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De cómo llegamos a Ceuta
o nos impacientamos. Sabíamos que llegaría el día en que Fadoul nos liberaría de la deuda. Y no fue antes, estoy casi seguro, por el bien que Adama hacía a su esposa, cuando, en realidad, era ella quien cuidaba a mi amigo. No le importaban lo más mínimo mis miradas y palabras de sorna, Adama, simplemente, se dejaba querer. Y un día que Mobarak y yo volvimos de vacío supimos que habíamos cumplido con el viejo. Ese día no había salido Adama porque sus manos estaban en carne viva y la mujer, a través del marido: «Será mejor que hoy no salgas por tu bien y por el mío», le prohibió echarse a la mar. Si te digo que saltamos de alegría, mentiría. Pero sí que me sentí liberado de una carga. Kaima me disfrazó de hijo musulmán y quedamos en salir aquella misma noche hacia Ceuta. ¡Madre mía! ¡Qué recuerdos! Nada gratos, salvo la visita que me hicieron mis padres y mi novia durante mi estancia obligada en Ceuta. Y algunos momentos compartidos con otros compañeros de mili. Recuerdo aquel año como el más inútil jamás vivido. No es que no aprendiera nada bueno, es que desaprendí. Me comieron tanto el tarro que no me reconozco ni yo en mis recuerdos. Me convirtieron en un borrego miedoso y descerebrado. Anularon mi voluntad por completo. Ahora entiendo aquello de “la obediencia debida” sin que la justifique porque siempre he creído ser dueño de mis actos. Bueno, no sé a qué viene todo esto aunque está claro. Los recuerdos saltan a la que menos te lo esperas y más si te dan un punto de partida como a mí me ha dado Dikembe: Ceuta, y tú aportas otro: la mili.Pero hubo un pequeño cambio en los planes. Tras la vuelta de Fadoul al mar su salud sufrió un revés del que todavía no se había recuperado. Se vio obligado a pedirle a su sobrino que cumpliera con su parte del trato. A cambio Mobarak recibiría en vida todas las pertenencias de su tío menos la casa. También debería respetar la partición de las capturas si su mujer le sobrevivía. De esa manera tan sencilla y ventajosa para toda la familia, el viejo y sabio pescador solucionó nuestro problema y salvó su palabra. No haría falta decirte que el beneficiado mayor aceptó, pero si no lo hago se quebraría el desarrollo de los acontecimientos. Y como colofón, Fadoul argumentó que, si ese viaje no salía bien, como había que esperar un tiempo para intentarlo de nuevo, él ya estaría recuperado. Todos sabíamos que mentía. Por la mirada que le echó su compañera y porque la enfermedad de la vejez nunca mejora. Pero él se quedó tranquilo pese a al sufrimniento que le daban sus huesos. La diferencia entre su situación y la mía era que yo tenía el tiempo y la fortaleza necesarios para que el dolor se alejara, pero él no. Ni lo uno, ni lo otro. Y así, aquel anochecer, nos embarcamos para hacer la última travesía de nuestras andanzas por esos mares y tierras de dios. La vieja pasó un mal trago al despedir al sucedáneo de hijo. A la luz del sol, sus bellos ojos brillaban como los de las leonas en plena noche. Mientras, Fadoul, que la abrazaba con un brazo, nos despedía con la otra mano. Esta fue la despedidad más triste que he vivido, aunque creo que puede que haya otra. Pero eso es una cuestión que ya veremos si se hace realidad. Me senté y enganché el remo antes de que a Adama se le ocurriera cogerlo. Pero mi amigo me volvió a sorprender. Saltó de la barca, se acercó a la vieja y la abrazó. El abrazo pareció eterno. Cuando volvió a subir con los ojos tan brillantes como dos lunas, el otro remo lo usaba ya Mobarak que había aceptado no gobernar solo la barca. A mi amigo solo le quedó la opción de manejar el timón y guiarnos de manera que no perdiéreamos de vista la costa. El viejo zorro había elegido una noche de luna llena y de cielo lim-
pio de nubes. Por eso sabía que podrían vernos. Pero, en el mar, según él, es mejor ver y que te vean que ir a tientas y emboscado. Aquel detalle, el de las manos de Adama, marcaría la diferencia física entre los dos. Si bien éramos ya de la misma altura, la corpulencia no era la misma. A la luz de la luna y del candil, a mo-
do de fanal, que lucía tímidamente en la proa de la barca, lo primero que debíamos hacer era pescar algo para que sirviera de coartada ante nuestros posibles captores. Tres hombres en una barca pueden hacer muchas cosas en el mar pero, si en su barca hay aparejos de pesca y peces, es que son pescadores. Y más si van anunciando su presencia con una luz, mortecina, pero que en la oscuridad de las aguas canta más que yo en una salina. Miraba a mi amigo entre remadura y remadura, y le entreveía elegante y triste, con la cabeza medio girada hacia atrás. Era consciente, como yo, de que allí hubiéramos podido ser felices, pero la fuerza que nos movía era aquella de los volantones que abandonan el nido. Verle con aquel chaleco naranja desvaido por el sol sobre otro gris, que ocultaba una camisa tan blanca como el alma de quien se la había dado, me trajo a la cabeza una pregunta de las mías. Y me acuerdo por eso, por el pensamiento tan absurdo que se me cruzó por la cabeza: “¿Para que sirve una prenda de abrigo sin mangas?”. Hicimos dos buenas capturas, unos seis o siete kilos de pescados menores y el capitán se dio por satisfecho. Así, cumplido el requisito preventivo, pusimos rumbo norte sin perder de vista la espuma de las olas al batir contra la costa. Mobarak intentó que Adama le revelara con el remo, pero yo me negué. Hube de enfrentarme a los dos. A uno le dije que era tonto y al otro que nanay, que el tonto me lo bailo de mi amigo no estaba para remar y que durante esa travesía no mandaba él. Justificó su postura con que tenía que volver solo y yo le contesté que nosotros habíamos pagado porque nos llevaran y bastante hacía yo con ayudarle a remar. Al ver las orejas al lobo nuestro patrón recogió velas y se mantuvo calladito durante toda la travesía, como el resto de la tripulación. Justo después de que Mobarak volviera a hablar para decir que debía faltar poco porque divisaba ya el faro de Ceuta ocurrió el desastre. De la nada apare-
ció una luz potente que nos iluminó y que nada tenía que ver con la gran baliza ceutí. Al ver que mi compañero dejaba de remar, le imité. Tras el susto escuché el motor de una embarcación que se confundía con el propio del oleaje. Una voz amplificada y metálica nos ordenó algo que solo entendió Mobarak. La sinestesia me trajo, junto con aquella voz ininteligible, el olor del sonoro fracaso. La frustación me puso la piel de gallina y sentí el frío y la humedad por el sudor de mi espalda. La lancha se puso en paralelo a la nuestra y el haz recorrió de proa a popa varias veces el mojado suelo de nuestro bote. Durante las pasadas de luz, esta hizo tres paradas, una en cada uno de nosotros. Después oímos otra vez, sin amplificar y cercana, la voz de aquel soldado. Mobarak chapurreó una respuesta, supongo que la tenía preparada para el caso. Señaló la nasa con las capturas y ocurrió algo que nos dejó pasmados a Adma y a mí. Un cubo voló desde la lancha. Mobarak lo cazó al vuelo y lo llenó de pescados. Después dio un grito y alguien debió de tirar del cabo que llevaba atado y lo recogió mientras nuestro generoso intérprete lo guiaba con un bichero. El viaje del cubo se repitió y después la lancha motora despareció tal como había aparecido mientras Mobarak soplaba la vela del fanal y nos decía: «Vamos, tenemos media hora hasta que vuelvan. Y no me pueden encontrar aquí». Ojos que no ven… Nuestra libertad valía dos cubos de sardinas. Un precio bastante asequible para quien solo tiene sardinas. Aunque otros ya vendieron su reino por un plato de lentejas. Entre la alegría y las prisas remé hasta la playa sin sentirlo. Adama debió seguir a la perfección las indicaciones que recibía del otro remero y nos llevó hasta una caleta junto al faro, al pie del monte Hacho que debe su nombre a este último. «En cuanto piséis tierra, poneros las babuchas y olvidaros de andar descalzos. Llamaríais mucho la atención». El calzado lo llevábamos en los bolsillos de unos pantalones largos a los que tampoco estábamos acostumbrados. Apretaban en la cintura y en los muslos y abrigaban en exceso. Estorbaban más que la camisa y el chaleco desabrochado. Lo primero que deberíamos hacer al llegar era correr en línea recta y de frente, hasta llegar a un grupo de árboles que no podía llamarse ni boscaje. Allí, si alguien no contactaba con nosotros debíamos buscar una luz pequeña e intermitente. Supongo que esa era la idea que también llevaba en la cabeza mi amigo al pisar la tierra oscura y húmeda. Mobarak hubo de trabajar lo suyo para que pudiéramos saltar de la barca sin mojarnos mucho las perneras de los pantalones. A la luz de la luna, la arena era tan oscura como nuestra piel. Te lo digo porque yo creía que todas las playas eran del mismo color de la que veníamos. Sin sacudirnos la arena nos calzamos las babuchas, pero no pudimos echar a correr de inmediato porque no sé que le pasó a Adama con la chilaba y el calzado que se ponía porque acabó revolcado en la arena como una croqueta. Acertó a calzarse el pie que le faltaba, le ayudé a ponerse en pie y entonces sí corrimos hacia los árboles, sin necesidad, la verdad, porque estaban cerca y por el revolcón anterior. El haz de luz del faro pasaba sobre nosotros cada vez más deprisa, como la pala de un ventilador de techo. Nos metimos debajo de aquel ramaje bajo y pinchudo. Terminamos sentados hombro con hombro, en situación antiparalela y a la búsqueda de aquella luz intermitente. De esa manera teníamos una visión de 360 grados. Al poco escuchamos nuestros nombres, pero de lucecita nada. Era la contraseña para reconocer a nuestro contacto. Nosotros debíamos preguntar por Nadim, y así lo hice yo. Ya sabes que a Adama no le gusta mucho hablar. Pero en vez de un contacto vimos dos siluetas, una de mujer y otra de hombre. Este vestía como nosotros y aquella como Kaima. Nos levantamos y yo me di un coscorrón contra una rama. Anduvimos agachados hasta salir a cielo abierto y Nadim nos dio unas órdenes en francés. «Tú, grandote, atrás, conmigo. Y tú larguirucho, con Adiba. Iréis delante. Si alguien os habla, no contestéis, lo haremos nosotros». Ambos confirmamos con la cabeza y nos pusimos en nuestros lugares. Al girarse la mujer, noté su vientre abultado. Su estado de gestación era muy avanzado o traía trillizos. Adama también se percató y me miró con una sonrisa y un gesto capital. Adiba andaba con cierta dificultad y bamboleo pero lo hacia con paso seguro y firme, como si su estado no la influyera. Pero sí repercutiría sobre nuestra caminata como verás. Después de un buen rato, durante el cual nadie nos molestó y eso que nos cruzamos con más de un uniformado, Adiba rompió aguas. Evidentemente, todos los planes se fueron al garete y la cuadrilla al hospital. En un primer momento fue Nadim quien se echó en los brazos a la parturienta, pero en una pequeña cuesta noté como su estabilidad se deterioraba, sus piernas se doblaban y su ritmo descendía, con el peligro de irse los dos al suelo. Entre las quejas de Adiba por sus dolores y los “maltratos” involuntarios de su marido se la arranqué prácticamente de los brazos sin esfuerzo ni resistencia por ninguno de los dos. Hice un gesto con la cabeza para que siguiéramos y se pusiera él delante para que nos guiara hasta el hospital. Entonces, avanzamos más deprisa. Incluso pude correr cuesta abajo y en llano. Sabía que Adama tomaría mi relevo si hacía falta porque no se separó de mí en todo el camino. Nadim miraba más tiempo hacia atrás que hacia delante. Sufría por ella y por su orgullo, pero el miedo y las prisas acallaban cualquier queja. No tardamos en ver un edificio grande dentro de una plaza para
nosotros intimidante. El temeroso marido nos dejó atrás con una carrera que no pude seguir y se metió por una puerta muy adornada. «Tout va bien?», escuché a mi lado. Lo mismo afirmé yo un poco jadeante: «Tout va bien, mon ami». Y agregué que era mejor que él no entrara en el hospital. Después de abrirme la puerta y sujetarla, Adama dio un paso atrás mientras yo entraba. Me encontré con una enfermera vestida muy raramente (te aclaro que era una monja de la Caridad) al mando de una silla de madera, también muy extraña, con ruedas grandes a los lados. Nadim ayudó a sentar a Adiba y con un movimiento de cabeza me ordenó que me largara de allí. Después se olvidó de mí y comenzó a acariciar y a besar a su mujer según avanzaban por un largo y estrecho pasillo. Me giré y salí en busca de mi amigo. Nuestro papel ya había sido interpretado lo mejor que sabíamos, ahora nos tocaba esperar. Me recibió con un “c’est la vie (1)” que resumía todo lo acontecido desde nuestra llegada a puerto. Nos retiramos hacia un lugar menos iluminado. Nos sentamos en un bordillo, debajo de un árbol, y pensé en la diferencia entre nacer en Ceuta y en mi país. No sabíamos qué hacer salvo ocultarnos y esperar. La vida tenía absoluta prioridad, como debería ser siempre. Para nuestra sorpresa apareció un futuro y nervioso padre que interpretamos que nos buscaba. Por eso Adama silbó y Nadim se acercó. Estábamos en lo correcto, al menos eso nos confirmó él que incluyó en la aclaración que se temía que iba a ir para rato. No sabía yo que se tardaba tanto en nacer. Pensé que todo era ponerse y pum, ya está, a llorar. Al menos eso era mi creencia. Mayifa me contó como nací yo debajo de aquel árbol, «como los buenos guerreros», y se me quedó esa idea en la cabeza. Menudo guerrero estaba yo hecho. Nunca me había planteado cuanto había tardado yo en nacer. Pero aquel fue un momento adecuado. Luego sabría que cada parto es una historia diferente, como fueron los de tus hijos, sin ir más lejos. Aquel fue nuestro primer día en ver amanecer en tierra española donde ya se ponía todos los días, no como en la España de Felipe II. Aunque todavía se mantenía algún lugar continental fuera de la península bajo su vasallaje, amén de algún que otro islote. De la misma manera aguantaba la presencia de otra potencia más potente en su extremo sur. Y, curiosamente, ese peñón estaba justo enfrente de donde estábamos. Incluso nosotros lo veríamos ese mismo día sin saber que no era tierra española. Vimos entrar a otra pareja en el hospital. Esta llegó en un coche grande. También iban con prisas, él nervioso y ella con la barriga hinchada y abrazada, como queriendo evitar que se le cayera. Los andares de la mujer me recordaron al modo de caminar de los patos. Esa fue toda la distracción que tuvimos durante la larga espera. Lo que estaba claro es que no podíamos movernos de allí. No hubiéramos sabido donde ir. Ni tampoco debíamos hacerlo por nuestra propia seguridad. Teníamos hambre y desayunamos dos galletas dulces cada uno, por amabilidad de Kaima. Esta se las había dado a él a escondidas sin saber la mujer que era como dármelas a mí. Aquello me demostró una vez más las preferencias de aquella buena señora, predilección que no me importó nunca. Las galletas estaban un poco perjudicadas porque Adama las llevaba en un bolsillo de los pantalones. Pero nos comimos hasta las migas con pelusa que sacó de él. A media mañana salió por fin Nadim. Nos explicó que su mujer todavía no había dado a luz y que se iba acercar a casa a recoger unas cosas que necesitaba Adiba. Tuvimos que andar un buen tramo hasta el barrio de Benzú. Yo creo que cruzamos Ceuta de punta a punta. Nosotros habíamos desembarcado en la parte sur y este barrio está ubicado al norte. Como Nadim andaba nervioso y con prisas, y Adama y yo no queríamos perdernos, tardamos menos que canta un gallo en llegar a su casa. Eso sí, echamos el bofe. Y allí nos dejó, en una casa humilde y baja, al cuidado de su suegra. No nos entendíamos con la mujer ni por señas, porque la pobre veía menos que un político la realidad. Menos mal que antes de dejar marchar al dueño, Adama se atrevió a decirle que teníamos hambre. Nadim contestó con una seña dirigida a un puchero que parecía adornar el fogón. Al quedarnos solos con la anciana echamos un vistazo dentro de la marmita: estaba a medio llenar con un guiso. No supimos como calentar aquello, ni conseguimos hacernos entender. Así pues, nos comimos las patatas con arroz a temperatura ambiente. No calentamos el estómago, pero al menos, lo llenamos. Otra anécdota que recuerdo de aquella futura abuela es que tampoco debía andar muy bien del oído. Como pudo, a tientas, encendió un aparato, que resultaría ser de radio, que presidía la pequeña cocina. La voz atronadora de un hombre llenó hasta el último rincón de esa casa y, supongo, la de los vecinos también. Hubiera podido ser una oportunidad para distraernos, pero no entendíamos nada de nada. Tan solo cuando el locutor se callaba y sonaba una canción, nos parecía soportable aquel ruido insufrible. Pero para sufrimiento el de Nadim. Su hijo parecía no querer formar parte de las huestes humanas, y razones tenía para mantenerse en el seno materno. Parecía intuir que allí donde iba a nacer no le ofrecían las suficientes garantías. Y con el conocimiento de que no podía sacar billete de vuelta, no usaba siquiera el de ida. Así que, mientras su madre aguantaba lo indecible, el padre tenía que repartir su tiempo entre el trabajo, el hospital y su casa, donde se desahogaba tanto con su suegra como con nosotros. No sé como los dos cuerpos de aquel matrimonio aguantaron. Y menos mal que había familia detrás. Familiares que se sorprendieron de vernos instalados en casa del sobrino y primo. Más que nada por tener que aumentar las raciones de comida que llevaban para suegra y yerno. La casa se nos caía encima. Si hubiera sido posible, habríamos perdido el buen color de cara que da la vida al aire libre. Pero éramos y somos de piel más negra que el futuro de la humanidad. Y llegó el día en el que el bebé hizo su aparición. Y en su hogar, todo fue alegría y felicidad. Sobre todo para Adiba, que pasó de los dolores al insomnio. Nunca me había fijado en la nimiedad del ser humano, en su indefensión al nacer. Y me pareció que aquel bebé estaba más desvalido y vulnerable que otros que nacían en África. Pero esa apreciación era errónea. Para nada. En cuanto a naturaleza, quizás. En cuanto a recursos, por escasos que estos eran en su caso, desde luego que no. Al menos su madre tenía leche en las mamas y su padre un enchufe con un militar de rango. Después nos enteraríamos de que la buena asistencia sanitaria recibida por Adiba se debía a la larga mano del jefe de Nadim, un teniente coronel con mando en plaza. Por ello nos convencimos del riesgo que aquella familia corría al tratar con unos inmigrantes para aumentar las posibilidades del recién nacido, debido también al militar, mejor dicho, a la manera que este tenía de explotar a sus trabajadores. Y aquel riesgo, todavía no estaba monetizado porque no habíamos tratado el asunto del cambio de dólares a pesetas. Y no deja de ser curioso que aquel problema estuviera dentro del ámbito financiero del cambio de divisas. Cuando vimos más tranquilo y descansado a Nadim le expusimos nuestra realidad. Nos volvió a prohibir salir solos a la calle. Y solos quería decir sin Adiba o sin él. También nos advirtió sobre el hecho de que nadie nos oyera hablar ni en francés, en árabe no importaba. Teníamos que aprender algunas palabras en español y esperar la oportunidad para dar el salto cuanto antes, porque él tenía ya mucho que perder. En cuanto a las 5000 pesetas por barba, nos teníamos que fiar de él. El domingo se acercaría a cambiar los dólares y saldríamos de dudas. Nos contó que junto al puerto se situaban los que manejaban el mercado negro de divisas. Intentaría sacar lo más posible. Quedamos en que yo le acompañaría, pues «hablo árabe». Parecíamos dos leones enjaulados. Habíamos pasado de una vida silvestre y activa al aire libre a otra absolutamente sedentaria y recogida entre cuatro paredes y un ruido infernal. Todos los días, antes de irnos a dormir, Nadim nos daba clases de español para que supiéramos al menos saludar. Y si hubiera tenido capacidad para ello me hubiera dado cuenta de la facilidad que yo tenía para los idiomas. No hacía falta que el ceutí me repitiera el “hola” y el “adiós” para que yo los reprodujera sin ningún acento. Podría haberme dado cuenta cuando Abd al-Rahmanme enseñó el árabe, pero en aquel momento no tenía con quien compararme. Adama no perdía el acento ni callado. Aun hoy lo conserva. Quizá perjudiqué a mi amigo porque Nadim seguía mi ritmo de aprendizaje, no el suyo, y cada vez se retrasaba más. De hecho, quien al final terminaría por enseñar español a Adama sería yo. Claro, que así lo aprendió. Llegó el domingo en cuestión y, a media mañana, salimos hacia el puerto. Varios individuos de aspecto musulmán parecían esperar que se les acercara alguien. Es muy difícil ver a un musulmán parado en la calle solo y callado. Aparte de la vestimenta y la pose, todos tenían algo en común: un zurrón colgaba de su cuello, cuya correa les cruzaba el pecho. A su vez todos tenían dentro de él un brazo hasta el codo y un semblante de precaución. Esas eran las señales para reconocer a un agente de cambio y bolsa callejero. Al primero que nos acercamos lo abordó Nadim en español. Le entregó los dos rulos de dólares y después de contarlos dentro del talego con una mano cantó una cantidad que me tradujo Nadim. Según él no daba para pagarle las 10000 pesetas a él. Así que recuperamos nuestro dinero y antes de guardarlo subieron la oferta, pero, aun así, el importe era insuficiente. Me di cuenta que al estar separados por el idioma perdíamos fuerza en nuestra postura. Así que al siguiente, le entré yo en árabe. Después de un rato de tira y afloja, Nadim me informó disimuladamente que ya cubríamos la deuda. Y cerré el trato. Los dólares no volví a verlos, y los billetes de peseta tampoco. Bon, miento, después de contarlos Nadim, me dio unos pocos. Según volvíamos a su casa me acordé de Hamal para darle una vez más las gracias. Nunca dudé de que estuviera bien cuidado. Estaba seguro de que Belkassem volcaría sobre él todo el cariño que hubiera querido volcar en mí. Esa certeza o ese deseo y los chalecos salvavidas que compramos me sirvieron para volver a mi guarida más que contento. Claro, también ayudó el dinero que llevaba en el bolsillo. Quería compartir con Adama la alegría que sentía. Y decirle que ya había entendido aquello que me dijera en Gao sobre el dinero: «…también se puede comprar». Después del encierro que sufríamos necesitábamos una buena noticia, al menos, para poder seguir adelante y no volvernos majaretas, entre otras cosas, como ya te he dicho, por el volumen de la radio, consecuencia de que la recién abuela estaba como una tapia. Y menos mal que ahora solo se oía cuando el benjamín de la casa no dormía: «Madre, quite usted la radio, que he acostado a Samir». Y como ocurría muy a menudo la sordera de la abuela era más llevadera. Samirera el único que frenaba aquel tronar. Aprendimos a jugar a cartas. Nos enseñó Adiba entre toma y toma de su hijo. Ella era consciente de nuestro encierro y aburrimiento. Pero no sería baldía nuestra condena. En ese mes y medio me dio tiempo a hablar el suficiente español para hacerme entender y admiración de nuestro maestro. Y otro aspecto que no era menos importante, podía seguir las conversaciones entre madre e hija que siempre se producían en español y a gritos. Veía la fascinación de Adama en sus miradas y se convertía en un acicate para mí. Y así, tan mal preparados, decidimos dar el salto final. El día de la partida, Nadim nos dio varios consejos y una navaja que no hacía más que abrir y cerrar mientras hablaba. Entre los primeros dijo que huyéramos de los uniformes verdes y grises. Aunque eso se lo podía haber ahorrado. Bon, no. Los hombres de gris no sabíamos que fueran peligrosos. Otra sugerencia fue que evitáramos las vías asfaltadas y grandes. Era más seguro andar por caminos de tierra y de noche. Allí, donde queríamos llegar, Madrid, estaba a 600 kilómetrosaproximadamente de donde nos dejarían. No nos convenía coger el tren. El trayecto era más conveniente hacerlo a pie. Cuestión que no nos preocupó en absoluto. Es más, estábamos con deseos de andar. Otra posibilidad era tomar un autobús. Al tren solían subir guardias civiles, de verde, o policías, de gris, para hacer inspecciones oculares. Pero era muy difícil que pararan un autobús de noche para inspeccionarle. Eso sí, si el vehículo hacía alguna parada, nos exhortaba a no bajar. Según él este sería el mejor medio de transporte: en autobús y en recorrido nocturno. Él nos acompañaría a puerto, subiría a La Paloma para echar un vistazo y, si no veía nada sospechoso, sacaría los billetes y subiríamos nosotros. Nos dejaría antes de que el barco iniciara su travesía. A partir de ahí, dependeríamos de nosotros. La Paloma era el barco que hacía el trayecto entre Ceuta, Tánger y Algeciras todos los días. El navío, de la compañía Transmediterránea, llevaba el nombre de Ciudad de Ceuta, pero todos lo llamaban La Paloma. No
había otra forma de llegar a la península o a Ceuta, salvo que quisieras y pudieras pasar por varias aduanas. En aquel barco solo cruzabas una, pues Ceuta era un puerto franco. Tan franco como yo porque te voy a dejar con la miel en los labios. Quiero contarte de un tirón nuestra llegada a la península y ya tengo la mano cansada de escribir, así que, será en la próxima.
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Imagen 1. Foto bajada de relatoskayakeros.blogspot.com.es (original en color). Retocada.Imagen 2. Foto bajada de fabian.balearweb.net (original en color, modificada). Imagen 3. Foto bajada de ceutaenimagenes.blogspot.com.es ©Foto Juan Alonso (original en color).Imagen 4. Foto bajada de elcruasandeaudrey.blogspot.com.es. ©Foto del libro: 150 años de fotografía en Ceuta” de Francisco Sánchez.Imagen 5. Foto bajada de www.facebook.com/yotambiensoydeceuta.