Capote discutió con el doctor Molins por una diferente visión de un problema filosófico que le planteé, me contó, y se negó desde entonces a acudir a su consulta. Lo cierto es que también entre una visita y la siguiente a la tuya cada vez pasaba más tiempo, a pesar de que considerabas que mantenías con él una buena relación de esas que llaman médico-paciente. Después te contaron que decía por ahí que eras demasiado orgulloso para ser un buen médico, que te faltaba un poco de humildad aunque, tal vez, esa carencia o ese exceso, según por donde se mire, es lo que probablemente te había empujado a ser lo que eras hoy. Capote era un loco que se lo sabía hacer muy bien cuando quería. Un tipo peligroso para el alma, pensaste. Tuviste que reconocer que te dolió ese juicio, aunque no le faltara parte de razón. Algunas tardes os encontrabáis por la calle. Médico, decía él. Capote, contestabas. Otras veces cruzaba la plaza montado en la bicicleta que el Trono le prestaba, con el pie atado al pedal, por respeto a su amigo.
El problema del doctor Molins es que se cree un médico diferente. Y, en el fondo, ustedes son todos iguales. Bueno, es lo que yo pienso. No niego que quieran ayudarnos y toda esa cantinela judeocristiana que se gastan; pero, en realidad, lo único que quieren es que nosotros les ayudemos a ustedes, les sirvamos. Guardaste silencio. En fin, médico, no sé por qué le cuento todo esto, sólo venía a decirle que no pienso volver a la consulta del psiquiatra, no me aporta nada bueno. Y deme algo para este puto dolor de muelas, ande. Algo fuerte que mantenga los dragones dormidos.