El ruido en la ciudad despierta temprano. Antes de bostezar por primera vez en el día, se cuela el sonido de los carros en la autopista, el de los niños llegando al colegio, el del señor abriendo el portón para dejar salir los camiones. Tengo muchos años despertando en la misma esquina, esa que desde la ventana me muestra la escuela donde estudié, el parque de diversiones que parece eterno; desde donde descifro el tráfico y desde la que, si tengo paciencia, se consigue un poco de quietud.
A veces salgo despavorida de Caracas, de ese tráfico constante, de su ruido, de su intolerancia, pero vuelvo a ella atraída por una especie de imán, convencida que no hay otro sitio en el que se pueda estar mejor que sus calles, y esa esquina de mi casa.
A Caracas la quiero por todos lados, muy a pesar de lo que tiene en contra. La he visto de todas las maneras posibles. Y es que para entenderla, hay que caminarla a cualquier hora, como abstraídos, porque es la única manera de saber porqué vamos tan agitados de un lado a otro, porqué corremos hacia el Metro, porqué salimos antes de la hora pico, porqué evitamos las noches, pero no dejamos de disfrutarlas. Caracas nos sumerge en el tráfico y, muchas veces, en la anarquía, pero también tiene un lado amable: el verde de El Ávila, las flores de Galipán, los colores de El Hatillo; jardines escondidos que se han convertido en un refugio alejado de toda prisa; un café siempre caliente en los rincones más insospechados; la risa. Porque si algo tiene Caracas es que, a pesar de tanto, sabe sonreír.
Caracas tiene maravillas en el Centro de su caos, aunque muchos no quieran caminarlo. Caracas vibra de noche porque aquí se canta bien, se baila bien, se come bien a cualquier hora. Caracas tiene eso y más. Entonces, a uno no le queda más remedio que entregarse enamorado a esta ciudad que conocemos casi con los ojos cerrados, que a veces despista, pero que es -al menos para mí- como ese primer amor al que parecemos perdonarle todo.
Se me hace difícil, a veces, renunciar a esta ventana desde donde también veo El Ávila jugando con los atardeceres. Me siento, escribo y casi siempre suspiro. Así, todos los días, cada día.