Revista Cultura y Ocio

Capricho musical

Por Zogoibi @pabloacalvino
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A mi querida Marisol, in memoriam

A veces, cuando estoy estudiando en el aula de Gonzalo, veo cómo junto a mis notas, escuálidas y arrugadas, como si enfermas o malnutridas, se entremezclan otras mucho más regulares, casi perfectas. Las mías salen de la caja de resonancia medio tullidas y no estiradas, quiero decir, no con sus palitos rectos, sino onduladas como cilios en movimiento, desiguales y arrítmicas. Algunas, las más pesadas, se van derechas al suelo y ahí se quedan, sin poder ya levantarse; otras salen disparadas y tropiezan con el techo o las paredes, rebotan y vuelven quizá al piano para engancharse de nuevo en alguna de sus cuerdas. No forman en desfile sino que marchan como en protesta, si acaso en caótica procesión, o qué se yo. De vez en cuando un grupo de ellas salen igualitas, bien parejas, y se quedan en el oído, jugando en la espiral del caracol, para elevar su poquito de armonía hasta el espíritu. Pero esas otras que digo, las que no son mías, llegan como desfile de hormigas en perfecta formación, todas iguales, en columna de a dos o de a cuatro, a veces sueltas, hacia arriba o hacia abajo, y revolotean por el aire de tal forma que no habría modo de asirlas: como golondrinas a la caza de insectos al atardecer, ahora se posan en los cables de la luz, ahora se precipitan por el aire en revuelto torbellino, y las veo pasar raudas o lentas, pero siempre riendo y echando gorgoritos. Cuando se encuentran con las mías corretean a su alrededor, envolviéndolas a veces o dándoles burlona escolta, girando en torno a ellas. Algunas se demoran, flotando, en las ocho esquinas de la habitación mientras otras viajan en hileras a toda velocidad haciendo perspectiva cónica, mayores las cercanas y en disminución hasta las más lejanas. ¿De dónde vendrán? Sígoles la pista como hago con las hormigas que, al principio del invierno, me aparecen en la despensa, y veo que casi todas se cuelan por debajo de la puerta, aunque las más menudillas, fusas o semifusas e incluso alguna semicorchea, entran por las rendijas del marco, y otras, las menos, por las de la ventana, aunque éstas envueltas en una aureola de luz como su fueran fosforescentes.

pentagrama
Al salir al pasillo me lo encuentro lleno de ellas, viaje va y viaje viene, hacia el techo o hacia el suelo, cruzándose, juntándose o en zig zag, pero todas provenientes de otra puerta vecina; y al franquearla veo a Marisol inclinada sobre el piano en medio de un agolpado tropel de bastoncitos que abarrotan el aula y que necesito apartar para llegar hasta ella, casi oculta entre negras, blancas y puntos, e incluso algún trozo de pentagrama completo que, locas, las notas han arrancado de la partitura y llevan prendido en sus pequeños ganchos. Aquí sí que las hay de todos tipos y llenan los huecos que deja el aire, se esconden entre los objetos de la estantería, desfilan pegadas a la pared o asoman por detrás del radiador, grandes o pequeñas pero disciplinadas y ordenadas por tamaños, asidas de la mano o la cintura, o en hilera. Las manos de Marisol vuelan sobre las teclas del piano ignorantes del revuelo que están organizando a su alrededor, como el científico loco que sigue experimentando en su laboratorio sin percatarse de que un terremoto derrumba la ciudad. Tan absorta está que ni siquiera ve las que le pasan por delante de los ojos, sus dedos apenas rozando los marfiles, y de cada roce brota un nuevo grupo de notas que se unen al baile y le brindan al corazón, o quizá al alma, una indecible sensación de liviandad, como quien levita, y también de plenitud, un algo insuflado dentro. Uno de los convoys, como una cadena serpenteante, viene hacia mí y antes de que pueda darme cuenta se me ha metido por un agujero de la nariz y se pone a girar dentro de mi cabeza, a tal velocidad que me da vértigo. Luego sale por el oído derecho, porque el izquierdo lo tengo un poco estropeada desde que hice la mili; y entonces otro grupo, de esos que llevan pegado el pentagrama, digamos como puesto, casi todas blancas y creo que alguna redonda, no sé si ligadas o no pero con su clave de fa incluída, me eleva por los pies y pierdo el equilibrio, pero caigo sobre las líneas y, como formando alfombra voladora, me dan primero un garbeo por el aula y después me llevan hacia fuera, por la puerta abierta del balcón, elevándome por encima de la escuela hasta casi el castillo y otra vez de vuelta al aula, donde me caigo al bajarme en marcha. Así que ahí me quedo, sentado en el suelo, viendo cómo el piano se expande o se contrae, o se ondula como si fuese de goma, ora panzudo, ora estilizado, ocupando en algunos momentos toda la pared. Y son las manos de Marisol ya invisibles, regidas por el principio de incertidumbre de Heisenberg para la nube electrónica, sobre algún lugar indeterminado, o quizá inconcreto, del teclado.

Cuando acaba de tocar, casi todas las notas se difuminan, o más bien se esfuman; regresan al pozo del tiempo del que han salido o se disuelven en el aire, que queda claro y diáfano, salvo por algunas pocas, que permanecieron unos instantes más, obedeciendo a un calderón, en las esquinas o en los rincones, resistiéndose a desaparecer pero perdiéndose finalmente como quien se adentra en la niebla. Entonces Marisol me mira y me sonríe. “¿Qué haces sentado en el suelo?”, me pregunta. “Nada, sólo escuchaba”.


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