Revista Cine

Capicúa

Publicado el 08 febrero 2019 por Josep2010

Tal día como hoy 8 de febrero del año 1960 un actor recibía dos estrellas del paseo de la fama, una por sus trabajos en la televisión estadounidense y otra en reconocimiento de su fama como intérprete de películas que cautivaron a un público acostumbrado a que le respetaran y no le dieran gato por liebre cuando acudía al cine: John Payne contaba a la sazón 48 años de edad y había trabajado en películas de toda índole, algunas de corte muy familiar e incluso musicales (tenía una bonita voz de barítono), pero seguramente pasará a la historia por sus composiciones de tipos recios deudores en parte de su robusta constitución: 188 centímetros de músculos entrenados en una juventud en la que repartió -y recibió- tortazos en el boxeo y la lucha libre americana le facilitaron sin duda actuar con naturalidad en películas de acción y también en el ilustre y añorado cine negro de la Serie B.
En 1953 rodó su segunda colaboración con Phil Karlson cineasta con mucho oficio capaz de rodar siete películas en un año, desde westerns a películas bélicas o de capa y espada y también, como no, películas de escaso presupuesto y mucho talento condensado, por ejemplo 99 River Street (Calle River 99) en la que apoyándose de inicio en guión escrito por Robert Smith adaptando una historia de George Zuckerman, ofrece un relato que nos permitirá reflexionar sobre la ira devastadora fruto de la deslealtad y la violencia desatada por los acontecimientos subsiguientes en el curso de una noche en la que la probidad e inocencia del protagonista peligrará.
Todo arranca cuando vemos un combate de boxeo de los pesos pesados: un tal Ernie Driscoll se enfrenta al campeón vigente y ganando a los puntos, la mala suerte de los perdedores hace que un golpe le parta el arco ciliar y le perjudique el ojo, sangrando y afectándole la visión, momento en que el campeón aprovecha para derribarle de un directo: son tres minutos de intensa violencia deportiva relatados por la estentórea voz de un comentarista y el plano se aleja y comprobamos que es un programa de televisión y el propio Ernie Driscoll está viendo su derrota sucedida tres años atrás, en un bucle temporal que no augura nada bueno.
Su mujer, la guapa Pauline, le echa en cara su mala situación económica, tan lejana de la hipotética riqueza del campeón apuntando a su fracaso con frases secas y cortantes: cuando él, que ahora ejerce de taxista la lleva a la floristería donde ella trabaja, le dice: preferiría ir detrás, en el taxi.
Cuando después él, va a buscarla a las nueve de la noche para llevarla a casa y le lleva de regalo la caja más grande de bombones que le ha comprado siguiendo el consejo de su amigo Stan, director de la compañía de taxis, observa cómo ella está coqueteando con el elegante, suave y letal Rawlins, quien le está prometiendo que ambos estarán en Paris en dos semanas disfrutando del dinero conseguido gracias al robo de unos diamantes. Ernie les ve a través de la cristalera besándose y cuando la adúltera pareja sale intentando tomar el taxi, Pauline se percata que es el de su esposo e inmediatamente teme por su integridad, asegurando a Rawlins que Ernie tomará venganza por su carácter violento.
CapicúaErnie regresa al bar donde espera hallar a su amigo Stan y halla a Linda, aspirante a actriz en Broadway, que le pide con urgencia un favor: él no sabe negarse ante los argumentos de ella y todo acaba en un enredo perjudicando al pobre diablo que en media hora se encuentra engañado por una esposa infiel y por una amiga ventajista, lo que viene a considerar un principio y un fin semejantes errando el blanco pues no imagina lo que todavía está por suceder: la fatalidad no ha hecho más que apuntarse y todo lo que ocurra conseguirá convertir la noche en la más aciaga de su vida pues en breve acabará perseguido por la policía por dos motivos diferentes mientras trata de eludir a una pandilla de mafiosos armas en mano.
Karlson, con la inestimable ayuda del camarógrafo Franz Planer usa el B/N contrastado casi al punto del expresionismo y sitúa la cámara siempre muy cerca de los personajes -lo más alejado es el plano americano y excepcionalmente tres o cuatro generales- y además juega con la profundidad de campo de cada objetivo, usualmente cortos, obligando a los intérpretes a moverse en el recuadro porque la cámara permanece impasible, quieta, a menudo en ángulos bajos engrandeciendo la perspectiva ominosa de los personajes. La mayoría de las escenas son interiores en habitaciones no muy espaciosas y retuerce el escenario rodando dentro del taxi que el protagonista conduce durante muchos minutos y en todo momento mantiene con férreo pulso el ritmo cinematográfico impeliendo a la acción un avance continuado que hace que los ochenta y tres minutos de metraje pasen en un suspiro, porque nos cuentan muchas cosas en poco tiempo.
No hay planos sobrantes ni efectos encaminados a deslumbrar al espectador: todo lo que vemos en pantalla está encaminado -y muy bien, por cierto- a contarnos una historia que avanza como un giróscopo con un avance incesante, sin descansos ni tiempos muertos: a un plano corto sucede un primer plano y luego un plano detalle seguido de un primerísimo primer plano y todo sin experimentos raros con los ejes ni los contraplanos, de la forma más inteligible para que el espectador, respetable y respetado, se entere de todo lo que está pasando justo al mismo momento en que lo advierte el protagonista, con lo cual la empatía con el pobre diablo está asegurada y el ánimo sobrecogido porque llegamos a sentir la violencia antes que ésta se produzca.
La economía cinematográfica no va en demérito del lenguaje cinematográfico ni de la caligrafía que Karlson exhibe en la que quizás sea su mejor pieza para examinar (en una época especial: hace 66 años algunos aspectos de las películas eran revisados especialmente) vigorosamente la realidad de una violencia nada soterrada, a flor de piel más bien, de un protagonista que no ha sabido asimilar una derrota sufrida años atrás y mantiene en su interior una ira contra el mundo en general en apariencia y en realidad contra sí mismo, sentimiento que estalla en una violencia que por momentos tiene una causa exógena y cuya fisicidad expresada de forma salvaje, ruda, brutal e hiriente tras un calvario personal finalizará permitiendo que el individuo alcance la paz en un renacer personal que deviene en buena parte gracias al afecto y lealtad persistente de aquellos personajes que realmente aprecian y quieren a Ernie.
El final feliz impuesto por los usos contemporáneos no nos hace olvidar que hasta el último minuto Karlson ha expresado con la cámara un retrato de una sociedad compleja en la que hay lealtades donde uno menos lo espera y traiciones como desarrollo natural de una conducta, así como errores que pueden enmendarse y que la fatalidad puede alterarlo todo momentáneamente llevando consigo y de rebote una violencia inusitada, desproporcionada y que únicamente con frialdad puede soportarse y quizás superarse.
En definitiva, una pieza imperdible para el cinéfilo que quizá la viera hace tiempo para disfrutarla de nuevo y para quien la desconozca, una oportunidad más de constatar que la conocida como Serie B de la época clásica del cine sigue siendo una fuente de placeres cinematográficos, en realidad un lugar poco frecuentado, de cuyo desconocimiento general sacan partido aprovechados que ven obras maestras donde hay mediocridades. Dicho de otra forma: si recién le está apeteciendo ver películas en B/N, no debería perderse ésta bajo ningún concepto. Y si es amante del cine negro y no la conocía ¿a qué espera?
Vídeo (v.o.s.e.):


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