Hay espacios en la geografía que se marcan por generaciones como territorios importantes, tierras legendarias y fundacionales. Con el encanto suficiente y vasta historia como para permanecer. El imperio Cartaginés es uno de ellos. Ruinas que componemos con los ojos y retrocedemos en el tiempo. Vivienda de Dioses de sol y medias lunas, con cuernos de carnero. Cobijo de leyendas destejidas del pasado que se prenden del presente tejiendo mitos nuevos. No puedo dejar de pensar en mis propios y humildes mitos envueltos en el aire del Mediterraneo que une mi vida americana con la de los fenicios, delante de todo el esplendor del África romana. Pero no se puede enfrentar a la historia con el estómago vacío.
En un vaso de cristal sirvo la bebida caliente desde una tetera de plata repujada al igual que la bandeja donde reposa. El sabor de té de menta, fuerte, azucarado y lleno de piñones me recorre la boca mientras discuto nuevos proyectos literarios con mis compañeros. Es de esos momentos perfectos cuando los dioses Tanit y Baal Hammon parecen bendecirte y aumentar la fertilidad de la vegetación y del ambiente que te alcanza. El viento trae incienso que parece venir desde un mundo donde los siglos desaparecen. El anuncio del comienzo de los rezos se escucha vibrando en el aire desde la Mezquita Real de Cartago, derroche de arte en su construcción y magnificas vistas del Mediterraneo. Ese mar cargado de misterios apenas desvelados de reinas y reyes.
Un general retirado del ejército cartaginés llamado Magón, ( c.300 ), escribió una obra de 28 volúmenes sobre la agricultura y el cultivo de las tierras por parte de los propietarios púnicos. Se sabe entonces que se cultivaban olivos (ratificado también por ánforas encontradas donde se comprueba la amplia producción y comercio de aceite de oliva), árboles frutales de granado, higos, almendros y palma datilera. Destacó la viticultura, abejas (con lo que la miel jugó un importante papel en la alimentación) y el ganado, ovejas y aves de corral. En tierras fuera del control púnico, algunos bereberes cultivaban cereales y criaban caballos.
Apostaría a que la reina Dido probó uno de estos dátiles que salivan mi boca y que ahora son ingredientes para aquellas delicias elaboradas con almendras como el Makroud, pastel bañado en miel y relleno de ellos. Su decisión de quedarse y de afrontar a los bereberes en su afán de resguardarse en esas tierras seguro tuvo que ver con esa dulce miel que también me ha hecho volver.
La cocina tunecina es el resultado de milenios de historia bereber. Tiene también la influencia y los matices de los europeos, los otomanos, los árabes y los judios. Comida rica y condimentada. ¡Qué coloridos los puestos que venden las especias tunecinas! Exhibidas como polvos mágicos, animan el olfato y el paladar: Alcaravea, Cúrcuma, Comino, Tabil, Ras el hangout y Filfil Zina entre otros picantes y hierbas. También observé el vapor de los platos de Lablabi, una sopa típica elaborada con garbanzo, pan del día anterior y aromatizada con comino, ajo, perejil y limón. El aroma va abriendo mi apetito hasta que llegamos al restaurante adornado de platería, alfombras y lámparas mágicas como en un cuento oriental.
El menú es rico en opciones, dudaba entre La Menina que es un gran plato de entrada compuesto por ensaladas, habas al comino y tortillas y la Mechuia que usa pimientos y jalapeños verdes y rojos con tomates, ajo, cilantro y sal todo mezclado con el aceite de oliva.
De segundo me traen mi favorito, el Cuscús con verduras, que como vegetariana que soy, me permite saborear todo el Magreb en una sola cucharada. Esa sémola de trigo tan pequeña y digestiva cocida al vapor es una delicia. Cada familia tiene su propia receta. Muchas veces tiene matices de menta. Si se acompaña con pan triangular Brik hecho con malsouka fina y harissa, un condimento a base de pasta de pimiento, puedo garantizar una experiencia culinaria única y exquisita.
Sentados en un restaurante en las colinas de Byrma con una extraordinaria vista del mar, traen para nuestra degustación un bulto envuelto en una costra de sal. Tomando una especie de martillo pequeño el camarero va descubriendo un pescado, el cual sirve con maestría. Recuerdo entonces aquella tesis, que ha sido varias veces refutada, sobre el suelo de la ciudad de Cartago que tras su derrota frente a los romanos fue rociado con sal como símbolo de tu total destrucción y tal vez como un modo de asegurar la infertilidad del suelo. La sal se vuelve un tema de conversación mientras degustamos la condimentada y deliciosa comida; hablamos sobre la leyenda sobre el Chott el Djerid (un lago salino al sur de Túnez). Esta leyenda cuenta que cuando Dios creó al mundo, endulzó el mar como el agua de Zaghouan (montaña del noreste de Túnez). Entonces el hombre tenía pescado como alimento y una fuente inagotable de agua. Pero un día el nivel del mar comenzó a bajar. Se dio cuenta el creador que se debía a un mosquito que inspirado por IBLIS (El demonio en el Corán) succionaba con tanta fuerza el agua, que hizo aparecer las islas tunecinas y el Chott. Este lago había estado unido al mar mediterraneo y por esta razón se separó de él. Dios entonces arrojó una gran cantidad de sal al mar para que el mosquito dejara de beber. Desde entonces el mar y los Chotts (lagos de sal ubicados principalmente en el Magreb) de Túnez han sido salados. Tan salados como el pescado envuelto en aquella costra dura.
Un descendiente Bereber con turbante y sonrisa pícara nos alegra con la música de su laúd y los ocasionales toques de un tambor plano de piel de cabra. Sin embargo, al probar mi ensalada Mechouia, sus tomates, huevos, aceitunas negras, pimientos y ajos asados aderezados con limón, cierro todos mis sentidos menos el del gusto. Dejó que el picante haga de las suyas y trato de descifrar los condimentos antiquísimos. Cierro incluso mis ojos para absorber cada sensación gustativa en su totalidad. Siento entonces que soy de allí. Que de alguna forma nunca me fui. Vuelvo a la vida de cinco sentidos cuando el gentil camarero de túnica clara me ofrece un Lagmi. Es un licor a base de savia de palmera que se obtiene haciendo una incisión en la parte más alta del tallo. Está ligeramente fermentado. Su sabor legendario y dulzón me da vueltas en la cabeza y afloja mis miembros que se entregan a la leyenda.
La mitad del restaurante está dedicada a una celebración de hombres nativos que festejan en torno a unas ánforas de cerámica herméticamente cerradas. Preguntamos a nuestro mesero quien nos cuenta que son jarras de barro donde se ha cocido el cordero en un guiso de patatas, tomates, pimientos, cebollas, especias, sal y agua. Todo esto se ha cocinado a fuego lento durante horas dentro de brasas al carbón, arena caliente y cenizas, donde también se ha cocinado el pan del desierto. Los comensales empiezan a ulular con un alto tono de voz y un movimiento de la lengua veloz y repetitivo que demuestra un estado de excitación general, entonces las ánforas se rompen para extraer su contenido. Luego me entero que este sonido largo y agudo se llama Zaghareet (pronunciado sagarit) y es una expresión de sentimientos.
Salgo del restaurante satisfecha y lista para recomponer todos los mosaicos que adornan los pisos, las paredes y los museos. Todos insinuantes de aventuras, peligros y magia. También mi ánimo está dispuesto para ir a un ritual de belleza y sensualidad en un hammam. Incluso para subirme en el lomo de un camello o hasta en una alfombra Kairuán hecha de miles de nudos. Comprendo que cada uno de nosotros lleva sus “nudos”, sus conflictos y sus atolladeros. Pero hoy apreciando la alfombra comprendo que esos nudos pueden componer algo hermoso, sublime y paisajístico, como observar la propia vida sin juzgarse, como saborear el mundo en un solo plato.
“Barriguita llena, corazón contento” recuerdo estas frases de mi padre y así, con el estómago trabajando y mi pecho latiendo feliz, mis piernas se encaminan al museo nacional de Cartago. Voy a cobijarme de la brisa del mediterraneo bajo las impresionantes murallas del barrio de Byrsa. Dicen que “no solo de pan vive el hombre” también de arqueología y arte.