Revista Cultura y Ocio
Por fin, dos años y tres meses y cinco días y veinte minutos después de comenzar aquella costosa primera frase, el libro ha sido terminado. El final, como el principio, ha llevado su tiempo, pero el resultado ha merecido la pena (predominan en la actualidad finales abiertos para que los lectores piensen lo que les dé la gana y asuman sus responsabilidades, que van más allá de pagar el precio del libro).
Llega el momento de decidir el título y de su relectura atenta. El título ha sido retrasado varias veces tras el fracaso de la primera y de la última frase. Sin embargo, le sale con cierta facilidad cuando ha finalizado. Suele poner un nombre con poco gancho mediático, pero muy honesto, algo así como Dejamos la piel en el intento.
El manuscrito se ha leído cientos de veces, pero siempre de forma parcial, sin una visión de conjunto y sin el distanciamiento necesario. En esas lecturas sesgadas se ha pasado de momentos de euforia y alegría (saltos, grititos, alguna masturbación heroica) a situaciones de depresión y abatimiento (lloros, lamentos, alguna masturbación penosa).
Pero eso es normal. ¿Qué escritor no sufre altibajos a lo largo de dos años y tres meses y cinco días y veinte minutos? ¿Qué ser humano puede soportar la tensión de una creación a tan largo plazo sin una final asegurado y, por supuesto, sin una publicación en perspectiva? No encuentro muchos ejemplos en la vida moderna. Quizá los músicos profesionales.
La lectura final del libro obliga a corregir mucho. Pero son aspectos más de detalle, de estilo. Nadie se atreve a cuestionarse lo que ha supuesto ya dos años y tres meses y cinco días y veinte minutos. Como mucho, arreglos cosméticos, pequeños anclajes dentro de la estructura para ofrecer una mayor coherencia. Por fin, el escritor-néofito ha adquirido sus galones (su obra, claro). Ya puede volver a mirar al resto del mundo con una pizca de superioridad. Tiene su obra, una obra que le ha costado dos años y tres meses y cinco días y veinte minutos. Una obra en la que ha metido a toda su familia, a sus antepasados, a los amigos, a los compañeros de trabajo, a sus antiguas novias, al jardinero del parque; una obra en la que ha descrito su casa y la de todos los conocidos; una obra, para qué mentir, total… y totalitaria.
Ahora sólo queda conocer la impresión de los demás. ¡Glups!