Capítulo 59.- McKarran quiere saber
El día prometía ser muy movidito. Toribio, que seguía en la UCI, continuaba con sus declamaciones de latín y ahora había comenzado a recitar la Ilíada. En planta, en habitaciones contiguas, estaban Violeta (traumatismo craneoencefálico con herida inciso contusa afectando cuero cabelludo en el occipital) recién despertada y Jacinto (crisis aguda de ansiedad). Pedro había regresado muy tarde a su casa tras una noche de pasión y desenfreno… jugando a los bolos. Tati (o sea, Aniceta) se había quedado custodiando a Pía y Edu. La Fermi y su hijo David estaban como zombies y sólo veían billetes (de 100, de 200, de 500 euros…) por todas partes, pensando en venderle una de las viñas a Don Jacinto. Andrea seguía en “La pizza risueña” como buen trabajador que era. Y Anacleta Miñambres entró en escena aquejada de gastroenteritis…
A primera hora, al llegar Mr. McKarran al laboratorio y echar en falta el habitual peloteo de Jacinto Monteperales Jr., preguntó por él. Nadie sabía nada. Preguntó por Pedro Bareta. Aún no había llegado. Preguntó qué novedades había, y su secretaria Puri, le dijo que el Dr. Wilson, uno de sus habituales colaboradores en ensayos clínicos, había llegado a Madrid para intervenir en un Congreso. Puri no paraba de hacer llamadas y sólo fue capaz de contactar con un empleado de la organización del Congreso quien le dijo que el Dr. Wilson había sido reclamado por la Guardia Civil y se había ido al Hospital Central. Así se lo dijo Puri a McKarran y este dejó caer el puro al suelo pensando en el ídem que le podía caer si el tal Wilson largaba ante la Guardia Civil. Raudo y veloz se dirigió al Hospital Central.
Tras un largo recorrido de pasillos, ascensores, etc., encontró a Wilson dormitando en un sillón de relax que había en el despacho de la jefa de planta. Le dio tanta pena despertarlo… allí acurrucadito como un bebé y tapadito con una manta, así que se quedó un rato esperando. Eva, la jefa de planta (la planta era un cactus, Austrocylindropuntia subulata, por más señas, también llamado “alfileres de Eva” –y no es coña-) le ofreció un café y McKarran se quedó pensando en la similitud del cactus con la cara de la enfermera… hasta que despertó Wilson.
Comenzaron a hablar y pronto respiró tranquilo McKarran al comprobar que su traslado policial sólo había estado motivado porque requerían sus habilidades como cirujano. En esas estaba cuando la respiración se le volvió a cortar al ver –a través de la puerta de una habitación que se habían dejado abierta- cómo el Dr. Palominos le ponía una inyección en el cuello a su fiel aliado Jacinto Monteperales.
Capítulo 60.- El intérprete que llegó del frío
Mientras tanto, en cuidados intensivos, se desarrollaba otra escena. El intérprete de la Guardia Civil, Sergei Kurkowsky Rodríguez -ruso por parte de padre, talaverano por parte de madre- hacía su aparición en la sala. Miñambres se dirigió a él:
– Mire usted estamus aquí con un lío de pelotas, asi que a ver si nos hace el favor de aclararnos algo. Este tipu- dijo señalando a Toribio- lleva horas hablando una lengua extraña, y como resulta que es testigo de cargo fundamental en un caso que nos ocupa, necesitamos que hable con él.
Sergei se encaminó hacia donde estaba Toribio. Había terminado de recitar la primera guerra de las Galias y tenía al
personal destrozado. No podían soportarlo más, parecía que aquello no iba a terminar nunca. Después de intercambiar unas frases con él, se dirigió a la autoridad allí presente y le explicó:
– Creo que no voy a poder ayudarles, este señor solo habla latín clásico y yo soy especialista en lenguas cirílicas y primer arameo.
Miñambres se quedó sorprendido. No daba crédito a tal alarde de ineficacia. Esto sería culpa del cabo, seguro. Le iba a caer un puro que se iba a acordar de la Habana, ese desgraciao…. A Kurkowsky sin embargo, le pareció una situación interesante. Era un agente doble de la KGB y su especialidad era el espionaje industrial. En cuanto se enteró de las empresas que andaban detrás de todo esto, pensó que quizá podía sacar tajada.
Kurkowsky era un superviviente, un ciclista profesional que había llegado a este punto casi por equivocación. De hecho, fue durante el Tour de Francia del 82 cuando se forjó su destino. Cuando llegaron al Alp d’Huez él tomó una dirección equivocada, más aún, se separó totalmente del pelotón. Como tenía la costumbre de no mirar atrás, no se dio cuenta de que iba sólo hasta pasadas tres horas. Siguió pedaleando durante dos horas más porque pensaba que en algún punto se encontraría con sus compañeros de equipo. No fue así. Al caer la tarde llegaba a un pequeño monasterio rodeado de una muralla. Pidió asilo y algo de cenar, ya que estaba desfallecido. Entonces descubrió algo increíble. Se trataba de una orden milenaria que había vivido en aquel reducto durante años. Sus ancestros llegaron hasta allí huyendo de las persecuciones religiosas del siglo IX D.C. Eran los únicos que quedaban de la orden de San Vladimiro, el Somnoliento. Dominaban el cirílico y, entre esta actividad y su huerto, se ganaban la vida. A Sergei le gustó tanto el ambiente y la serenidad de aquel lugar perdido que les pidió quedarse con ellos y conocer ese idioma que, a fin de cuentas, también era el de sus antepasados. Las vicisitudes que siguieron a su partida, ocho años después, serían muy largas para incluirlas en este capítulo.