Revista Libros
Una vez que el escritor opera-prima –cualquiera que sea su edad– anuncia que va a dedicarse a idear nuevos mundos literarios, se abre un periodo de paz espiritual. Han sido muchas las tensiones sufridas en los últimos meses, muchas las burlas recibidas, los comentarios jocosos, las caras de indiferencia por parte del personal.Por supuesto, en esta nueva etapa de su vida, el escritor en ciernes sigue realizando sus tareas habituales porque ha comprendido que no puede vivir de la escritura (sólo el prejubilado puede elegir con libertad). Por eso sigue yendo a la facultad de derecho o de psicología, acude puntualmente a su bufete de abogados o mantiene la partida de mus con los compañeros de bar. Pero, como digo, tras ese momento de tensión viene la paz y una paz intensa. Y es entonces cuando empieza a vislumbrar su nuevo horizonte –algo vengativo, cierto– con entrevistas de una página en los medios de comunicación más significativos del país; o con conferencias en las universidades y ateneos de las principales ciudades; o con recepciones en el Palacio de la Zarzuela el día de la cultura hispánica. El joven, el cuarentón, el sesentón se ven lanzados al estrellato de la fama y agasajados por todos aquellos que les negaron su opción vital. No obstante, pasada esa euforia que suele durar dos semanas, comienza la cuesta arriba. Una duda metódica empieza a taladrarle el cerebro: ¿sabré escribir? Porque ninguno de los nuevos escritores profesionales se ha preguntado nunca si sirve para escribir, eso se da por descontado. Bueno, sí se lo han preguntado, y lo que es más grave, han contestado afirmativamente pero sobre una base poco real. El joven porque ha escrito con acierto varias cartas llenas de poesía a su novia que está en Irlanda –poniéndole los cuernos con otro, por cierto–; el cuarentón, debido a que ha escrito varios pliegos de condiciones muy alabados por sus clientes del bufete; el mayor, ya que se ha apuntado a un taller literario donde le han comentado sus habilidades para la escritura intimista y le están sacando los cuartos. Cualquiera que sea la realidad, los tres colectivos se encuentran ante la hora de la verdad. Y aparece como de pasada un concepto dañino como ningún otro: el talento. ¿Qué es talento? ¿Y qué es talento en el escritor? Algunos hablan de tener imaginación; otros de facilidad para describir las cosas; los de más allá, del acierto con que se arman las estructuras narrativas; los de más acá, de la forma de construir personajes creíbles. Hay para todos los gustos. Además, en esos momentos surgen dudas sobre si el escritor nace o se hace, o si basta con escribir para ser escritor o es necesario publicar, o si es conveniente alumbrar un libro genial, o si es mejor escribir muchos libros mediocres para conseguir el reconocimiento. La cabeza de estos escritores incipientes bulle aceleradamente intentado conseguir pistas de su talento. La mayoría recurre a antepasados que tuvieron algo que ver con la literatura (bibliotecarios, escribanos, maestros). Ninguno hizo nada en la vida, excepto vivirla de mala manera. Unos cuantos miran a su interior, evalúan con frialdad sus habilidades (en general les cuesta rellenar todo tipo de fichas de inscripción e ignoran cómo se escribe con mayúsculas) y asumen sus escasas capacidades con dignidad. Todavía nadie sabe que no saben escribir. Eso les da un respiro. Pero, en cualquier caso, no se desaniman porque de una manera inesperada ha llegado la idea, esa idea que obviará el talento y que les salvará de la depresión, al menos por el momento.