Capítulo 31.- Pizza se escribe con “V”
Pedro se había cansado de contemplar las cenizas de su chalet y los destrozos causados cuando el incendio se extendió al chalet de Jacinto, así que regresó al coche y llamó a Violeta. Para variar salió el contestador diciendo que el teléfono estaba desconectado así que decidió regresar a su casa. Sin embargo, como tenía hambre, pensó en hacer una parada en “La pizza risueña”.
Una vez allí se permitió el lujo de pedir una “hawaiana” y digo “lujo” porque nunca le dejaban pedir esa pizza ya que ni a Violeta ni a los niños les gustaba la piña, y por más que insistiese en que él estaba dispuesto a comerse todos los trocitos de piña no había manera y siempre ganaban los partidarios del champiñón y él ya estaba hasta el gorro de los hongos. Así que ahora se desquitó y comenzó a charlar mientras tanto con el dueño de la pizzería, Andrea Canoli.
Andrea empezó a contarle su vida, sus viajes en el carguero “Vesubio” haciendo la ruta Shangai-Valencia. Al principio Pedro no cayó (sobre todo porque estaba sentado) pero después, según iba degustando los sabrosos trocitos de piña miró la pizza, de la que ya se había comido una porción y… ¡allí estaba! ¡algo empezaba a encajar! El trozo de pizza que faltaba formaba una “V” y esa “V” se repetía demasiadas veces a lo largo de la libreta de Jacinto. Por otra parte, Andrea le había hablado del carguero “Vesubio” (“¡toma ya, otra V!” se dijo) así que se dirigió a Andrea y fue directo al grano.
– ¿Conoces a Jacinto Monteperales? -le preguntó.
– Ah, sí, claro que sí, siempre deja unas buenas propinas y es muy elegante y educado -respondió.
– Y hace mucho que lo conoces? -volvió a preguntar.
– Pues sí, desde mucho antes de que yo montase aquí esta pizzería -le aclaró Andrea que iba a continuar su relato cuando entró David- ¡Ea! ya era hora de que volvieses, chaval, que hay un montón de pedidos por servir -le apremió y se metió de nuevo en la cocina dejando interrumpida la conversación.
Capítulo 32.- Chinita tu, chinito yo
Ni Violeta ni Jacinto eran conscientes todavía de que sus chalets de la urbanización “El Chaparral” habían sido pasto de las llamas. Uno más pasto que el otro, pero pasto al fin y al cabo. El caso es que Toribio les había metido en un lío sin comerlo ni beberlo. Nunca mejor dicho, porque fue el interfecto el que se lo comió y bebió todo, con las patéticas consecuencias anteriormente narradas.
“El Chaparral”, “Un edén en la sierra, un descanso sin igual”, como anunciaba el gran Bobby Deglané, (arrastrando la “l” final en formidable proeza palatal), en Radio Madrid, allá por los 60, en su programa “Cabalgata Fin de Semana”. Fue la fantasía inmobiliaria de los españoles en aquellos años del franquismo. Jacinto Monteperales, en su infancia, no se despegaba los domingos por la tarde de la radio de su tía Eduvigis, la mujer del Arrugao, y dejaba correr su imaginación pensando en cómo de plácida sería su vida en una de esas parcelas de ensueño. Se juró a sí mismo que conseguiría tener su trozo de edén de “El Chaparral”; más o menos como Escarlata O’Hara en “Lo que el viento se llevó”, en una colina de Tara. Pero en llano, en Tomelloso y debajo de una higuera. Pero la intención es lo que cuenta. Y Jacinto tuvo intención. Y mucha.
Ya sabemos de su pasado tahúr, de su explotación de melones, de su master en Chicago… pero el grueso de su fortuna vino de una exportación clandestina de “etirimol” C11H19N3O a China en una época donde las transacciones mercantiles con el gigante asiático estaban muy vigiladas en España por el régimen comunista que imperaba allí. Introducía el etirimol de contrabando dentro de unos falsos melones de madera, que se había hecho fabricar en Vinuesa (Soria). Super ideales, por cierto. Parecía que este producto allí no era utilizado como fungicida, que era su uso habitual, sino que mezclándolo con salsa de soja, se obtenía un líquido pestoso que emitía un gas entre lacrimógeno e hilarante súper potente, utilizado por las autoridades maoístas para atajar las revueltas del centro de su país. Los chinos, al llorar por este compuesto, con la pasta que se les hacía con las lágrimas y como tienen los ojos rasgados, se les pegaban los párpados entre sí, quedándose ciegos temporalmente. La Guardia Roja aprovechaba esa incapacidad para hacerles cosquillas que, como todo el mundo sabe, a los chinos no les gusta que les toquen… las cosquillas.