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Capítulo XVIII: Malaban y los cambiaformas

Publicado el 01 junio 2024 por Fotograrteblog @fotograrte
Capítulo XVIII: Malaban y los cambiaformas

Cuando Malaban, montado en Daval, miró hacia atrás no se podía creer lo que estaba viendo. De hecho, cuando vio lo que le perseguía, casi se desmaya:  cuatro lobos negros gigantes corrían hacia ellos. A pesar de la lluvia y del miedo que sentía, sólo había algo que le quedó claro desde que los vio: aquellos lobos no eran normales.

Buscó en su macuto pero estaba temblando. ¿Por qué le habían elegido a él? Él sólo quería ser eremita. Un escalofrío le recorrió el cuerpo: sintió algo por dentro pero no era frío, sino miedo. Pensó que no sabía en dónde se estaba metiendo: él sólo había querido ayudar a un pobre anciano que estaba en un lado del camino.

Pero entonces pensó en lo que le había dicho Elandiar y entendió que era posible que hubiera algo que sí podía hacer. Abrió de nuevo su macuto mientras Daval corría como una exhalación entre los árboles camino de la cascada del Olvido, en el llamado paso de Gardas, porque allí con la caída del agua podrían despistar, aunque fuera por un poco de tiempo, a los terribles lobos.

Malaban vio entonces que allí había algo que no estaba antes: un arco y varias flechas habían aparecido en su macuto y vio también que el colgante era ahora color rojo sangre y suspiró. Al menos se podría defender y comprendió que el color rojo en aquel colgante era sinónimo de peligro. Sin embargo, no era momento de contemplaciones, así que cogió el arco y puso la primera flecha. No sabía cómo iba a dispararlas con Daval corriendo como una exhalación pero se acordó de sus tiempos de juventud y del instructor de los soldados en la ciudad costera de Lioron que les gritaba:


- Poneos en posición, respirad hondo, relajaos completamente y disparad la flecha. Sed uno con la flecha y alcanzará su objetivo.
Pensó en cómo iba a ponerse en posición, con el caballo saltando debajo de él, pero se obligó a darse la vuelta y a respirar hondo y entonces soltó la primera flecha. Se clavó en el más grande de los cuatro pero no sirvió de mucho porque no le había herido de gravedad. La fiera siguió corriendo pero al menos perdería sangre y eso podría ralentizarle, aunque lo dudaba. Sus ojos lo miraban fijamente como si con sólo acelerar ya pudiera matarlo: el escalofrío que había tenido no era sólo por el frío.
Cogió una nueva flecha y volvió a disparar. Ahora sí dio en el blanco y el segundo por la izquierda, uno que podía considerarse de tamaño mediano cayó con una flecha clavada hasta el fondo en su cabeza.
Daval rió.
- Uno menos -dijo en mitad de su relincho.
Malaban se preguntó cómo sabía que había caído si iba mirando hacia adelante, pero oyó el aullido de la bestia más grande y consideró que haría las preguntas luego.
Cogió una tercera flecha del carcaj que había en el macuto, la puso en el arco, respiró hondo y disparó. La flecha fue rauda hacia la bestia quien lanzó un aullido de dolor al ver que, ahora sí, la flecha le había perforado su peludo flanco izquierdo pero siguió corriendo sin prácticamente que la nueva herida afectase a su velocidad. Sin embargo, un reguero de sangre empezó a caer de donde la flecha se había clavado.
Malaban anotó para sus adentros que debía preguntar a Daval por aquellos lobos. Él desde luego era la primera vez que los veía. Como para que se le olvidase algo así.
De nuevo extrajo otra flecha, volvió a ponerla en el arco y tuvo que limpiarse la frente con la manga de la capa porque la lluvia era cada vez más cerrada y le caía por la cara a pesar de la capucha, impidiéndole bien la visión. Miró hacia delante y vio que cada vez quedaba menos para la Cascada del Olvido, sólo tenía que seguir disparando hasta que Daval pudiese llegar a ella.

Así que sostuvo de nuevo la flecha pegada al arco, respiró profundamente de nuevo, abrió entornando los ojos para evitar el agua que caía incesantemente y disparó. El lobo más pequeño cayó abatido. Pero la bestia seguía sin apenas demostrar cansancio y se fijó en el otro lobo. Se preguntó entonces por qué no lo había visto antes: era prácticamente igual a la bestia, salvo por su tamaño: era un poco menor, pero la expresión era aún más cruel. Se preguntó si eran nigromantes transformados o por el contrario eran siempre así y se quedó ensimismado pensando dónde vivirían aquellos monstruos: se consideraba alguien de mente abierta pero aquello claramente no era muy natural.
Daval relinchó y saltó sobre un tronco enorme que estaba caído entre dos bloques de piedra y él salió de su ensimismamiento. Llevaban un buen rato cabalgando sin descanso con aquellas bestias detrás pero juraría que había ido más deprisa que en todos sus viajes anteriores. Y de nuevo repitió la operación: cogió otra flecha, la puso en el arco, respiró profundamente y acertó en la bestia peluda más pequeña, que aminoró el paso pero siguió corriendo.


Capítulo XVIII: Malaban y los cambiaformas

Ya veía la cascada a unos pocos cientos de metros y oyó un graznido. Un águila majestuosa y gigantesca bajaba en picado hacia la bestia mayor que corría sin sentir las flechas que llevaba clavadas. El animal clavó sus garras en el lomo de la bestia que se revolvió y a punto estuvo de arrastrarla al suelo y aplastarla. Pero el ave fue mucho más rápida y levantó el vuelo descolgando las garras del lomo por lo que la bestia simplemente rodó sobre ella misma. 

Entonces Daval saltó al río y entró dentro de la cascada transformándose de nuevo en humano y condujo al atónito Malaban hacia la cueva interior, cerrando una puerta de metal. Allí dentro les esperaba un ser con ojos grandes y amarillos cuyos párpados bajaban y subían con rapidez, que hablaba deprisa y en susurros.
- Bienvenidos seáis a mi morada. Yo no puedo acompañaros hasta Naras, sino que debo permanecer aquí defendiendo este paso de las bestias que habéis visto. No podéis salir por donde habéis entrado porque están ahí fuera, oliendo a escondidas. Debéis ascender por la escalera que une esta planta con lo alto de las cataratas y avanzar sin demora hacia el Bosque de los Ranfredos, donde las bestias no es probable que os sigan. Tenéis que tener cuidado, eso sí: nunca se sabe qué otros peligros os aguardarán.

De repente, se fijó en el colgante de Malaban y le dijo sonriendo:
- Ya veo que Eliandar os ha dado uno de los colgantes de la presciencia que ahora es azul porque estáis a salvo, pero se pone rojo sangre cuando su portador está en peligro. Debéis aprender a usarlo: cada color significa una cosa y debéis tenerlo presente. Por cierto, no me he presentado, mi nombre es Salódado, soy el Guardián de la Catarata.
Malaban miró al colgante y luego a Salódado y le preguntó:
- Esas bestias, ¿son nigromantes transformados o son animales reales?

- Ninguno lo sabemos -repuso abriendo y cerrando con rapidez los ojos-. En cualquier caso, debéis poneros en marcha. Seguro que encuentran vuestro rastro en cuanto salgáis a campo abierto. Por eso debéis daros prisa. Pronto encontraréis al tercer compañero. No os asustéis: su aspecto fiero y agresivo esconde a uno de los más valerosos guerreros que el mundo ha conocido. Si es necesario, se empleará a fondo con las bestias que han sobrevivido. Pero no lo enfadéis: su valentía es sólo comparable a sus malas pulgas.

Les condujo entonces hacia la escalera e inmediatamente se transformó en el águila majestuosa que habían visto antes y les acompañó hasta que de nuevo salieron a la lluvia. Malaban se dio cuenta entonces que tenía las ropas secas pero que con la que estaba cayendo, pronto estarían aún más mojadas que antes.
- Lo siento, debo dejaros aquí. Si vuelo, las bestias me verán y sabrán donde estáis vosotros. Debéis partir de inmediato. Dejaremos las formalidades para más adelante.
Malaban volvió a mirar el colgante que de nuevo volvía a tener un color anaranjado que se enrojecía por momentos. Daval relinchó, saltó y montó a Malaban en su espalda mientras se transformaba de nuevo en el bello corcel veloz que había evitado que tuvieran que luchar con las bestias.
Casi al instante, un aullido que helaba la sangre de cualquiera, se oyó en la parte baja de la catarata y Daval apuró el paso, mientras el bosque de los Ranfredos, llamado así por la abundancia de estos árboles frondosos, cada vez se iba acercando más. Malaban se volvió y no distinguió a las bestias aunque estaba seguro de que volvían de nuevo a perseguirles.

Los enlaces a las imágenes se pueden ver si pincháis en ellas.


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