Revista Cultura y Ocio

Cartas (1937-1954)

Publicado el 03 diciembre 2012 por Rubencastillo
Cartas (1937-1954)
En las cuestiones literarias soy claramente romano. Es decir, que no sólo parto a priori del politeísmo sino que conforme voy conquistando otros pueblos incorporo a sus dioses máximos a mi panteón. De tal suerte que, aproximándome al medio siglo, tendría muy claros los seis nombres que colocaría en las caras de un hipotético dado lector: Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Paco Umbral, Antonio Muñoz Molina, Fernando Pessoa y William Shakespeare. Moriré feliz pensando que la vida me deparó, entre muchísimas otras que leí con gozo y con gratitud, esas seis presencias brillantes, luminosas, disímiles y magnéticas.Cronológicamente, mi primer deslumbramiento fue Julio Cortázar, así que la excelente edición de sus cartas que acaba de lanzar el sello Alfaguara en cinco deslumbrantes volúmenes me ha regalado la alegría de volver a él en unas páginas nuevas. Los encargados de la edición son Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga. Y la obra, lejos de la condición meramente chismosa o anecdótica de este tipo de recopilaciones post mórtem, aporta muchísimos detalles sobre la personalidad, la vida, los gustos y la obra del argentino. Se trata —fácil resulta constatarlo— de misivas largas, enjundiosas, para nada circunstanciales, donde Cortázar se explaya en infinitos detalles sobre sus lecturas, sus paseos, sus tribulaciones económicas y académicas o su asistencia a conciertos y museos. De ahí que, en ocasiones, resulte abrumadora la cantidad de pintura, música o arte en general que el narrador hispanoamericano muestra haber devorado y asimilado durante sus estancias en Francia e Italia. Pero no conviene perder de vista que hablamos de centenares de referencias introducidas en su correspondencia privada, lo cual anula toda tentación de adjudicarles intenciones eruditas o falsarias. Fue un proceso gozoso y constante de empapado (viajes, pinacotecas, iglesias) que nutrió su alma.Eso no quita para que aparezcan también (¿cómo podría ser de otra forma?) un buen cúmulo de informaciones menores, aunque siempre graciosamente formuladas, que afectan a su salud («Este traidor hígado que me ha dado la naturaleza», pág.123); sus gustos relacionados con los líquidos (adora el mate, pero la coca-cola se le antoja una «bebida infecta», pág.272); sus habilidades domésticas, reflejadas con gran carga irónica («Ya me plancho las camisas como un rey; la gente se para en la calle para felicitarme», pág.358) o sus gustos literarios (hablando de Octavio Paz en 1954 lo define como «un muchacho simplemente extraordinario, y todo un poeta», lo cual no deja de tener su gracia porque ambos, mexicano y argentino, nacieron en 1914: eran ya dos muchachos de cuarenta años).A mi juicio, la carta más densa e interesante de este amplio primer volumen (592 páginas) es la que dirige a Juan José Arreola. En ella le elogia con minucia sus cuentos y expone algunas de sus ideas acerca del género breve. Dice, por ejemplo, que sería muy atinado crear «una escuela para educación de lectores de cuentos» y enseñarles cómo deben enfrentarse a los mismos; que muchos de los autores que conciben este tipo de historias cortas lo hacen sin prestar casi atención a las peculiaridades que deben adornarlas y a la ingeniería que debe presidir su redacción («El cuento está desprestigiado por los cuentos»); lanza su crítica contra quienes se obstinan en «creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela»; y añade, para concluir: «No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino».En la página 150, escribiéndole a su amigo Luis Gagliardi, aseguraba Julio Cortázar que él entendía el género epistolar como «un rito, una consagración tan atenta como la labor esencialmente creadora; sin la tensión, es cierto, que supone el poema; sin su desgarramiento, sus impaciencias, sus placeres indescriptibles ante el hallazgo o la esperanza del logro poético. Pero siempre una ceremonia un poco —¿cómo decirlo? —, un poco sagrada». Con esa clave han de ser entendidas estas páginas. Les puedo asegurar que no me voy a reprimir los deseos de ir dando cuenta de los demás volúmenes de la colección: he descubierto aquí mil ángulos ignorados de mi ídolo.

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