos comprado nada y que nuestro acento no era de los alrededores. E insistió en la propuesta: «No encontraréis a nadie que os lleve mejor a puerto y en las mejores condiciones». Entonces la contestación de Adama fue irónica y rotunda pero educada: «Pero es que, monsieur, nosotros no somos gente de mar, solo queremos volver a nuestro pueblo que, como sabe usted, no está muy lejos». El mafioso, que no cejaba en su empeño, también usó la ironía en su respuesta, aunque incluyó una amenaza soterrada: «Y que no me entere yo de que compráis otras chilabas más baratas». Después de lo cual se levantó y gritó al muchacho que nos cobrara y desapareció detrás de la cortina. Pagamos y nos pusimos las prendas allí mismo. Al salir comenté a mi compañero que nos habían echado el ojo. «No se les escapa nadie, eh. ¿Qué vamos a hacer?». Me contestó que nada. Preocupado le advertí que debíamos tener bien abiertos los ojos. «¿Y cuándo los hemos cerrado, Dikembe?». Y, la verdad, en aquella ocasión Adama se equivocaba, aunque solo fuera en parte, porque yo siempre estaba al loro, como él. Y, aun así, tampoco las cogía todas al vuelo, porque hasta bien entrada la mañana no nos dimos cuenta de que nos seguía un crío. Estaba claro que aquel tipejo, feo y malencarado, velaba por sus potenciales clientes. Y, como quiera que había más de una “agencia de viajes”, no quería que se le escapase ninguna venta. Cuando Adama me hizo notar la presencia del mozalbete, no le di la menor importancia, aunque a poco estuve de encararme con el pequeño vigilante, no recuerdo el motivo pero sí el sermón que me dedicó Adama en cuatro palabras: «No es culpa suya». Era verdad. En múltiples lugares y en múltiples circunstancias los niños son convertidos en herramientas y, aunque yo no lo supiera por aquel entonces, también en víctimas, aunque se salvaran del trabajo. Allí ya sabes cómo, y aquí, por ejemplo, para que el mensaje comercial cale más profundamente en vuestras mentes porque, me dirás qué tiene que ver un teléfono móvil con un bebé, por ejemplo. Ya le podían echar más imaginación para transmitir la idea de la facilidad de uso o la inocuidad de un producto. En fin, dejemos ese mundo virtual y volvamos a una realidad pasada. No me sentía cómodo en aquella situación, con alguien pegado al culo todo el tiempo poraquellas calles estrechas y atiborradas de personas y burros. No sabía comportarme. Tropezaba con todo y con todos. Andaba hasta con un ojo puesto en nuestro vigilante. Como si tuviera que demostrar algo. Como si tuviera que responder de mis actos ante el mafioso. Es lo más cerca que he estado de sentir la presencia de un dios justiciero. Pero de esto me doy cuenta ahora. En aquel momento me azaraba, me ponía nervioso. No le veía, pero sabía que el carichato aquel rondaba por donde estuviéramos. Tanto me pesaba que, aunque la ciudad me fascinaba le insistía a Adama en que nos fuéramos de allí cuanto antes, pese a que la ciudad me tenía fascinado. Él, con paciencia, gestos y breves comentarios me daba largas. Y así, después de la compra de alimentos y de mucho ver y andar, llegó la noche, el espía desapareció, Adama encontró un lugar donde planchar la oreja y yo me relajé un tanto. Bon, mucho, porque no tardé en dormirme. Me despertó el ruido de un motor y las voces que daban unos hombres que descargaban unos sacos junto a nuestro dormitorio. Adama no estaba, pero su manta, ya recogida junto a mí, sí. Había ido a mear y como el cuarto de baño estaba un poco retirado tardó unos minutos en volver. Al asomar la gaita por la esquina para saber a qué se debían tantas voces, descubrí al sustituto del crío celador del día anterior. Eso creí y acerté porque al dejar la habitación tomó nuestro camino. Y no es que yo fuera un gran observador, es que este otro vigilante ejercía su trabajo con el mayor descaro. Por ello llegué a la conclusión de que tan importante era nuestro control como que sintiéramos la presión para no contactar con otros agentes de viajes. Desde luego conseguían ambos fines: controlar y presionar. A ello también ayudaban las calles de Fez, estrechas, largas y retorcidas de lasque disfruté mucho después porque volví durante unas vacaciones, como sabes por los gorros que traje para todos. El de Adama le guardo junto al mío porque me lo tiró a la cabeza. Aunque no me extrañó por los antecedentes que te he contado. Verle con él me hubiera sorprendido más que verle en una piscina. Y he de confesarte que no encontré el “hotel” en el que pasamos la noche aquella. Y eso que la ciudad no había cambiado mucho en 25 años. Más había cambiado yo, desde luego. Sí reconocí el bazar donde acaricié las alforjas, pero ya no se llamaba Maison Zafir, aunque se dedicara a vender los mismos productos. Observé un buen rato su puerta mientras tomaba un café sentado en una terraza de un bar y tuve la impresión de que la agencia de viajes seguía abierta, aunque el hombre que atendía el negocio oficial nada tenía que ver ni con el muchacho, ni con aquel truhán de cara cortada. Debían seguir con la venta de pasajes de patera a juzgar por la cantidad de personas que, sin nada en las manos, entraron y salieron durante aquel rato en el que también recordé a los dos críos que nos espiaron como yo hacía. Por supuesto, muchos llevaban prisa y todos eran de mi color de piel. Vamos que, como decís vosotros, todos eran negros. Quedé convencido de que aquel local se mantenía como un centro de operaciones clandestinas de explotación de viajeros y vaya usted a saber de qué más. Y también de que no era yo el único que lo sabía. Pero, no te voy a dar la charla sobre quien tiene o no la culpa de la existencia de estas mafias. Sería pura elucubración y pura demagogia, aunque, por otro lado, creo que ya lo he hecho. En definitiva, aunque no lo parezca, las migraciones son asunto de todos. Tanto de los que vienen como de los que van. No se salva ni el Tato, como decían mis primeros alumnos. Bon, al final logré convencer a Adama de que siguiéramos viaje. Me costó un par de: «Pesado», pero lo conseguí. Y atrás dejamos aquello que luego buscaría en aquellas vacaciones. No tenía nada que ver el trasiego de personas y vehículos que encontramos a la salida de Fez con el que habíamos visto durante el camino. Pensé que quizás se debía a que la pista de arena se había convertido en una señora carretera asfaltada. Pensamiento que se debía a mi simple forma de entender mi entorno. Hoy he complicado mi existencia, he perdido la simpleza y, a la vez, el enfoque optimista que de joven tuve. No obstante, no es culpa mía, sino del entorno tan complejo en el que os movéis y que yo me encontré. Mientras pisé África solo se trataba de vivir o morir. Pero al asentarme en España el asunto no resultó tan sencillo. Cuando en parte eres responsable de la formación de unos semejantes, el conocimiento que has de transmitir, la curiosidad que debes inculcar y las herramientas para saciarla deben referirse al terreno que pisan aquellos que te escuchan. Si no, nada de lo que digas servirá para nada. Transmitir a aquellos alumnos mis conocimientos sobre raíces comestibles del desierto, hubiera sido una jilipollez. La misma que se pretende cuando las humanidades no acompañan a las ciencias, o viceversa, en la formación de las personas. Pero ahora, claro, el mercado de trabajo demanda especialistas en acelgas, y si has dedicado tu tiempo al conocimiento de todas las plantas hortenses sabrás menos de ellas que quien se ha dedicado a estudiarlas siempre. Pero lo malo es que con este último, solo puedes hablar de acelgas porque desconoce que la gente también come zanahorias o que una coma cambia el sentido de una frase, o un simple acento. Pero mal vamos por este camino. Me está saliendo el profesor Dikembe y la vamos a jorobar. Así que es mejor que me centre en la salida de Fez, ciudad tan monumental como suspendida en el tiempo desde que se fundara, allá a finales del siglo VIII, si es que no recuerdo mal.
Dikembe, impresionado por la monumentalidad de Fez, en tan solo dos días conecta con ella, y es capaz de ver algo más que una cultura ajena. Y eso que tiene el miedo metido en el cuerpo. Las ciudades que se han mantenido vírgenes al paso de los siglos, pertenecen a aquellos que las fundaron. Y, curiosamente, esto se cumple porque aquellos que vivieron después respetaron sus orígenes. Ello no quiere decir que todos sus edificios, calles, plazas y esquinas han disfrutado del lado luminoso de la humanidad. Los poderosos, por capricho o presunción, dotaron a sus feudos de elementos que aún los distinguen y embellecen. Con ello demostraron su poder. Antes las ciudades tenían olores propios. Estas de las que hablo aún los mantienen. Y con ello no quiero decir que todos los aromas fueran agradables. La artesanía y los animales no conseguían solamente que los vecinos les compraran alimentos y utensilios, también que se alegraran de que llegara el buhonero o las caravanas de comerciantes con sus novedades. El alma de estas ciudades está acuñada por su historia, por los bárbaros que las arrasaron y por los oriundos que las reconstruyeron. Y por aquellos otros que se refugiaron en ellas y echaron raíces. No niego la personalidad y el carácter de las modernas, pero nadie les ha insuflado aún ese soplo de eterna remembranza. Y si no me equivoco, la memoria colectiva no es otra cosa que nuestra historia. Aquel joven Dikembe del que habla en sus cartas el propio Dikembe anciano no es culto, pero no hace falta cultura para ser sensible a ella. La sensibilidad forma parte de nuestro equipamiento al nacer. Luego, la vida nos modela, pero no nos dota de esa facilidad para sentir, salvo que la cultivemos a destajo. Y esta cualidad, por otro lado, es imprescindible para llegar a empatizar e instalarse dentro de cualquier sociedad en movimiento continuo. Porque las sociedad cambian según evolucionan sus individuos. Algunos quisieran detener ese cambio y mantener las ciudades fortaleza como tales, pero las que han sobrevivido ya no pertenecen a un poderoso, no son baluartes de nadie, en todo caso bastiones de la cultura. Esta sí que debería ser global y no los mercados financieros. Y aunque la sensibilidad y la empatía no hacen que otras culturas, que no son la tuya, te gusten, sí te ayudan a respetarlas. Y esa sí es una tarea universal. Y tan obligado está quien trae una cultura como quien se encuentra otra. Sin esto, la famosa “aldea global” nunca podrá existir. De la misma manera que en el camino hasta Fez se jalonaban pueblos cada poco, ocurrió lo contrario al dejarla atrás, hacia el norte. Y menos mal que no bajamos la guardia a la hora de aprovisionarnos. Si no, otra vez que nos hubiera tocado pasar hambre. Dejamos la carretera porque después de dar un giro inesperado hacia el oeste, distinguimos que más adelante giraba hacia el sur. Si bien hicimos el primer giro, a pesar de la oposición de Adama, en el segundo me quedé sin argumentos. Y no es que se anduviera mal a campo través, no era como hundirte en la arena, pero por el asfalto te clavabas menos piedras en la planta del pie. No dejé de mirar hacia atrás hasta convencerme de que los secuaces del cariacuchillado no nos seguían. Aunque Adama no lo expresara claramente, lo cierto es que Fez también le había impresionado. Nadie que visite esa ciudad puede quedar indiferente. Pasamos varias jornadas sin ver a nadie. Desde que habíamos abandonado la carretera parecíamos los únicos habitantes de la Tierra. Por eso, al ver un rebaño de cabras que pastaba en una ladera, nos alegramos. Y cambiamos el rumbo para encontrarnos con los dos pastores que las cuidaban. Sus dos perros salieron a saludarnos con ladridos de bienvenida. Eran, serían, digo yo ahora, abuelo y nieto, por la edad que les separaba y porque el crío no hacía más que jugar con los perros. Le expresé al viejo mi inquietud por no encontrar pueblos en el camino y Hafiz me contestó que Marruecos era así, que solo había aldeas y pueblos donde manaba el agua. Y que si en vez de seguir en línea recta, hubiéramos serpenteado por las orillas del río, hubiéramos encontrado más de uno. Fue la primera vez en la que acerté de pleno, porque la idea de coger el mayor atajo había sido de Adama. Pero la verdad que no tuvo la menor importancia Los ríos en esa parte de Marruecos no corrían de norte a sur, sino de oeste a este. O sea, que volvíamos a equivocarnos porque lo práctico y oportuno hubiera sido seguir la senda del asfalto para encontrarnos con núcleos de población. Terminamos por pasar la noche con aquella pareja tan desigual. Aquellas gentes fueron muy hospitalarias y tuve que reconocer a Hafiz que odiaba el queso para que me dejara tirar de nuestras reservas. Alimentos que el supuesto nieto no tuvo reparo en aceptar, a pesar de la mala cara que le puso su mayor. El lugar que eligió el pastor para meter a sus cabras y pasar nosotros la noche hubiera pasado inadvertido a nuestros ojos. Después de que perros y niño se alejaran y este trajera ramas y hojarasca, Hafiz prendió una hoguera que alimentó con leña seca que apañó Adama. La oquedad en la roca tenía hasta tejadillo. Y fue lo más parecido a un hogar en el que habíamos estado tras abandonar la casa de Kassem. Incluso calentamos el estómago con un té dulce como la miel que no dudamos ni tardamos en aceptar. Pasamos una noche estupenda. El chaval, tras cenar por dos, cayó dormido al calor del fuego y arropado junto a su supuesto abuelo. Yo creo que este se alegraba de tenernos allí. Después de una charla en la que Adama no metió baza y en la que Hafiz solo preguntó, nos dispusimos a dormir todos. Despertamos con el sol. Y sin comer nada nos despedimos y seguimos nuestro camino. Y tal como nos dijo Hafiz, no encontramos un pueblo hasta no haber andado varias jornadas. Adama había aprovechado la cena del día anterior para cambiar fruta por queso, cosa que a mí no me hizo mucha gracia, aunque comprendía el motivo del trueque: el crío se había puesto ciego a higos, a dátiles y a uvas. El pastor también lo tuvo en cuenta y el intercambio de alimentos le perjudicó, porque un queso no se paga con una docena de dátiles y otra de higos, aunque les sumes un racimo de uvas espachurradas. Ni allí, ni en ningún sitio. A mi amigo le costo aceptar aquella pastilla grande y redonda que olía igual que todo el rebaño de cabras. Y, claro, tuve que comer queso. Si no quieres una taza, toma dos, porque cada día que pasaba su sabor se hacía más fuerte y más picante. En cada comida me apetecía menos, pero pensaba en como había disfrutado aquel chaval con nuestra fruta y, sin masticar mucho, me lo tragaba sin ponerle un pero a mi amigo que sonreía al verme sufrir. Cruzamos el río y repusimos los odres de agua. Y como este fluía hacia el este, le dejamos atrás después de darnos un chapuzón que no fue largo porque el día no acompañaba, aunque hacía sol. Y con su calor secamos cuerpos y ropas. Aunque las chilabas no vieron el agua, todavía eran nuevas para nosotros. Adama no hacía más que consultar el ya sobado mapa. Intuía algo, pero no lo compartía conmigo. Lo cierto es que yo también notaba algo diferente en el ambiente, una densidad distinta y un aroma que no era capaz de reconocer. Si hubiéramos tenido más experiencia, hubiéramos sabido que la brisa del mar, en lucha con las montañas, nos creaba esa sensación desconocida. Pero ni él ni yo habíamos olido en nuestras andanzas el mar. Sí sabíamos de los cambios de fauna y flora, incluso orográficos y climatológicos, pero no conocíamos la influencia tan brutal del Mediterráneo. Y, llegado el momento, volvimos a encontrarnos con los montes, mejor dicho: volvíamos a acercarnos a ellos, porque nuestro camino iba derechito a ellos. Por más que Adama mirara el mapa y los señalara, los montes no se movían del sitio. Eso de que la fe mueve montañas no se cumplió en su caso. Claro que en la frase proverbial no se define el tipo de fe, ni yo sabía por aquellas fechas que el origen de la frase está en la Biblia(1JC). El primer pueblo que encontramos fue Uezán. Toda aquella región, alrededor del río Sebú era verde y como una alfombra. Tiempo después sabría que habíamos caminado por la región de Gharb, la zona más fértil de Marruecos. Allí crecía de todo y todo lo que se sembrara, brotaba. Aún sigue siendo una comarca ubérrima. Y yo me alegro, por ello. Uezán nos sorprendió porque pudimos ver al cruzarla que tenía dos partes muy diferenciadas. Una de ellas la veríamos justo al pisar España. Sí, aunque no te lo creas, la zona sur de Uezán coincide en arquitectura con Andalucía.Hoy sé a qué se debe. Ni más ni menos que a los judíos que fueron expulsados del sur de España y que mantuvieron su cultura y su religión. En esa ciudad se aposentaron, junto a los oriundos musulmanes con los que convivieron varios siglos en paz y armonía. De hecho Uezán, que recibe otros nombres, es una ciudad santa para ambas religiones, a la que peregrinan tanto sufistas como judíos. Aunque lo cierto es que nosotros ya no vimos judío alguno. Allí intenté trabar amistad con un perro sin rabo. Y me puse a jugar con él. A mí ya se me había olvidado la mala experiencia con nuestro pequeño amigo Monamí en Gao. Pero a Adama no. Y el palo que yo tiré al animal para que lo trajera, fue seguido de una piedra que tiró a Adama y que, con gran acierto, golpeó en la cabeza del chucho que, después de quejarse, no volvimos a ver n i a oír. Mi desplante fue contestado con una frase pragmática que escondía los sentimientos de mi amigo: «Los perros comen, Dikembe. ¿O ya lo has olvidado?». Quien no había olvidado era él. Pero como tenía razón en ambos sentidos, no le contesté. En Uezán no vimos nada ni a nadie que nos recordara a los mafiosos. Acaso porque era un gran pueblo agrícola donde conocimos la miel que se vendía en casi todos los puestos del zoco. Y porque sus habitantes parecían dedicarse en su totalidad a cultivar la tierra y a vender sus productos, en vez de hacer negocio con las necesidades y sueños de los demás. La libertad, al igual que la educación y la salud, no deberían ser objeto de lucro. Y no es que los maestros y los médicos no deban ganar dinero, al contrario, deberían ser de los profesionales mejor pagados dentro de una sociedad “avanzada”. Y matizo lo de “avanzada” porque en las otras no se ven ni unos ni otros, salvo los que van por voluntad propia, sin cobrar y con cargo a sus propios peculios o a las arcas de una ONG. Y ya es lo último tener que jugarse la vida para salvar o formar vidas. Pero, dejemos la demagogia que nunca soluciona nada. Desde que entráramos en Marruecos sin saberlo, habíamos cogido carnes progresivamente y también, por disponer de ríos, andábamos más limpios que nunca. Se conoce que, también sin saberlo, nos preparábamos para entrar en el primer mundo como es debido. Informados de los montes que veíamos en el horizonte. Eran las montañas del Rif, de tan triste recuerdo para los españoles pobres, porque allí murió mucha gente que no pudo pagar para quedarse en su casa. Si no pagabas un sustituto con dinero, pagabas con la vida en el frente el patrioterismo de otros. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. La historia se escribe con la sangre del perdedor. Pero la dictan los ganadores. Porque en el desastre de Annual finaron cerca de 10.000 españolitos sin que ningún soldado fuera señorito. El pueblo paga la deuda de sus dirigentes y el empingorotado hace negocio. Y eso ha pasado siempre. Las guerras las promueven quienes tienen intereses en apropiarse de algo, quienes quieren disimular una situación nacional, quienes quieren ser Alejandro Magno o quienes fabrican muerte en forma de armas. Y las llevan a cabo actualmente los patriotas convencidos de que solo hay una patria o quienes no han encontrado otra salida laboral que la milicia, sean patriotas o inmigrantes. Las fuerzas armadas, como son demócratas no tienen en cuenta la nacionalidad del que quiere ser soldado. Sé que es una opinión muy parcial y subjetiva e incluso infundada, porque mi experiencia militar es tan escasa como todo aquel que ha hecho la mili. Mi mayor experiencia es aquella que da el vivir y que comparto con todo aquel que tiene más espolones que un gallo. Y no deja de ser curioso que cuando estás mejor preparado para disfrutar de todo, peor estás físicamente. Creo que en este asunto, la naturaleza se ha hecho un lío y se ha equivocado. Seguro que este pensamiento lo comparto con todos los viejos del mundo. Quizá porque nos neguemos a que suene nuestra hora y punto. Pero aquellos días de los que tanto te escribo quedan muy lejos, aunque sean tan cercanos como añorados. Nuestro tiempo no es que haya pasado, es que ha envejecido con nosotros. Como una pareja que siempre ha sido y será fiel: Tú y tu tiempo. Pero por mucho que te insista en la vejez solo la entenderás cuando tu tiempo llega a ella. Por eso hay viejos de todas las edades. No tiene nada que ver con esto, pero, ¿sabes cuándo me di cuenta de que estaba totalmente inmerso en vuestro mundo? Cuando compartí vuestros miedos. Esos miedos, precisamente, son la causa de la gran diferencia entre aquel mundo y este. ¿O piensas que aquel Dikembe temía no llegar a fin de mes? Eh bien, c'est ça, mon ami. Aquí he sentido más temores de los que allí imaginaba que podían existir. Y no olvides que las sociedades tienen sus propios recelos, que no tienen porqué coincidir con los individuales. Y ahora dejo el coro y me voy al caño. Como era nuestra costumbre impremeditada, al llegar a cualquier pueblo grande, hicimos noche en hicimos noche en Uezán, aunque lo mismo nos hubiera dado acampar en cualquier punto del camino, porque árboles y agua no faltaban. Y eso que el sol no molestaba mientras hacia madurar los frutos. Se le echaba de menos por las noches, eso sí. No como por el desierto, aunque allí las noches eran más frías. A mí me llamó fuertemente la atención las parras adornadas con prietos racimos de uvas. Allí, en Gharb, toda la uva que se vendimiaba se comía o se exportaba. Como entenderás no hay cultura enológica. No deja de ser curioso el efecto que la religión tiene sobre el tejido económico de un país, tanto o más que este sobre el clima. Supimos que estábamos cerca de Chefchauen por un cartel de la carretera. También figuraban los kilómetros que faltaban pero no supimos leerlos. Y si avisaban de ese pueblo no podían estar muy lejos. Echamos un vistazo a las provisiones y decidimos racionarlas. Pero ni Adama ni yo estábamos formados en logística. Así pues la única salida era prevenir. En eso ya nos habíamos doctorado. No sabíamos cuanto avanzábamos al día. Dividir no sabíamos ni lo que era, salvo que fuera entre dos y antes entre tres. Aunque lo cierto es que esa división se acercaba más a compartir porque dividir, dividir… No tuvimos en cuenta que entre aquella señal y aquel pueblo podría haber otras aldeas. Lo supimos cuando nos dimos de cara con el primero. Zoumi era más recogido que los anteriores y más humilde. Eso sí, vimos más cabras y por tanto más pastores. Las tierras que rodeaban el pueblo, salteadas de matas, permitían el pastoreo sin tener que trabajarlas. La hierba tampoco faltaba y era un gusto caminar descalzo sobre ella. Sobre todo a primera hora, cuando el rocío la perlaba. Ese matrimonio hacía que nuestros pies se tiñeran de verde. Y a mí, aquello me hacía gracia y así se lo decía a mi amigo: «Nunca hubiera pensado que un negro como tú llegara a tener los pies verdes», y me echaba a reír sin importarme si Adama me contestaba o no. Y ahora sigo con la sonrisa y con la suerte de ser uno de los pocos mortales que han visto a un hombre con los pies verdes, que yo sepa. Como ves, también hay recuerdos muy gratos. ¿Quién me iba a decir a mí que aquellas momentos tan triviales iban a ser recuerdos tan importantes? Y con ellos me quedo aunque también espero que te lleguen. Un saludo,
Imagen 1. Foto bajada de www.destinationequateur.info (original en color).Imagen 2. Foto bajada de www.lejournalinternational.fr (original en color).Imagen 3. Foto bajada de www.yaqada.com (original en color).Imagen 4. Foto bajada de sobremarruecos.com (original en color).