Publicado en HeraldPost.es
La Comunidad Económica Europea era una idea cojonuda. El Mercado Común. Nada menos. Mercado es una palabra preciosa. ¿A quién no le gusta ir al mercado? Cocinillas expertos, profesionales y aficionados, nos acercamos a los mercados. Comparamos puestos. Y ahora además te puedes tomar una cañita o picar algo y ver que tal el género. Eleven esa idea a la enésima potencia. Piensen en las calles llenas de tiendas de similares productos del centro de su ciudad. O en los Centros Comerciales, que son sin duda una versión modernizada, y algo más fea, por qué no decirlo, de esos primeros mercados que mencionaba. Piensen en ello y elévenlo si no han olvidado sus mates. El resultado es un de mercado de mercados. Sean éstos lonjas de pescado o polígonos industriales. Vístanlos con el glamur de la caña, la tapa y una adecuada reforma si quieren. Piensen en la calle Laurel de Logroño. O mejor en la calle San Juan.
Nada había de malo en que lo que ya ocurría dentro de cada país, ocurriera entre varios países. Libre circulación de personas, productos y dinero en una zona determinada. Competencia entre los miembros para atraer a esas personas y a esos dineros a sus zonas de influencia, su propio territorio. A casa. La idea además se ha venido copiando en distintas confederaciones comerciales a lo largo y ancho del planeta. Así fue hasta que, sin que nadie se lo pidiera, los prebostes de la futura patria europea decidieran importar todo el imaginario estatista: parlamentos, constituciones, moneda fiduciaria, banco central, etcétera. Y se jodió el asunto.
Vinieron los Mastriques y las Lisboas. Sus Bruselas, sus Estrasburgos. Su Fráncfort del Meno y su Diario Oficial de la Unión Europea. Toda la parafernalia, digo. El Supraestado Europeo, la Supernación del Viejo Continente, que podría haber sido, por cierto, el sueño de cualquier fascista, mató una idea estupenda como el video mató a la estrella de la radio. La burocracia – los burócratas – se revolvió sobre sí misma, dándose cuenta para su propio beneficio y dolor de nuestros bolsillos y esperanzas, que la competencia comercial entre naciones lleva a naciones más eficientes, y por lo tanto menos burocráticas. En el Mercado Común Europeo, en la CEE, hubieras podido tomarte una cañita mientras degustabas un holandés o un finés – ahórrate los chistes, yo también los he pensado – antes de ver si comprabas más o no. Todo ello en un entorno recién restaurado para tu solaz y alborozo.
Esta vez le ha tocado a Apple, pero todos lo sufrimos a diario. Hasta el gobierno irlandés, ese que hizo las reformas en el sentido que marcaba la lógica de la eficiencia y atrajo a su zona de influencia al gigante de Cupertino y a muchos otros, ha salido en su defensa. El mero gesto me hace tener esperanza. Noruega o Suiza ya renegaban del mastodonte legal europeo, pero se apuntaban al comercial. Después de la rabieta británica, los flemáticos de la Pérfida Albión, me temo que abrazarán el mismo camino. Básicamente esto significa adoptar la mayoría de las ventajas de la UE y casi ninguno de sus inconvenientes. Qué quieren que les diga, yo haría lo mismo.
Así están las cosas. Hace algo más de medio siglo unos iluminados tuvieron una idea cojonuda. Y la pusieron en práctica. Y vieron que era buena. Y no quiero ni pensar que hubiera pasado si inventan internet 20 o 25 añitos antes. Era una idea brutal. Potente. Un sprint histórico en la dirección correcta. Y llegaron sus nietos, y le prendieron fuego. Y seguramente pensaron que el abuelo estaba gagá. Pon aquí el insulto que gustes.
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