Hay, mucho me temo, dos clases de personas, no hace falta darle demasiadas vueltas al asunto.
Están los que no hacen nada, nada de nada, y están los que hacen algo todo el tiempo.
A los sujetos que no hacen nada a veces les da por pensar lo interesantes que podrían ser, el fantástico giro que podrían tomar sus vidas si se les ocurriera hacer algo. Algo que, de más está decirlo, no hacen nunca porque no les dura la pulsión. No les sale nada.
Los sujetos que hacen algo todo el tiempo, los sujetos que no paran de hacer cosas, piensan a veces lo bueno que podría ser descansar, estar aunque sea por un breve intervalo de tiempo sin hacer nada.
Pero no es posible, lo que equivale a decir que no se puede. Porque aquellos que no han hecho nada, cuando intentan hacer algo descubren que, justamente, hacer algo es una experiencia de lo más insatisfactoria. Les resulta difícil comprender, después de intentarlo, cómo es posible que existan sujetos sobre la faz de la tierra que corran maratones, laven el coche o planten habichuelas. Y aquellos que hacen algo, aquellos que parecen estar ocupados haciendo cosas todo el tiempo, cuando intentan parar, detenerse, descubren el novedoso horror al vacío. Sin tener algo para hacer perciben que prácticamente no son, no existen. Sin la particular actividad que practican (y el correspondiente grupo de pertenencia), la vida se transforma en una desolada playa.
Luchar contra ese rasgo del carácter resulta tan absurdo como inútil. Tratar de no ser lo que a uno lo define es una situación que provoca frustración y angustia en indefinibles proporciones. De eso se trata estar vivo, por otra parte.