Revista Creaciones
CAP. 57 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo
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De cómo Adama estuvo a punto de espicharla
n hombre con mono y gorra azules subió a lo alto del autocar y empezó a tirar bultos y maletas a otro que los recibía sin esfuerzo y que los colocaba en el suelo sin muchos miramientos. De allí los cogían sus dueños. Nosotros mirábamos todo. Seguimos a los viajeros y acabamos en un atrio que olía a humanidad, humo y carburante. No es que me mareara, pero sí me agobió un tanto la cantidad de gente en movimiento dentro de aquel vestíbulo, sus voces y los ruidos que entraban del garaje. Muchas personas salían, pero otras tantas entraban. Los roces, tropezones y encontronazos eran continuos entre los cuerpos, contra los bultos… Era como un zoco sin puestos y muy transitado, pero metido entre cuatro paredes y un techo. Conseguimos acercarnos a la salida sin percances. Nos vimos en la calle. No tardamos mucho en darnos cuenta de que el viaje no había acabado. Sí, habíamos llegado a Madrid pero ahora había que conquistarla. Y en eso, no habíamos caído ninguno de los dos. De hecho, nos quedamos un buen rato allí parados, junto a la puerta, como dos pasmarotes. Veíamos entrar y salir a la gente, la veíamos pasar como si esperáramos que alguien nos dijera qué teníamos o podíamos hacer. Y, por primera vez, Adama arrancó hacia el lado contrario que su amigo. Sí, empezamos a andar a la vez, pero en dirección contraria. Estaba claro que la confusión nos embargaba. El ruido de la calle, al que tampoco estábamos acostumbrados, nos aturdía más. Si hubiéramos llegado en estos tiempos, no sé qué hubiera pasado, te lo aseguro. No nos hizo ninguna gracia el despiste. Creo que él debió sentir lo mismo que yo: Temor al verse solo en medio de un entorno que desconocía. Volvimos a la puerta de la estación y oímos de nuevo los sonidos que salían por las puertas y el de los motores que rugían en el gran garaje. Por fin pude hablar y le pregunté qué hacíamos. Me contestó: «Lo de siempre, no se me ocurre otra cosa». Y lo de siempre era buscar un sitio para pasar la noche. Y comenzamos a andar, esta vez uno junto al otro, pero sin rumbo. No es que desconociéramos el cemento del suelo, pero sí los adoquines que pisábamos con los pies descalzos. Me expliqué porqué todo el mundo iba calzado. El estruendo de un armatoste de hierro, un tranvía, llamó nuestra atención al cruzar una calle. Los dos nos quedamos mirando el trole como dos paletos. Al fin y al cabo, lo éramos en su sentido más peyorativo. Todo era nuevo y, por tanto, desconocido. La intuición no nos servía para nada. Allí no había raíces que buscar si nos faltaba la comida. Allí no había las mafias que habíamos dejado atrás. Había otras, claro, pero no las distinguíamos todavía. Lo desconocido atrae, pero también da miedo. Y si te acercas mucho, la novedad te atrapa. Como sería mi caso. No así el de Adama que aún resiste parapetado tras su mutismo y sus pensamientos. Los arcenes de la globalización están atestados de marginados. Yo era, y soy, más maleable. Pero cada vez menos. Todo lo aprendido desde que llegué, cada vez me sirve menos para mantener feliz mi conciencia. No me vale porque, como ya te he dicho, he estado en el infierno, si bien el tinglado que tenéis montado aquí tampoco se parece al cielo que me describiera en su momento mi abuela Mayifa. Y, para muchos, ni siquiera se acerca al desaparecido y olvidado limbo. Ahora los niños sin bautizar entran derechos al cielo. El Vaticano no quiere dar imagen de xenófobo. Según nos íbamos adentrando en la ciudad, la temperatura subía y notábamos un calor que se nos pegaba a la piel. Nos costaba un poco respirar. Al no estar acostumbrados a tanto coche ni a tanta calle y bocacalle, y sin saber qué eran los semáforos, nos llevamos más de un susto al oír unos cuantos cláxones sonar a la vez. Para nosotros los pasos de cebra eran lo mismo que los pasos de ñus, caminos de migración, pero por allí no veíamos ningún animal, y las rayas en el suelo no nos decían nada. Cerca de una iglesia vimos un solar cerrado por una valla muy deteriorada. Asomé la gaita por un hueco y aunque vi vegetación baja, también distinguí un algarrobo. Me colé, y detrás de mí lo hizo Adama. Nos miramos y encogimos los hombros. Era nuestra manera de llegar a un acuerdo. Tampoco era muy diferente de lo acostumbrado: Un árbol, sol y yerba sin cuidar. Y de allí nos echaron los municipales. Una vecina, cuyas ventanas daban al solar, se asustó porque dos negros hacían fuego allí mismo, bajo sus narices. Tampoco la autoridad nos dijo mucho, la verdad: «Venga, fuera de aquí». Estuvimos toda la noche de marcha. Cansados, nos sentamos cuando amanecía en un banco de piedra entre dos árboles. Hacia fresco y nos juntamos todo lo que pudimos. Estábamos en una calle ancha cuya acera estaba solada a medias. El banco estaba sobre la tierra. Miré hacia atrás y distinguí una puerta verde de forja cuyos barrotes estaban abrazados por una cadena que aseguraba un candado. Me levanté y me acerqué a echar un vistazo. Atisbé un terreno que estaba más abandonado que aquel de donde nos habían echado. Examiné la valla, también
ajada y verde. Estaba formada por lanzas verticales sujetas por travesaños trabajados que se anclaban en la piedra que, a su vez, soportaba la gran cancela. El edificio que defendía parecía en mal estado. La vegetación crecía a su criterio. Aquí y allá se veían desprendimientos. Incluso vi una ventana sobre la hierba medio seca y aplastada. No llamé a Adama porque, pese a llamar mi atención, no pensé en más. Ya con el sol nacido, desayunamos unos frutos comprados el día anterior. Volví de nuevo la vista al escuchar voces infantiles. Subían por la calle y todos hablaban a gritos. Y todos se paraban ante la verja, y, agarrados a los barrotes cruzaban sus conversaciones. Todos llevaban pantalones cortos y una cartera. A unos les colgaba de la mano y a otros de la espalda. Después de la parada y la conversación, desaparecían tragados por el hueco de otras puertas, estas de madera. Entre otros comentarios que oí, este fue el más repetido: «Mira, macho, dos negros». Algunos de ellos, al mirarles, me hicieron burla al imitar a los monos. Supongo que estos eran los futuros padres de quienes hoy protestan porque los extranjeros les quitan el trabajo, único pensamiento que cruza por su estrecha cabeza. Después puse más atención y de las muchas palabras que se gritaban entre ellos, entendí que aquel palacete contenía todavía obuses de la guerra. Uno de ellos presumía de haber estado dentro con su hermano mayor y de haber visto muchas cosas, entre ellas dos bombas sin estallar. «¡Jo, macho!», fue la contestación a la baladronada, pero nadie le pidió más detalles. «Cuando queráis saltamos», se vino arriba el chaval que no recibió respuesta. Adama, ya descansado y ajeno a los críos, quiso irse. Le retuve y le conté los comentarios infantiles. «Esa casa está deshabitada y en ruinas. Podíamos entrar a ver». Pero antes habríamos de dejar llegar la noche. Había que ser precavidos. Eso ya lo habíamos aprendido por la vecina del solar. Hicimos recuento de provisiones, y decidimos comprar algo más. Adama opinó que debíamos tomar leche. De camino habíamos olido vacas al pasar junto a un comercio en cuya fachada se representaban varios de estos animales y unas zagalas. Allí nos fuimos. Entramos. Nunca había visto un local más limpio. Olía a leche fresca, a estiércol y a vacas. Nos acercamos al mostrador y tan solo con decir “leche” y hacer el signo de la victoria con los dedos, nos sirvieron dos vasos de leche que previamente habían sido medidos con una pequeña jarra de peltre. Con los morros blancos entramos en la puerta de al lado. Era una tienda de ultramarinos donde Adama me hizo comprar queso, además de fruta. Pasamos el día observando nuestro entorno. Y terminamos otra vez en el banco de piedra. Volvimos a asistir a una procesión de chavales que salían del portalón de madera como si hubieran estado retenidos y sin moverse todo el día. Si la gritería anterior me llamó la atención, esa que oíamos también hizo volverse a mi amigo. Más de una mujer recibía a sus hijos que solo pensaban en quitar el papel de periódico para hincarle el diente a un bocadillo. Tras lo cual, la madre pasaba a un segundo plano, aunque ella no lo admitía también a grito limpio. A los que trataban de peinar estas mujeres salían disparados como si les pincharan la cabeza y hacían grupos tanto ellas como ellos. Y siempre, después de la tormenta, llega la calma. La calle se quedó vacía. Tan solo Adama y yo seguíamos allí. Y nos entró hambre. Y comimos fruta. Yo busqué otro banco, no muy lejos de donde dejé a mi amigo acostado. E hice lo mismo. Las farolas de la calle se encendieron antes de que la luz natural desapareciera del todo. Las luminarias estaban alejadas de la verja verde y las ramas de los árboles le hacían sombra. Era el momento de saltar. Y lo hicimos. Pisamos el jardín que estaba peor de lo que parecía. Te hundías en la hojarasca y no veíamos nada en la oscuridad, apenas nuestras siluetas. Con algún que otro tropezón conseguimos llegar a la entrada del edificio. Subimos antes una escalerilla de, a penas, cinco escalones. La puerta estaba desvencijada. Conseguimos entrar al edificio de dos plantas gracias a los empujones que la dimos. Chirrió como ella sola, pero cedió. Dentro no se veían ni dos en un burro. Por las destartaladas ventanas entraba una claridad oscura que no ayudaba a nuestros ojos. Adama se dio un golpe contra un mueble blando sobre el que terminó sentado. Juró en hebreo y yo me eché a reír. Dijo: «Esto es más grande que una cama. Aquí me quedo». Y allí se quedó. Yo más curioso seguí con las pesquisas. Llegué a una escalera sembrada de cascotes. Al llegar al piso de arriba vi la luna a través de un agujero en el techo. Gracias a ello pude distinguir mejor las puertas que me rodeaban, unas abiertas, otras entornadas y otras cerradas. Estas no pude abrirlas, aunque tampoco puse mucho interés. En la primera que franqueé distinguí una cama. Entre dos cortinones que caían del techo se colaba la luz de la luna. Los cristales sucios lo parecían más por estar rotos, seguramente a pedradas porque los impactos eran de distinto tamaño. Me agarré a una cortina para asomarme, pero esta cayó en silencio al suelo y levantó un polvo de mil demonios. Tras toser y aclararme la garganta cogí el cortinón del suelo y lo eché sobre la cama. Me colé debajo y seguí con la tos. Así pasé la noche, entre toses y quejas del somier por las anteriores. Pero dormí. Abrí los ojos a la claridad que se colaba por la ventana. Intenté abrirla y tras pelearme con ella, una de las hojas cedió. Con el forcejeo algunos cristales cayeron al suelo. Arranqué la otra cortina y los cubrí. Desde la puerta pude ver como el polvo huía de la estancia. Bajé en busca de Adama. Le vi sentado a una mesa. Mordía una manzana tranquilamente. Entre mordisco y mordisco me dijo: «Sí, sí que es un palacete». Deduje que ya había inspeccionado aquella propiedad. No obstante fisgué un rato. Y me encontré por primera vez en un cuarto de baño alicatado hasta el techo. No olía demasiado bien y muy limpio no estaba. Me senté frente a mi amigo. Decidimos ocupar aquella propiedad abandonada a su suerte. Solo vimos un peligro: Los niños. Aunque no nos preocupó demasiado. Pero el incidente no provendría de ellos, sino de la verja que tuvimos que volver a saltar porque no vimos otra manera de salir de allí. Primero salvé yo las puntas, después de mirar a los dos lados de la calle. Después animé a Adama a seguirme porque no vi ningún moro en la costa. Pero tuvo la mala fortuna de perder pie y quedarse ensartado en una de las lanzas. Después del grito, trepé y entre los dos conseguimos sacar la punta de su muslo y saltar a la calle, aunque lo suyo fue más una caída que un brinco. La sangre le brotaba a borbotones y le recorría la pierna hasta hacer un charco de sangre en el suelo. A pesar de su raza, estaba más pálido que un ario. Y yo más. Traté de taparle la herida con mis manos. Y en la confusión no me di cuenta de que habían llegado transeúntes y nos observaban. Adama no podía volcar su peso sobre la pierna lacerada. Una mujer se acercó a mí y me dijo algo. No la entendí porque mi atención estaba en otra cosa. Sí cogí un trocito de tela blanca que me ofrecía. Sin pensarlo mucho, hice un gurruño con él y lo metí en la herida. Me pareció que el chorreo de sangre remitía un poco. Me levanté y respiré hondo mientras Adama se agarraba a la verja. Otra mujer se acercó a mí y me habló. Esta vez sí escuché sus palabras, pero no las entendí: «¿Por qué no le llevas a la Casa de Socorro?». Conocía todas las palabras y me sonaron bien, pero no sabía qué era una casa de socorro, pero lo imaginé. Y más cuando añadió: «Allí pueden curarle. Está ahí mismo, en la placita». Un señor se quitó la cuerda que sujetaba sus pantalones y se la ató a la pierna de Adama por encima de la herida y me animó: «Venga, corre. ¿A qué esperas, mozo?». Apremiado por el viejo que se sujetaba los pantalones, me agaché y traté de coger a Adama a caballito. Me acordé a tiempo y solo le sujeté por la pierna buena mientras él se agarraba a mi cuello con su único brazo y se subía a mis espaldas. Seguidos de la dueña del pañuelo llegamos a la puerta de la Casa de Socorro de la Plaza de Chamberí. Me paré en la esquina sin saber hacia donde tirar y me deshice de la carga que me ahogaba. «Ahí es. Entra, entra». Miré y vi la bandera blanca con la cruz roja junto a otra que no reconocí. Cogí aire y después a Adama en brazos y me acerqué donde me indicaban ya sin aliento. Entré. Nos recibió un vestíbulo blanco con tres puertas. Una de ellas era doble, no tenía picaporte y era de dos hojas con dos ventanas redondas. Noté un olor que jamás había olido. No me desagradó. Jamás se me olvidará. Era el olor de la desinfección. Dejé sentado a Adama en una silla ancha de madera blanca y empecé a abrir puertas. Tras la segunda encontré a una joven vestida de punta en blanco a la que asusté. Mucho después aprendí que antes de abrir una puerta hay que llamar. Me regañó y yo contesté: «Favor, favor. Socorro, socorro». Se olvidó de las formas y salió tras de mí. «Amigo, amigo. Favor, favor». Solo me salía eso. Adama ya había manchado de sangre su asiento y goteaba al suelo. Ella a su vez llamó al médico de guardia: «¡Doctor, doctor!», mientras me hacía señas para ayudar al herido a levantarse. «Por ahí», y me indicó con la cabeza. Cruzamos las dos puertas abatibles y tras nosotros entró un individuo con gafas y bata blanca. «Súbele a la camilla». Menos mal que ella tambiénayudaba y guiaba, sino yo podía haber subido a Adama al armario de las medicinas. Nadim no me había enseñado la palabra “camilla”. La enfermera, con más maña que fuerza hizo rotar el cuerpo de mi amigo y le colocó boca abajo. Luego empezó con su labor sin quitarle la cuerda anudada en su muslo. Observó antes la lesión y extrajo el pañuelo con unas pinzas. Lavó y desinfectó la herida mientras el señor doctor se lavaba las manos en un pequeño lavabo. «Enciende el foco, María». Y María encendió una fuerte luz que el médico enfocó hacia el muslo de Adama. «Buena puñalada le han dado, joven». Luego dio unas órdenes a la enfermera y la dejó hacer. Salió de la habitación y María me ordenó algo que no entendí. Sin dejar de tocar a mi amigo, se acercó a mí en un escorzo, me cogió de la muñeca y me acercó a la camilla: «Sujeta». Y aprendí el verbo sujetar y apretar. Mientras ella, junto a un carrito y contra la pared, hacía algo. Cuando se volvió llevaba en la mano una aguja corva en la que había enhebrado un cordel fino. El médico volvió, se hizo con la aguja y mientras la enfermera regaba de vez en cuando la herida y secaba su contorno, él comenzó la costura. «Buen navajazo se ha llevado, caballero. Qué estaría haciendo usted». Solo entendí parte de una palabra, “navaja”, contra la cual me revelé: «Navaja, no, navaja, no». Y con todo mi cuerpo intenté explicar qué había pasado. Pero al instante supe que o no me entendían o no me creían. El matasanos me miró como si le estorbara y con menosprecio. Adama no protestó ni una vez, pese a que el galeno tampoco le trató con cariño. La cara que ponía lo decía todo. Tampoco el señor doctor puso mucho cuidado, la verdad. Quizás nos confundió con ganado. Vaya usted a saber. A mitad de costura la enfermera recibió unas órdenes y nos dejó a los tres solos. Yo me apoyé en un carrito y este se volcó. La que lie fue buena. Pinzas, vendas, tijeras, botes… Todo por los suelos, incluido el carrito que se quedó con las ruedas hacia arriba. No supe donde meterme, pero el médico sí. Así que tuve que irme al vestíbulo desde donde oí hablar a la enfermera que no había cerrado la puerta de su cuarto. El binomio “negros-policía” me sonó fatal. Al poco quien me había echado salió hacia su despacho. Ni siquiera me miró. Desde allí llamó a la enfermera a gritos y esta acudió. Yo aproveché para entrar en la sala de curas, agarrar a Adama por los sobacos, decirle a la oreja: «Police» y salir danzando con él a la espalda otra vez. ¿No me digas que tú no hubieras hecho lo mismo? Eh bien, c'est ça, mon ami. Mi carrera, es un decir, nos llevó a la calle antes de que aquella pareja de sanitarios nos echara en falta. En dos esfuerzos conseguí alejarme y llegar otra vez hasta la verja culpable del accidente. No sabía donde ir. Bon, ni tenía. Supongo que la adrenalina me permitió llegar hasta el charco de sangre ya coagulada. Eso y que Adama puso más cuidado para no aplastarme la nuez con su brazo. Sin preguntarme si nos perseguían o nos veían descolgué a mi amigo, me giré y le miré a los ojos. Me entendió a la perfección porque me contestó: «Podré». Y pudo. Y tuvimos suerte porque a quien pasaba por la calle le importó poco que un par de gandules treparan por una verja de una casa abandonada y derruida. Al fin y a la postre nosotros pertenecíamos a ese mundo. Fue más difícil que entrar en la casa. Entre el follaje, los cascotes y la pata chula de Adama tardamos lo nuestro en entrar en el palacete. Dejé a Adama sobre su sofá-cama. Eché un vistazo a la herida que sangraba, aunque mucho menos que antes. Un hilillo rojo le salía entre los puntos. Todavía le colgaba la aguja del hilo que le cerraba la herida. Y, ni corto ni perezoso, me puse a rematar la faena que el matasanos había dejado a medias para denunciarnos por teléfono: «Un navajazo. Ese tío está tonto», le solté a mi amigo para distraerle mientras le cosía. Ni se quejó ni me dio la razón. Acabé cuando se acabó la hebra. No he vuelto a verle la cicatriz, pero el costurón que le hice le dejó marcado para siempre, como su infancia. Tuve que dejarle el hilo sobrante. A ver qué iba a hacer, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. No recordé la navaja que nos entregara Nadim. Los nervios, supongo. La excitación no se me pasaba. La adrenalina vertida en mis venas me mantenía eufórico y me dio por odiar las lanzas de la verja. Salí al jardín y traté de echarlas abajo. Ante la frustración me volví hacia la puerta en busca de un enemigo más débil. Lo encontré en la cadena, aunque realmente quien sufrió mi ira fue el candado. Rompí varias ramas antes de darme cuenta de que con madera no la iba a vencer. Me metí entre la escombrera deseché un par de palancas y di con una barra de hierro oxidado. Con ella conseguí reventar el cierre. Entonces no me extrañó, pero ahora que lo revivo me pregunto porqué el candado estaba en el lado interior de la puerta. También cedió la barreta que terminó curvada. La lancé lejos satisfecho y más tranquilo. Ya nadie se clavaría más una de aquellas lanzas. No había pensado en los críos, pero en ese momento lo hice. Y me sentí bien. Mejor que muchos otros compañeros de fatigas que intentaron e intentan saltar otras vallas, asesinas y discriminatorias, construidas para hacer daño en todos los sentidos. Punto. No quiero entrar ahora en disquisiciones que no vienen a cuento. Se trata de mí, no de ellos. Dejemos las vallas y las púas. Volví dentro y me encontré con un Adama dormido. Decidí que debía comprar comida. Y aproveché a estrenar la salida franca a la calle. Bon, la reestrené porque supongo que ya la habrían usado en su momento. Me costó abrir una rendija suficientemente ancha como para deslizar mi humanidad hasta la calle. No pasaba mucha gente por el paseo del Cisne, hoy Eduardo Dato, salvo los niños del colegio cercano. Recuerdo que ese día intenté comprar leche. No pude, no llevaba recipiente donde llevármelo y antes en las vaquerías no había botellas. A esta otra lechería, llegué de la misma forma que a la anterior, por el olor. Aunque a la calle del Españoleto me acerqué después de preguntar a una anciana a la que no entendí muy bien. Recordarás que cuando yo llegué a Madrid todavía la municipalidad permitía tener ganado en las casas y se vendía la leche recién ordeñada. Nadie había oído hablar de la pasteurización ni de la uperización. Ni qué decir tiene que nosotros no hervimos jamás la leche. Cuando supimos que debía hacerse ya habían desaparecido las vaquerías y la leche se vendía en bolsas de plástico o en envases de cartón en forma de tetraedro.
iziyiziyiziyi
A veces, la lectura de estas cartas, reviven en mí imágenes del pasado. ¿Quién, que no tenga mi edad o más, no recuerda aquellas bolsas de leche, imposibles de manejar abiertas? Y ellas, junto con la leche, me traen a la memoria el botellín de leche que me daban en el colegio antes de salir al recreo. Hacíamos un agujerito con la punta del compás y la leche salía a presión. Antes, de más pequeño, la leche no era fresca, sino en polvo, y teníamos que masticar los grumos. De aquella no guardo buen recuerdo y aún se me contrae la mandíbula al recordarla en la boca. ¡Qué asco! Tengo claro, salvo porque fui a otro colegio, que un crío de aquellos con los que topó Dikembe, podría haber sido yo. Incluso uno de esos que le hizo burla simiesca. Muchos nos criamos y educamos en unos valores tan erróneos como impuestos, pero, gracias a nuestra curiosidad y nuestras dudas hemos evolucionado en dirección contraria a la que nos dirigían.
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Antes se convivía en las ciudades con animales que producían trabajo o alimentos. Ahora solo convivimos con animales de compañía. Los otros, los productivos, los almacenamos en granjas requetelimpias donde son engordados a ritmo frenético, donde conviven con máquinas que les ordeñan o esperan la muerte. No es anormal, pues hemos hecho lo mismo con los ancianos. Y me refiero solo a amontonarlos a la espera de su muerte, no a cebarlos ni a exprimirlos, como entenderás. El problema de la leche lo solucioné esa misma mañana. Cuando volvía del mercado, con fruta y algún pepino pasé por delante de un comercio del que salía un olor extraño. Por eso me fijé en su escaparate. Me impresionó la cantidad de objetos y colores que exhibía: Cubos verdes, barreños rojos, pelotas naranjas, jarras transparentes, botellas blancas, botes amarillos, vasos azules, tazas moradas y otros tantos artículos y juguetes coloridos que desconocía. Todos de plástico. Entré. El aroma, agradable en principio, se volvió desagradable por intenso. Lógicamente compré una botella con el mismo cierre de aquella otra que usamos en el autocar para aliviarnos. Pero no fue tan fácil. Hube de salir con el dependiente a la calle. Allí ante el escaparate, tampoco nos entendimos muy bien. Al final se coló dentro del gran expositor y con mis indicaciones tras el cristal acerté a comprar la botella. No quise perder más tiempo, por eso no volví sobre mis pasos para llevar el recipiente con leche. Sí lo hice con agua, en una fuente que encontré en la plaza donde se ubicaba la Casa de Socorro, si bien en la otra punta. Una vez llena, corrí pegado a la fachada más alejada, pasé por delante de un cine
y enfilé por el paseo del Cisne. Adama tuvo suerte porque aquella herida no se infestó aunque parezca mentira. Supongo que la naturaleza de mi amigo tuvo mucho que ver. En África, a los niños que superan los cinco años, no les parte ni un rayo, si exceptuamos nuestras enfermedades endémicas. Pero allí, en Madrid no había mosquitas anófeles, ni aguas estancadas para beber, ni un río llamado Ébola. Quizá por eso mi amigo no tuvo ni fiebre. Seguía dormido en el sofá, le puse la mano en la frente, le dejé la botella de agua a mano y me subí a mi habitación. Aquella noche no paré de pensar en María y en su jefe: ¿Qué les llevaría a denunciarnos a la policía? Aun hoy, aunque las acepte, no entiendo vuestras leyes. Y cada vez me alejo más de su espíritu. Me resultan demasiado complicadas. Aquellas otras que había manejado hasta pisar suelo español, si bien eran más crueles, también eran más sencillas. Las entendía porque todos sabemos que el pez grande se come al chico. Y, en mi tierra, como no hay tanto edificio, al tiburón se le ve venir. Y no hablo de la sharia, como entenderás, sino de la ley del desierto. Bon, como verás mi relato está a punto de acabar. Seguramente, la siguiente carta nos reúna ya. Y tú sin fecha de regreso. ¿Sabes? Tengo la sensación de que no nos volveremos a ver. Por eso, entre otros motivos, ahora me parece bien haberte contado todas estas peripecias. Un saludo,
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