AYER recibí una carta de mi madre. Una larga carta en la que va desgranando, con su prosa sencilla, los últimos acontecimientos de su vida. Me cuenta que está bien de salud aunque a veces tiene fuertes dolores de espalda. Me cuenta también que tiene una perrita y que a menudo se va con ella a Segur de Calafell donde vive mi hermana. Y allá pasea a la perrita y toma el sol en la playa. Mi madre es una mujer tradicional. Ordenada, limpia, modesta. Una mujer fuerte. Y que ha tenido una vida difícil, llena de penas y de privaciones. Como muchas mujeres españolas de origen humilde que se criaron bajo la férula franquista. Una vida con pocas alegrías. Mi madre forma parte de esa generación perdida de españoles y españolas que fueron poco a la escuela. Una generación que se va extinguiendo. Una generación de españoles bajitos que recibieron durante la infancia una alimentación deficiente. Porque durante el franquismo sólo los niños de los ricos tenían derecho a acceder a la educación y a tener una alimentación y una talla normales. En la escuela donde se mal alfabetizó mi madre, se les daba a los niños un vaso de leche como desayuno. Era una leche que, por lo que ella me ha contado, olía y sabía a diablos. Se trataba de leche en polvo desleída en agua caliente. Una leche que procedía de la ayuda alimentaria que daban “los americanos”. Cuando el régimen franquista pasó a formar parte de la órbita de influencia de los Estados Unidos. Que encontraron en el General Franco a un aliado fiel y sumiso. Y muy útil en su cruzada contra la amenaza comunista global. El vaso de leche se repartía en el aula, tras cantar el “cara al sol” y rezar el Ave María. Con la foto del Hijoputísimo y el crucifijo colgados en algún lado bien visible cerca de la pizarra. A mi madre a veces le negaban el vaso de leche. Porque tuvo un tío que había sido fusilado durante la Guerra Civil. Fusilado por “rojo” y enterrado en una fosa común clandestina. Y porque su padre, mi abuelo materno, estaba en no se qué lista de sospechosos. “Tú no, que tu padre es un rojo”, le decía el maestro a mi madre. Y ella, esa mañana, se quedaba sin su vaso de leche en polvo americana. Aunque el “Cara al sol” lo tenía que cantar igual.
Me cuenta mi madre en su carta que mi amigo Ricardo se ha ahorcado. Se echó una soga al cuello y se ahorcó de la rama de un pino hace unas semanas. En el bosque de Torrebonica. Una zona forestal que se ubica entre las ciudades de Terrassa y Sabadell. Un bosque que conozco casi como la palma de mi mano. Y que Ricardo y yo nos hemos pateado un montón de veces cuando íbamos de acampada con los niños del “esplai” o cuando el centro juvenil del que formábamos parte organizaba alguna actividad allá. Mi amigo Ricardo tenía tan sólo 36 años y era una persona cándida y buena. No merecía morir así. Ahorcado de la rama de un árbol. Mi amigo Ricardo es una víctima más de la crisis económica que vive España. Tenía tres hijos y una mujer de la que recientemente se divorció. La crisis económica que estalló en el año 2008 le afectó de lleno. Perdió el trabajo. Acumuló deudas. La mujer acabó “desenamorándose” de él porque, como dice una canción de “El último de la fila”, cuando el hambre entra por la puerta el amor escapa por la ventana. Y acabó pidiéndole el divorcio y echándolo de casa. Porque el “contigo pan y cebolla” ya no forma parte del vocabulario de las féminas españolas de ahora. Que han abrazado plenamente el credo del Vanity Fair y del Cosmopolitan. El credo de la mujer hipermaterialista occidental. Del “no money, no honey”cariño. Y que no quieren follar con tipos que se pasan los lunes al sol. Mi amigo Ricardo siempre se había ganado la vida trabajando en el sector de la construcción. Especializándose en trabajos de instalación eléctrica. Durante los tiempos de las “vacas gordas”, cuando en Barcelona todo el mundo parecía haber enloquecido con la fiebre del ladrillo, mi amigo llegó a ganar un montón de pasta. Se echó novia formal. Se casó con ella. Se compró un buen coche y se hipotecó hasta las cejas. Y quedó atrapado en el sueño petit-bourgeois de la “familia de clase media”. El sueño que llevaba a un currela de barrio obrero a creerse un triunfador en la vida. Un sueño que fue posible en la medida en que el acceso al crédito fácil alimentaba artificialmente el crecimiento económico en el que España parecía definitivamente haberse instalado para siempre. Aún recuerdo aquel artículo publicado en el dominical de “La Vanguardia” titulado “La España currante”. Que se refería al “milagro económico español” como ejemplo a emular por el resto de Europa. Un modelo económico que, según el sesudo autor de aquel artículo periodístico, debía servir como ejemplo nada menos que a Alemania. Que por entonces atravesaba un período de recesión económica. Eran los tiempos en que José María Aznar estaba instalado en la Moncloa y una coalición rojiverde gobernaba en Berlín. La Vanguardia del Conde de Godó, claro está, haciendo de vocera de la derecha más rancia de la sociedad catalana. España como modelo a imitar por Alemania. ¡Joder, las vueltas que da vida! Aquel sesudo articulista resultó ser un cretino total. Como la mayoría de expertos, economistas y opinadores varios que juraban y perjuraban que el crecimiento económico español se asentaba en fundamentos sólidos. Y que lo de la “burbuja inmobiliaria” era un rumor absurdo e infundado difundido maliciosamente por trasnochados izquierdistas descerebrados. Por entonces yo estaba apuntado a un Postgrado en Comercio Internacional. Y todavía recuerdo aquella pregunta que le lancé al director del curso, que también nos daba clases de macroeconomía. Le pregunté por el desorbitante precio de la vivienda en el área de Barcelona. Y comparé el precio de alquiler de un piso en Bruselas o Berlín con el precio medio de alquiler en la muy poco glamourosa ciudad de Terrassa. El profesor me miró con cara de pocos amigos. Y me respondió que era lógico que en Terrassa el precio del alojamiento fuera más elevado que en Bruselas o Berlín porque en Terrassa el clima y la comida eran mejores. Y se quedó así, tan pancho. Mirándonos a todos con condescendencia. Y luego arremetió contra todos aquellos que hablaban de la burbuja inmobiliaria. “Aquí, en España, no hay burbuja inmobiliaria”- nos dijo. “El precio de la vivienda es el que es y nunca dejará de incrementarse porque en España se vive bien”. ¡Menuda respuesta, joder! Digna de un idiota neoliberal salido de la cantera del IQS, el Institut Químic de Sarrià. Una institución privada universitaria donde se ha educado la flor y nata de la burguesía barcelonesa. Y que como cualquier institución educativa privada de élite es un instrumento que sirve para la reproducción social de la clase dominante. Una institución donde van a estudiar los vástagos de quienes nunca tuvieron que tomar leche en polvo americana. Y a los que la presente crisis económica se las trae floja.
Mi amigo Ricardo no dejó nada escrito. El Juez no encontró ninguna nota explicativa de los motivos que lo indujeron al suicidio. Escribir notas al Sr. Juez es propio de los suicidas que aparecen en las historietas de Ibáñez o de Forges. Pero dudo que ocurra en la vida real. Parece claro que mi amigo se ahorcó por las mismas razones que llevaron a un jubilado griego a inmolarse a lo bonzo en Syntagma square, en pleno centro de Atenas. De eso hace unos meses ya. A mi amigo Ricardo lo mató la crisis económica. Lo mató el Euro. Es una víctima más de las políticas de ajuste duro implementadas por el Partido Popular Europeo. Una víctima más de esa perniciosa ideología del libre mercado y del mundo feliz que se nos indoctrina desde casi que nacemos al mundo. Una víctima más del “sueño americano” y del mundo feliz en el que dicen que vivimos. El suicidio probablemente sea para muchos la única salida de la pesadilla totalitaria capitalista. Cuando la vida es lo único que no ha podido llevarse el banco. Una forma extrema de protesta. Una manifestación suprema de antagonismo. La manifestación más radical de la libertad humana. ¡Joder Ricardo, tío! Todavía me debes unas cervezas. Y ten por seguro que más pronto que tarde nos las tomaremos juntos. Allá donde te encuentres. Seguro que yo también acabaré allá contigo. En el infierno o en el cielo. Qué más da. Liándola como siempre. Organizando fiestas de Sant Joan y de la “castanyada” para los niños del barrio. Y pintando pancartas contra el amo del calabozo. Jugaremos al Risk o al Starcraft y me volverás a ganar, ¡cabroncete!. Y todo será un poco como antes. Cuando estábamos allá en el centro juvenil del barrio. Fundado por aquellos sacerdotes escolapios progres de los que aprendimos el valor de la amistad. Con los que aprendimos a amar las cosas sencillas de la vida. Descansa en paz ahora que puedes. Esta carta va por ti, amigo. ¡Cuánto penar para morirse uno!
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