El escritor, en cualquiera de sus edades, que ha terminado su primera obra es un ser feliz. El mundo, su mundo, se ha transformado al mismo ritmo que su libro se iba construyendo. Ahora es algo más viejo, algo más calvo, pero no más sabio.
Pero de nuevo debe chocar con la realidad. ¿A quién entregar el libro para que le eche un vistazo y le ofrezca su sincera opinión? Porque, como ya se sabe para estas horas, el escritor-nonato es un hombre pusilánime que necesita del reconocimiento ajeno para poder seguir su trabajo. Hasta la fecha, su labor estaba oculta en su cabeza y en los folios que iba pergeñando, pero una vez finalizada la obra hay que cotejarla con el mundo exterior, oxigenarla, dotarla de vida.
El escritor piensa en aquellas personas próximas que podrían darle una valoración. Primero lo intenta con su novia, media-orange o mujer a las que, como es natural, no les interesa para nada lo escrito. Le dicen que deje la copia sobre el aparador y ahí se la encuentra tres semanas más tarde con una capa de polvo.
Visto que esa opción no parece la adecuada, empieza a pensar en su cuadrilla, esos amigos-de-toda-la-vida que no hacen más que tomar copas los fines de semana. Entre ellos, bien es cierto, siempre hay algún lector empedernido. La cuestión que se le plantea al pulidor de palabras es si debe entregar la copia a todos o sólo a algunos de los amigos. Esa decisión, como es lógico, puede dar lugar a malas interpretaciones y fuertes resentimientos. Por fin, tras varios días de reflexión, decide entregarla a todos para que, desde distintas perspectivas, le den sus puntos de vista. La espera se le hará al escritor-novel insufrible. Comenzará a pensar en qué página estará cada uno de sus amigos, si les estará gustando, cuánto tardarán en leerlo, cómo le mirarán después de leerlo, qué le dirán.
Curiosamente el acercamiento será distinto. El amigo lector de libros, por ejemplo, no contestará nunca a su demanda ni hará acuse de recibo, como si no existiera el manuscrito. Ese amigo dejará de ser amigo para siempre ante tal insulto; sin embargo, el más insustancial de la panda le llamará al día siguiente para felicitarle y decirle que no ha podido dormir en todo la noche de tan enganchado que estaba.
En conjunto la respuesta será muy desigual. Cada uno se habrá fijado en cosas diferentes (en las faltas de ortografía, en la parte histórica, en la descripción de la escena x, en las incoherencias del diálogo). Todos, además, habrán adivinado qué personajes son ellos y se quejarán del trato recibido (porque incluso los amigos analfabetos saben que el autor siempre se inspira en su entorno más inmediato), debiendo pagar varias copas a los ofendidos ante el temor a una demanda judicial en los tribunales.
Una vez superada esa prueba iniciática, el escritor se percatará de que la opinión de sus amigos no tiene mucha importancia. Al fin y al cabo no son lectores, no son escritores, ni editores. En definitiva, que no son nada en el mundo literario, ni siquiera compradores de libros. Por eso buscará más altas cualificaciones.