Carlos Giménez está contando su biografía y la de nuestro país por entregas. Su vida es su obra y en el último capítulo ha escrito el prólogo, o como dicen los modernos, la precuela. 36 – 39: Malos Tiempos es, como especifica sin lugar a dudas el título, una crónica de la Guerra Civil Española. Pero a Giménez no le interesan las grandes batallas ni los hechos principales reflejados en los libros de Historia. Él se fija en la historia con minúscula, la que se escribe día a día por las personas anónimas, aquellas que padecen las consecuencias de los actos de sus dirigentes. Carlos Giménez siempre se ha preocupado por la gente de la calle, por los civiles caídos y los niños que sufren aún más que los adultos porque viven unos horrores que ni siquiera comprenden. A través de pequeñas anécdotas y de pinceladas costumbristas está dibujando un gran fresco de nuestra historia reciente que forma un todo como su obra magna.
Giménez pretende con 36 – 39: Malos Tiempos un relato neutral que muestre los desastres de la guerra por ambos lados y la lucha por la supervivencia. Muestra las mezquindades, las muertes absurdas, la sinrazón, los cambios de bando por instinto de conservación y el hambre, siempre el hambre. Según se pasan las páginas, el autor desarrolla desde las primeras tomas de posición y los paseíllos, hasta el Madrid sitiado y finalmente la prepotencia de los vencedores en su tremenda revancha. El dibujante deja de nuevo claro que lo que le preocupa son las repercusiones. Y si bien es este un discurso favorable a eso que se ha venido en llamar la Memoria Histórica, al final lo que queda es que las guerras las sufre el pueblo y que en una guerra se cometen muchas atrocidades porque están hechas por seres humanos, capaces de las mayores grandezas, pero también de las más terribles ruindades. El mensaje final es lo fratricida que es la guerra en sí para todos.
Pero Carlos Giménez no es un historiador ni pretender serlo. No es esa su función. Él es sólo un contador de historias que cuenta lo que sabe. Y ahí reside el mayor desliz de este comic. No en las cosas que cuenta, sino en cómo las cuenta. La ideología política de Carlos Giménez siempre ha sido conocida y cuando se aparta del relato de los hechos para dirigir un discurso con una toma de postura manifiesta, le pierde el tono panfletario. Cuando para ilustrar escenas heroicas de la defensa de Madrid recurre al afectado estilo de los carteles que dibujó para pequeños partidos de izquierda durante la transición, falla. Cuando sus dibujos adquieren un tono elegíaco que en muchos momentos recuerda a la estética de la propaganda soviética de la primera mitad del siglo XX, sus personajes rozan el fanatismo, más que la gloria. No necesita de esas escenas de manifestaciones idealizadas que quedan impostadas al lado del tono general de la obra, le basta con mostrar los hechos.
Giménez ha depurado su estilo y dibuja mejor que nunca, con trazo expresivo y certero. Sigue con sus estereotipos de señoritos de derechas esperpénticos y obreros de izquierdas dignos o consumidos por las privaciones. Sus curas son siempre orondos; sus empresarios, altivos; sus beatas, de rostro avinagrado. Es retratando al hombre de la calle, calzado con humildes alpargatas, donde resulta más emocionante. Dibujando el rostro de la pura maldad, cuando su mensaje es más contundente. Y son sus niños de rodillas huesudas, orejas de soplillo y ojos enormes con una eterna expresión de infinita tristeza y hambre, que poblarán los hogares del Auxilio Social, los que tocan la fibra sensible. Ahí es donde tiene más éxito, en decir que una guerra es absurda, detestable, indeseable. No en recuperar sus causas, sino en enseñar sus consecuencias.
Fran G. Lara