Revista Creaciones

Capítulo VIII

Por Masqueudos

1

Bambi

Félix Salten

Las hojas empezaron a caer del roble grande situado al borde del prado, y también de todos los otros árboles. Una rama del roble se elevaba muy por encima de las  otras, extendiéndose hacia el lado de la pradera. Dos hojas pendían aún del extremo de esa rama.

—Ya nada es como fue hasta hace poco —dijo una hoja a la otra.

—No —contestó ésta—. Muchas de nosotras han caído esta noche; tú y yo somos casi las únicas que quedamos en esta rama.

—Una nunca sabe a quién le tocará caer antes —dijo la primera hoja—. Aun cuando hacía calor y brillaba el sol, una tormenta o un simple chaparrón bastó para que muchas de nosotras cayesen, a pesar de que todavía eran jóvenes. ¡Ah! Una nunca sabe cuándo le tocará caer…

—El sol ahora brilla raras veces —dijo la segunda hoja con un suspiro—. Y las pocas veces que sale no calienta. Hace falta que vuelva el calor.

—¿Será cierto —dijo la primera hoja—, será cierto que cuando nosotras nos hayamos ido vendrán otras hojas a ocupar nuestro lugar, y después de ésas, otras, y así sucesiva e indefinidamente, unas hojas irán reemplazando a otras?

—Sí, eso es cierto —murmuró la segunda hoja—. Eso es algo que nosotras no podemos siquiera imaginarlo. Está fuera del alcance de nuestra comprensión.

—El saberlo me entristece mucho —agregó la primera hoja.

Las dos permanecieron calladas un momento. Después la primera hoja se dijo en voz baja:

—¿Por qué debemos caer?…

La segunda hoja preguntó:

—¿Qué es de nosotras una vez que hemos caído?

—Nos enterramos…

—¿Qué hay debajo de nosotras?

La primera hoja contestó:

—No lo sé; algunos dicen una cosa, otros, otra. Pero nadie sabe nada, en realidad.

La segunda hoja preguntó:

—¿Sentimos algo, nos enteramos de lo que es de nosotras cuando estamos allí abajo?

La primera hoja repuso:

—¿Quién lo sabe? Ninguna de las hojas que han caído regresó jamás para decírnoslo.

Nuevamente volvieron a sumirse en el silencio. Después, la primera hoja dijo con ternura a la segunda:

—No te preocupes por eso; estás temblando.

—Sí, es verdad —replicó la segunda hoja—; estoy temblando. Pero esto no es nada; ahora tiemblo por la menor cosa. Ya no me siento tan firmemente prendida a la rama como antes.

—No hablemos más de estas cosas —sugirió la primera hoja.

La otra replicó:

—No; dejemos que sea lo que el destino quiera. Pero… ¿de qué otra cosa podemos hablar?

Permaneció callada un instante, y luego añadió:

—¿Cuál de las dos se irá primero?

—Todavía tenemos tiempo de sobra para pensar en eso —le aseguró su compañera—.  Ahora recordemos solamente cuan hermoso era, cuan maravilloso, cuando el sol salía y brillaba con tanto calor que creíamos estallar de vida. ¿Te acuerdas? Evoquemos el rocío de la mañana, las noches plácidas, espléndidas…

—Ahora las noches son tristes —se quejó la segunda hoja—; tristes e interminables.

—No deberíamos quejarnos —dijo dulcemente la primera hoja—. Piensa que hemos sobrevivido a tantas y tantas de nuestras hermanas.

—¿He cambiado mucho? —preguntó tímida pero resueltamente la segunda hoja.

—En absoluto —le aseguró la primera—. Tú sólo piensas que has cambiado, al ver que yo me he puesto tan amarilla y fea. Pero en tu caso no ha ocurrido así.

—Me estás engañando —dijo la segunda hoja.

—No, créeme —exclamó enfáticamente la primera—. Créeme; estás tan bonita como el día en que naciste. Es verdad que se te ve una que otra manchita amarilla aquí y allá, pero apenas se notan; y, por otra parte, esas manchitas no hacen sino aumentar tu hermosura: te lo digo de veras.

—Gracias —murmuró la segunda hoja, muy emocionada—. No te creo, no te creo en absoluto; pero lo mismo te quedo agradecida, porque eres muy buena; siempre lo has sido para conmigo. Creo que es ahora cuando empiezo a darme realmente cuenta de lo bondadosa que eres.

—Cállate —dijo la otra hoja; y se calló ella, porque se sentía demasiado emocionada para poder decir algo más.

Las dos permanecieron silenciosas. Pasaron horas. Después, un viento húmedo sopló, frío y hostil, a través de las copas de los árboles.

—Ah, ahora —dijo la segunda hoja—; yo…

Y su voz se quebró. Arrancada de la rama, cayó dando vueltas. Había llegado el invierno.


Capítulo VIII

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