Vicente Palao es un tío magnífico. Esta es una afirmación gratuita que sustento, exclusivamente, en los réditos obtenidos por mi ego tras la larga, dilatada e intermitente experiencia que me ha procurado la cercanía a su voz grave y pausada, a su palabra sabia y a su entrega incondicional. En cualquier caso, creo que a pesar de la gratuidad de mi aseveración, me parece que no me equivoco.
Hilario, en cambio, es un tío al que conozco mucho menos (o debo decir conocía, pues desde ayer las cosas han cambiado). Por eso, no me atrevo a calificarle de manera tan rápida y vehemente. En realidad, sólo le conozco (o conocía), por sus palabras recogidas en el epistolario que alguien ha reunido bajo el título de Cartas a Betty y que ayer se presentó en Almansa. De ellas -de las cartas y sus palabras-, se destila una nostalgia infinita (probablemente como consecuencia de que, en el caso de Hilario, cualquier tiempo pasado siempre fue mejor), una cierta amargura y desasosiego ante el presente y el más inmediato futuro y, sobre todo, una rendición moral absoluta (aunque intenta disimularlo) ante la larga lista de mujeres que han poblado su existencia.
Y he estado utilizando diferentes tiempos verbales al hablar de Hilario porque, si en el pasado mi imagen de él se correspondía a los breves apuntes anteriores, desde ayer, desde que Vicente confesó públicamente que Hilario y él (e incluso el anónimo personaje que encontró las cartas y posibilitó su edición) son la misma persona, todo es distinto. Ya no sé qué pensar ante la idea del contraste entre la vitalidad vicentista y el pesimismo hilariano unidos en un mismo cuerpo. ¡Cómo me tenía engañado!
Por eso, dada mi actual incertidumbre, solicito desde aquí que, aquellos que también hayan leído las Cartas a Betty expresen su opinión y contribuyan a que, entre todos, podamos aclarar esta situación. Y a aquellos que no lo han hecho, que lo hagan. En primer lugar, porque la lectura del libro -exigente con quien a ella se enfrenta, ya lo advierto- nos invita a una profunda reflexión sobre el camino elegido por la humanidad para llegar cuanto antes al abismo. Y en segundo término, porque merece la pena dejarse acariciar (o golpear, al fin y al cabo son el mismo acto con distinta intensidad) por la palabra de Vicente.