Por ello decidirá hacerse su propio informe de lectura, un informe completo, que recoja la riqueza narrativa de su obra. Si los editores utilizan a lectores externos, él también podrá hacer lo mismo, piensa. Y, gracias a internet, decidirá contratar a una lectora, una de esas personas con criterio que conocen el mercado. La elegirá con cuidado no sea que también le critique el manuscrito, algo que su salud mental no soportaría. Para asegurarse, elige a una mujer joven que se deje intimidar por su vehemencia (da igual que tengan veinte, cuarenta o sesenta años, los escritores son siempre vehementes). La lectora, joven pero no tonta, le cobrará 100 euros por su labor. Pero además para convencerle de la bondad de su trabajo le dirá que con ese informe podrá ir a todas las editoriales del país donde será bien recibido. Le contará que trabaja para los grandes sellos –incluso para Jorge Herralde en persona– y que gracias a ella varios novelistas famosos habrán conseguido publicar. Toda esa información le relajará al escritor neófito y le reafirmará en su idea primigenia de que va por el buen camino.
