Cuando era chico lo esperaba con entusiasmo y una gran ilusión. Su llegada significaba un permiso para jugar con agua a la hora de la siesta, disfrazarme con amigos, y estar hasta altas horas de la noche con ellos en el corso de mi barrio arrojándoles espuma en las partes pudendas a las bailarinas semidesnudas que movían sus cuerpos en las diferentes comparsas que por él pasaban.
Con los años descubrí que no en todo el mundo se festejaba de la misma manera y me asombré cuando ví por vez primera en televisión las magníficas imágenes del de Río de Janeiro, con sus miles de danzantes emplumados y las bahianas que giraban como en trance, iguales a los derviches, esos que conocería en Estambul muchos años más tarde.
Luego, al llegar a España en mi viaje iniciático como viajero, me contaron que en cada ciudad del país se lo festejaba de un modo distinto y me aconsejaron especialmente que no dejara de ver el de Cádiz y el de desfile de los cabezudos de Valencia (ese que tan famoso hizo Almodóvar en la Mala educación al usarlo como testigo de una escena donde se planea un crimen). En cambio los de Palma y Gran Canaria no me los recomendaban para nada… “puesto que eran muy gay” según aclaraban con el último suspiro del franquismo, pronunciando la palabra g-a-y perfectamente españolizada, y no como se la pronuncia en inglés.
Si bien mis recuerdos de carnaval siempre fueron intensos, debo confesar que fue en Venecia y en el primer año de este nuevo siglo que, por esas cosas del destino, me encontré viviendo una experiencia increíble e inolvidable a la vez. Por entonces el avión era un medio de transporte caro y, quienes teníamos menos de treinta años de edad y pocos dólares en el bolsillo, viajábamos munidos de la chequera de Eurailpass que significaba la llave de acceso a toda la geografía del viejo continente a bordo de sus trenes recargados de historia.
Así es como yendo de Roma Términi a Budapest (un trayecto que significaba dos días de viaje con paradas que incluían Venecia, Ljubliana y la por entonces convulsionada Sarajevo) descendí en la ciudad de las góndolas, dado que allí debía realizar mi primer cambio de tren.
Dejé mi mochila en los lockers de la estación de Santa Lucía y me dirigí a la boletería dispuesto a timbrar mi boleto para que me validaran el tramo hasta Budapest. Me llamó la atención la excesiva cantidad de gente que poblaba la sala central pero no le dí mayor importancia, ya que al ser un día domingo y cerca de las siete de la tarde, muchos italianos estarían regresando a sus ciudades de origen para arrancar la semana laboral.
Pero rápidamente me di cuenta de lo que sucedía cuando al llegar a la boletería, el empleado me atendió con un antifaz emplumado y ví que hasta los guardas y maleteros estaban con el mismo atuendo. Sonreí por lo increíble de la situación y luego de sellarme el boleto y desearme “una buona stanza di carnevale”, troté hacia la puerta de la estación, que se abrió automáticamente y me introdujo en pocos segundos en lo que parecía un cuadro de Canaletto en versión posmoderna.
Las figuras humanas que había visto en películas, almanaques y postales de Venecia, pasaban delante mió como en un desfile que me pareció desafiante ante mi duda eterna de si era realmente como se lo mostraba o era una puesta en escena para los turistas.
Dos jóvenes con un gorro de arlequín que arrastraban a un Salieri totalmente borracho me llevaron por delante y quedé mirando una escena en la que una niña negra, vestida de hada le pedía a la madre que le compre una máscara con lentejuelas, de esas de estilo comedia italiana. A su lado, una pareja de turistas con antifaces de plumas coloridas se fundían en un beso en la ciudad de los enamorados y, a lo lejos, sobre las aguas del canal, un vaporetto recargado de pasajeros transpiraba hacia el interior un hedor que le quitaba romanticismo al cuadro.
Caminé hacia uno de los puentes y encendí la cámara. Estaba solo y no podía compartir ese momento con nadie, así que apreté play y comencé a contarle a un oyente imaginario todo aquello que veía. Luego atravesé el puente y anduve un buen rato al borde de las pequeñas calles admirando los parantes rojiblancos tan típicos de la ciudad y que en el resto del mundo sirven de diseño para caramelos o para decorar peluquerías.
Llegué a una pizzería y en la entrada, al lado del menú colgante de la puerta, un maniquí vestido al estilo de María Antonieta también escondía su mirada de resina tras un antifaz esquivo y en una de las manos, como si lo fuera a necesitar, sostenía un abanico con la misma gracia que lo haría un humano.
Pregunté a un matrimonio de ancianos donde quedaba la Piazza San Marco (los ancianos italianos son una debilidad, siempre que les pregunto algo, termino horas hablando con ellos) y al notar mi acento diferente me preguntaron de donde era. Como era de esperarse, la mitad de su familia vivía en Argentina, así que además de decirme cómo hacer para llegar a la plaza, estuvimos un buen rato conversando, hasta que los dejé para ir a la plaza.
Atravesé el Puente de Rialto (que estaba atestado de turistas y algunos niños que competían para ver quién de todos arrojaban las papas de McDonald´s más lejos) y llegué a San Marco. Verla de noche fue una gran emoción y retuve en mi memoria esa imagen de las cúpulas doradas recortadas en el negro de la noche y las siluetas de los leones que se mantienen como guardianes incólumes de la historia de la ciudad.
Una mujer con una peluca gigante, ampuloso vestido de miriñaque y un antifaz de mano pasó delante de mí. No pude más que recorrerla con la mirada. Ella notó mis ojos sobre ella y con una reverencia digna de los bailes de máscaras del siglo XVII, quebró su cintura hacia un costado y escondida tras su traje de cortesana me regaló una sonrisa.
Esa noche descubrí que cuando uno viaja, el destino y el camino siempre nos atesoran momentos que no se pueden prever por la vía de la razón. Llegué a Venecia por casualidad (puesto que no había previsto una parada allí), en su fiesta más típica (si bien siempre me llamó la atención el misterio y magnetismo que ejerce la ciudad, nunca se me hubiera ocurrido ir en esas fechas) y fui recibido por una extraña y anónima dama que, en la plaza más bella del mundo, me hizo el mejor regalo de carnaval que nunca olvidaré.