Felipe González, que presidió el Gobierno 14 de los 25 años de la actual democracia, tuvo que remontarse al reinado de Carlos III para encontrar en la Historia de España algún momento de prosperidad y creatividad parecido al que se inició en 1977, y que conmemoramos ahora.
Aquel Borbón, que ya había reinado 25 años en Nápoles, llegó a un país atrasado en 1759, y a su muerte, 29 años después, lo había transformado radicalmente, aunque no consiguió hacerlo irreversiblemente.
Cabeza del Despotismo Ilustrado, del gobierno para el pueblo, pero sin aquel hambriento y analfabeto pueblo, creó el catastro, que reveló a quién pertenecían las tierras; el sistema monetario; El Banco de San Carlos, embrión del de España; la sanidad pública; sistemas de atención a ancianos y huérfanos, y las Sociedades Económicas de Amigos del País.
Hizo obras públicas fundamentales, repoblaciones humanas en España y América –en el sur de EE.UU. se habla español gracias a sus colonos–, suprimió distintos aranceles anticomerciales, y dio poder a los universitarios, frente a los nobles y una Iglesia que se oponía al progreso porque era demoníaco; incluso, tuvo que expulsar a los jesuitas. Así, abrió el país a las luminosas influencias culturales y científicas extranjeras.
Sus cambios fueron tan trascendentales entonces como los de nuestra democracia actual, y aunque algunos de sus descendientes –empezando por Fernando VII– involucionaron, Felipe González fue justo y acertado al evocar a aquel gran rey.