Revista Cómics
Hoy voy a recomendar una lectura tocha. Estáis avisados. En contra de lo que se dice en la moto que tratan de vendernos desde las filas del liberalismo (económico) actual, ni el capitalismo (léase economía de libre mercado) conduce a la democracia, ni la democracia necesita de la economía de libre mercado (léase capitalismo) para asentarse (Milton Friedman, en particular, era un insistente vendedor de tan gripada moto); por el contrario, son sistemas de organización, económica el uno y administrativa el otro, que entran fácil y frecuentemente en conflicto, cuando no en antagonismo. Y, de hecho, nacieron peleados. Peleadísimos. De eso va el último ensayo que escribió en vida el recientemente fallecido historiador Josep Fontana (Barcelona, 1931-2018): Capitalismo y democracia, editado (muy bellamente, como es marca de la casa) por Crítica.
La obra es un repaso histórico a la etapa de afirmación de la burguesía comercial-industrial en Europa y Estados Unidos, es decir, las últimas décadas del siglo XIX, porque “he pensado que podía resultar útil recuperar la historia del nacimiento de este sistema para instruirnos en la búsqueda de las grandes líneas que nos muestran la evolución del capitalismo actual, que es lo que verdaderamente amenaza el futuro de nuestras sociedades y de nuestras vidas”. Su tesis es que el capitalismo tuvo “un desarrollo basado, inicialmente, en arrebatar la tierra y los recursos naturales a quienes los utilizaban comunalmente y en liquidar las reglamentaciones colectivas de los trabajadores de oficio, con el propósito de poder someterlos a nuevas reglas que hiciesen posible la expropiación de gran parte del fruto de su trabajo” y que todo esto no se produjo como consecuencia lógica de la evolución natural de la economía, sino que “se impuso desde los gobiernos, mediante el establecimiento de leyes y regulaciones que favorecían los intereses de los expropiadores y defendiendo su aplicación con medios de represión” Para ello hubo que mutilar, en primer lugar, los aspectos más democráticos de las constituciones de la I República Francesa y la de 1814 de Cádiz, que fue tomada como modelo por muchas iniciativas revolucionarias en Europa. El sufragio universal, ideal de la Revolución Francesa y la Constitución de Cádiz, sería defenestrado (y tardaría en recuperarse) y se sustituiría por el sufragio censitario, aquel en el que se reserva el derecho al votar a aquellos ciudadanos que posean ciertas condiciones de renta o patrimonio: “las grandes pugnas políticas a las que hemos assitido entre 1814 y 1848 tenían como objetivo fundamental garantizar el poder a los propietarios. Los cambios que se fueron produciendo a lo largo de estos años iban hacia la creación de estructuras de gobierno más eficaces, que asegurasen la capacidad de mantener a las masas, es decir, a los pobres, lejos del poder”. Esto es lo que llevó a Karl Marx a calificar las democracias de su época de “democracias burguesas”, destinadas a ser barridas por la “dictadura del proletariado” (poco afortunada metáfora para el gobierno de la mayoría social) una vez que, gracias al sufragio universal, el proletariado pudiera imponer su mayoría en las elecciones. El ensayo se extiende bastante sobre el desarrollo de la esclavitud en la era moderna, que Fontana considera (Marx también) esencial para el desarrollo inicial del sistema capitalista; sobre todo, la esclavitud explícita de los africanos en Estados Unidos y Cuba, pero también la esclavitud implícita de los primeros obreros industriales, sobre los que sus patronos tenían unos derechos de control que imponían una esclavitud de facto. “El auge de la esclavitud a finales del siglo XVIII y en la primera mitad del XIX no se puede interpretar como una continuidad del pasado, sino que se trata de un fenómeno nuevo, que Dale Tomich ha denominado «la segunda esclavitud», indisolublemente vinculado al ascenso del capitalismo” (…) “Una de las más grandes mentiras de la historia oficial del capitalismo es aquella que le atribuye un papel central en la lucha por el abolicionismo, cuando la realidad es que el progreso de la industrialización habría sido imposible sin los esclavos”. Este avance antidemocrático del capitalismo, según Fontana, fue frenado en parte por el auge del movimiento obrero en las últimas décadas del siglo XIX, y “pareció detenerse entre 1917 y 1975, a consecuencia del miedo engendrado por la revolución soviética” pero se ha reemprendido con fuerza en las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del XXI, “una evolución que nos recuerda la que se originó entre 1814 y 1848”, que el autor desgrana en este ensayo. Y concluye: “La regla de oro del capitalismo sigue siendo hoy en día, como a principios del siglo XIX, favorecer la expropiación creciente de los beneficios que produce el trabajo de los obreros a costa no solo de su nivel de vida, sino también de sus derechos y libertades”.