Lectora temprana de filosofía (a los 14 años, comenta, leyó a Kierkegaard y Spinoza, se deslumbró con Simone de Beauvoir y le llamaba la atención Freud), duda en identificarse como filósofa. Prefiere otro lugar, mucho menos definido, mucho más potente: “Creo que soy parte de los movimientos sociales sobre los que escribo; mi propia vida fue posible gracias a determinados movimientos, feministas, lesbianos, gays, de derechos civiles. Ellos me formaron”. Sin embargo, a los movimientos sociales Judith Butler también les desconfía cuando se pretenden identitarios, proveedores de nuevas clasificaciones: “Lo que necesitan es ser capaces de fijar lugares de traducción, de conexión y de reconocimiento recíproco”.
Esta perspectiva, convertida en situación de pensamiento, alumbra la diversidad de problemas que esta prolífica autora recorre en sus libros: las disputas asociadas a los géneros, los cuerpos, los afectos, las vidas que socialmente logran derecho a duelo y que, en tanto tales, merecen la pena llorarse y aquellas que simplemente desfilan como números inertes, vidas precarias y vidas para ser sacrificadas en la guerra.
Este breve libro editado por Katz en la colección dixit incluye una conferencia que Butler dictó en Barcelona el año pasado y una entrevista realizada por Daniel Gamper en esa misma ciudad. Ambos textos sirven para entrar en lo que Butler ha desarrollado en su libro Marcos de guerra. Las vidas lloradas (Paidós, 2010) en un tono oral que se traduce en una prosa ligera.
Sobresale una idea-fuerza: “Toda guerra es una guerra sobre los sentidos”, ya que sin su alteración ningún Estado podría llevarla adelante. El periodismo, las imágenes que circulan sobre la guerra, las decisiones narrativas sobre lo que se muestra y lo que se oculta es lo que regula el campo sensorial que “prepara el terreno epistemológico y afectivo para la guerra y, por lo tanto, forma parte de ella”. La producción de esa sensibilidad tiene el objetivo de volvernos interiores al enfrentamiento en la medida que “consigue reclutarnos para el esfuerzo de guerra por medio de la interpelación visual de las noticias”. Ese campo sensorial, por ejemplo, es el que permite que se hable de una “población objetivo”, que se aproveche una mano de obra barata, desesperada y disponible para la empresa bélica y que ciertas corporaciones intenten recolonizar territorios.
Los marcos de guerra, entonces, son los que organizan esa racionalidad, producen una afectividad para tal fin y delimitan lo pensable. “Cuando una vida se convierte en impensable o cuando un pueblo entero se convierte en impensable, hacer la guerra resulta más fácil”. La distancia con lo que pasa en un paisaje que se nos vuelve remoto, con esos hombres, mujeres y niños que vemos correr, morir o simplemente desfilar de una manera que también nos parece ajena y lejana zurcen el campo sensorial que posibilita la guerra y que nos involucra en ella justo cuando la sentimos y percibimos indudablemente foránea.
Y aún más acá y más allá: ¿cómo se traduce esta operación frente a la migración? También se trata de la producción de un campo sensorial, ya que las políticas referidas a la migración hacen que “ciertas vidas se perciban como vidas, mientras que otras, aunque aparentemente estén vivas, no consiguen asumir una forma que se perciba como la de los seres vivos”. Esto establece una distribución diferencial del dolor. Son disposiciones afectivas con consecuencias políticas: la percepción de ciertas poblaciones las hace merecedoras o no de duelo, de dolor, de llanto. Algunas valen nuestra pena, otras no. Así se entiende, por ejemplo, que se escuche con naturalidad en un noticiero que se negocia la vida de un soldado israelí por mil presos palestinos. ¿Qué está detrás de esa aritmética? ¿Qué expone esa cifra? ¿Qué percepción exige de nosotros?
La “desigualdad radical” entre vidas, que se plasma en modos diferenciales de contar los presos y los muertos, los nacionales y los extranjeros, se expresa en afectos, en modos diferenciales de percibir su valor, su merecimiento de dolor y constituye el fundamento íntimo y social, público y difuso, del racismo. “Matar a una persona así, supone un racismo que diferencia por adelantado quién contará como una vida y quién no”. Los que plantea Butler son, en definitiva, problemas decisivamente vitales para la movilización política y para la construcción de lo que la autora llama una “democracia sensible”.
Por Veronica GagoFuente: Página/12