Es ese olor… siempre el mismo olor.
Aún no he abierto los ojos del todo y el olor a tierra mojada me acompaña en mi despertar. Nunca viene solo y, en cuanto se mete en mis pulmones, le gusta acompañarse de olor a café recién hecho por las dulces manos de mi abuela y los croissant que mi abuelo acaba de traer del pueblo.
Me gusta remolonear en la cama, bajo la colcha de punto que ha ido pasando de generación en generación hasta abrigar ahora mis sueños, hasta que los pasos rápidos de mi hermana me avisan de que, de no levantarme, entrará en mi habitación al grito de “Arriba soñadora” y tirará de mi pierna hasta sacarme de mi cama.
De un salto, mis dos pies pisan con fuerza el suelo y, al hacerlo, las pisadas de mi hermana se detienen y cambian de rumbo volviendo al piso de abajo. “Te he ganado”, me dan ganas de gritarle… pero, en vez de eso, me pongo de puntillas y mis manos buscan, danzando, atrapar un par de sueños que no quiero que se me escapen para volver a vivirlos.
Me miro en el espejo mientras me visto y, al apartar el pelo de mi cara, los ojos de mi padre y de mi abuelo se reflejan en el espejo brillando en mi mirada y sonrío antes de salir corriendo escaleras abajo y llenar a mi familia de besos rápidos mezclados con el desayuno.
Les observo. Mi padre lee el periódico con rostro preocupado y no se me ocurre otra forma de cambiar eso que cogiéndole la mano. Mi madre trastea en la cocina en compañía de mi abuela, esquivando a la pesada de mi hermana cuya curiosidad nunca para quieta. Frente a mí unos ojos azules, mi abuelo recoge virutas de su jersey y las coloca sobre su mano. Me preparo, como cada día, para sorprenderme cuando de un soplido las haga volar frente a mis enormes ojos y, tras ellas, su enorme sonrisa al contemplar la mía.
Adoro el hogar de mis abuelos, es mi fortaleza y guarida, y no podría escoger cuál es mi habitación preferida, ya que todas y cada una de ellas parecen tener vida propia.
La cocina es el centro de mando de toda la casa y desde ella se deciden por igual las comidas y las cosas importantes que afectan a toda la familia, sin olvidar el cotilleo sobre la actualidad o debatir verdades absolutas que casi nadie se cuestiona por pereza.
En el salón se sueña y no se requiere un colchón; también se ríe a pleno pulmón y la música campa a sus anchas llenando de notas los lomos de las obras maestras de las estanterías, sea cual sea su edición.
En el taller de mi abuelo se crea la magia desde un trozo de madera y, allí, sus curtidas manos acarician con dulzura cada instrumento y su boca silba canciones o me cuenta cuentos solo interrumpidos por devorar gajos de mandarina.
En el piso de arriba, los dormitorios. El primero el de mi hermana y su caos de desorden que me prohíbe la entrada y un mundo en rosa que a mí me desagrada. Parecen razones suficientes para no adorar su habitación, pero en ella habita la única persona que sé a ciencia cierta que llora cada vez que alguien me daña o que se oculta en un rincón para abrazarme cuando me regañan por mis trastadas.
Tras su habitación, la de mis padres y su enorme cama en la que aún me subo cuando las pesadillas me desgarran.
Después va la habitación de mis abuelos, donde Edith Piaff parece la tercera en discordia en un matrimonio que baila cada noche antes de meterse en la cama.
A su lado, la mía… donde tutús de bailarina comparten espacio con violines que suenan a todas horas y donde los libros se colocan en orden alfabético y los vinilos por autores.
Detrás de la mía, por orden, mi primo mayor y sus coches, mi alma gemela de cabello rubio y sus sublimes detalles, mi primo mediano y sus juegos de mesa y, para terminar el recorrido, mis tíos y sus relojes.
Todo es armonía en esta casa llena de tantas diferencias y matices que hacen distinta la rutina de cada día. Así, con el paso de las horas, estas paredes vivirán las carreras de mi abuela para ponerlo todo en orden, la paciencia de mi madre tejiendo jerséis que luego nadie se pone, a mi padre batallando intentando acabar de plantar el jardín o a mi abuelo dejando de tallar madera para montar el decorado de una nueva representación teatral en la que los más pequeños seremos actores.
También, entre planta y planta, las puertas se irán abriendo o cerrando para dar lugar a las confesiones, se montarán intentos de asalto a cualquiera de las habitaciones que alguno de los primos ha convertido en palacio infranqueable, se escucharán jugadas maestras en las que un peón planta cara a todo un rey o la fortaleza de una bailarina pisando con delicadeza el parquet.
Y así, sin apenas darnos cuenta, la noche le va ganando la batalla al día y por fin, en muchas horas, todo parece ponerse de acuerdo para dotar de sosiego a un hogar que jamás está en silencio y, a media voz y con dulzura, la cena se disfruta en calma, pero con prisa, ya que tras ella llegará la tradición más mágica del día.
Una vez todo recogido, empieza la función y cinco niños de estaturas dispares ponen toda su imaginación en conseguir hacer volar, sin moverse del sillón, a doce ojos que brillan a partes iguales de amor e ilusión.
Tras eso, es hora de otros sueños y los besos se van repartiendo mientras, uno a uno, vamos entrando en nuestra habitación.
Al llegar a la mía, siempre los mismos actos mecánicos. La ropa bien doblada sobre la silla, el pijama sobre mi piel, los zapatos junto a la puerta y la ventana siempre abierta porque aunque haga frío no sé dormirme sin él. Una vez tapada hasta la nariz, el pie derecho se acomoda desnudo sobre la colcha y mi mirada se pierde buscando la luna para verla cuidar a todas las estrellas hasta quedarme dormida.
Tras nueve horas, de nuevo ese olor… Siempre el mismo olor me da los buenos días. Pero hoy no le acompaña el olor a café recién hecho ni el de los croissant y tampoco escucho los pasos de mi hermana. La colcha sigue aquí, sobre mi cuerpo, y al sacar mis manos de debajo de ella me doy cuenta de que ya no son las de una niña pequeña porque me encuentro con las de una mujer con delicada manicura francesa.
Me quedo en silencio, unos segundos, intentando comprender qué está ocurriendo. Mis ojos recorren la habitación y los tutús ya no sobresalen del armario, pero permanecen los violines, los libros y vinilos que siguen en orden, aunque ahora han aumentado en número y espacio.
Junto a la puerta, dos pares de zapatos.
Le miro, a mi lado. Aún duerme tranquilo y sonrío recordando cuánto le ha costado acostumbrarse a mi manía de dormir con frío o a colocar en perfecto equilibrio sus zapatos junto a los míos.
Adoro verle dormir, cuando sueña es casi tan sereno como cuando está despierto, aunque cuando duerme echo de menos su sonrisa traviesa, por lo que no dudo en despertarle colocándome delicadamente sobre él y, nada más abrir los ojos, le beso para que me abrace y, tras su gesto, le susurro al oído un “¡Casa!” que para nosotros significa mucho más que un te quiero.
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