La poca curva que tienen sus pies nunca le permitió andar con la rapidez y la seguridad con la que deseaba hacerlo. Carlo siempre se tropezaba con sus propias piernas cuando intentaba correr, esta inseguridad en sus pies hace que su caminar sea vacilante como el de un niño que comienza a erguirse. Cuando la gente lo espera en un punto y se le ve aparecer a lo lejos, los minutos se vuelven eternos viéndolo acercarse, como si se hubiera dejado algo en casa o dudara entre presentarse o desertar, así que sus citas solían desistir y marcharse del lugar. Siempre ha tenido pocos amigos o más bien ninguno. Sus pies han provocado en él un carácter dubitativo, Carlo nunca sabe dónde ir, nunca sabe por cual decidirse, así que vive en el limbo de la indecisión eterna. Esta cualidad tatuada en su carácter se refleja en su mirada enmarcada por un gesto fruncido y desconcertado y unos ojos embelesados siempre en un punto indeterminado un poco más allá del objeto que tiene en frente.
El único lugar en el que realmente se siente a gusto es en las estaciones de trenes donde puede ser un mero observador sin la atención constante de un interlocutor. Allí observa a los que van y vienen con la misma mirada pérdida que él, con el cansancio de un viaje, los reencuentros y despedidas, los comienzos y los finales, la ambigüedad de cada situación le hace sentir bien porque no le obliga a elegir. Todos aceptamos estas dualidades de la estaciones, llegar, irse, viajar, volver, esperar, marcharse, llorar, reír… Allí se convierte a los ojos de todos en un ser dual pero acorde con la sociedad y por ello pasa inadvertido.
La estación absorbe su persona, siente que parte de su personalidad está impresa en los carteles que anuncian los trenes y cada vez pasa más horas allí. Invisible y a la vez interactuando de la única manera que sabe, la mirada. Es feliz siendo un espectador de la vida en sociedad, un aprendiz de dualidades, un mero personaje circunstancial que no forma parte de la historia, ni para bien ni para mal, pero que adorna el escenario, un extra.
Los trabajadores de la estación al principio no se percataron de su presencia y luego pensaron que se trataba de un sin techo buscando abrigo, en alguna ocasión le interrogaron o trataron de echarle para evitar altercados pero su docilidad hizo que se olvidarán de él. Ahora sólo él sabe que existe, que está presente, que vive observando la estación que habita.
Estación de tren de Santa Apolonia, en Lisboa. Foto: Sara Gordón
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