Unas 20 personas: la familia toma asiento en una diminuta mesa mientras el padre abnegado, hace cola, como es habitual. Los machos alfa y el sentido de la caballerosidad; las idas y venidas confirmando detalles del menú y si las bebidas son las habituales y si la salsa estará fuerte y si las salchichas denominadas del país contienen algo de pollo. El día agradable, el trasiego de gente, el interminable tránsito de guiris al que está sometida la zona: dije, (¿o no dije?), lo agobiante que me resulta como barcelonés el parque temático en que se han convertido las zonas céntricas de la ciudad. Al tipo de ayer, al que escribía sobre las erasmus, le harían mucha gracia las extranjeras con pinta de extremadamente liberales que parece que, por su procedencia, no abandonan el short ni la camiseta de tirantes hasta entrado el mes de octubre. Pero a mí los guiris (gentilicio global castellano homologado para los turistas extranjeros, de preferente aplicación para los de procedencia europea) me tienen frito, con su omnipresencia y con la complicidad de los comerciantes, que planifican todo -su oferta, sus precios, sus horarios- con el objetivo de apurar al máximo sus bolsillos.
En fin. La cola para pedir los bocadillos no tiene guiris: todos somos, o muchos parecemos, autóctonos. No hay enormes cámaras réflex para hacer fotos a los edificios ni pulseritas de identificación de grupos de visita, ni mejillas sonrosadas como reacción al aún calentito sol mediterráneo. Hacia atrás, un aburrimiento. O sea, gente como yo. Una madre e hija a juego, ambas hablando catalán ( o sea, no guiris, rubias como la miel y ataviadas con la socorrida chaquetita tejana, tan útil en este octubre traicionero en que sol y sombra mantienen 10 o 12 grados de diferencia).
Señoras jubiladas, que conocen la zona y dan su paseo sabatino, algún corazón solitario al que le da igual comer de pie en un rincón. Pero me fijo en los de delante: eso sí es 3D.
Y una pareja hablando despreocupadamente en un tono que parece invitarme a intervenir en su conversación. Es decir; ni a gritos ni manteniendo confidencia. Aspecto completamente progre de los últimos años 70.
Él, unos 38, pantalón de tono caldera en algodón o, puede, lino, con motivos ligeramente étnicos recorriéndolo horizontalmente. Chaqueta de paño con pinta de hacer sudar mucho. Peinado con un quiqui. Como se peinaba a veces Beckham, o Ibrahimovic, o hasta Guti (bueno, eso es algo redundante: Guti siempre se peinaba como Beckham mientras éste estaba en el Madrid). Barba recortada y ligero aspecto de que su color de pelo ha sido ayudado cosméticamente. Lleva uno de esos bolsos de lana en bandolera: lo lleva tan abierto que no me es difícil fisgonear en el interior. Una botella grande de agua, semi-llena, y dos libros: uno más delgado, unas 200 páginas, y otro ya más grueso, unas 450. Dependiendo del gramaje del papel, estimo. Lamentablemente no están del lado que deja visible el lomo. Especulo que uno de ellos sea de Tagore o Lobsang Rampa. Especulo enfermizamente que el otro podría ser, por sus dimensiones, alguna de las deleznables sombras (alucinante: libro que ya tiene hasta imitaciones), pero rápidamente sano e imagino que sea algo de ficción ligeramente intrincada o hasta un tratado de filosofía ligeramente zen.
Ella, unos 35, un pantalón abombachado cuyos bajos reposan sobre el suelo: color granate, liso. Zapatillas deportivas de color negro: camiseta de tirantes de color indefinido y pelo recogido coquetamente en un moño, con una pinza o un broche multicolor con falsos acabados rastas. Pelo moreno en medio del cual se adivina alguna cana aislada. Guapa. Quizás algo descuidada, pero no lleva maquillaje. Sí; es guapa. Tiene rasgos de chica de familia algo conservadora que ha decidido tomar una vida algo bohemia. Curioso: ella se dirige a él en todo momento en un catalán nativo: dicción perfecta, acento ligeramente de interior (sólo ligeramente, como si ya llevase un tiempo en Barcelona como para atenuar las vocales neutras) y él le responde en un castellano que adivino algo sudamericano (sólo ligeramente, como si ya llevase un tiempo en Barcelona para haber neutralizado acento de origen). También lleva un bolso en bandolera, este de tela y cruzado, y bien cerrado. Corrijo: no parecen pareja: no hay química ni cercanía física que delate más relación que la de amigos (quizás, como dice mi hijo, follamigos) que deciden comer juntos.
Se les une (intuyo que sale del toilette que está en el interior del bar) una mujer de una edad difícil de establecer: diría que anda por los 55 pero podrían ser 60. No parece tener otra relación con ellos que la amistad. Pelo largo y rizado completamente sobreteñido de negro. Piel sobre-expuesta al sol: maquillaje y pintalabios, rímmel copioso, ropa más convencional y aspecto ligeramente intelectual. Interviene en la conversación, a la que yo no he prestado hasta entonces la mínima atención, absorto en contemplar el aspecto físico. Repito: desde que la estética militante izquierdista pasó la transición de los primeros ochenta, la polarización del aspecto ha sido extrema: está el perroflautismo por un lado y está el deleznable eco-yupismo, pero progres como los dos primeros, progres de bandolera y ropa ecológica quedan muy poquitos. Y entonces ya empieza la conversación; la tercera integrante, la recién llegada, tampoco está preocupada por que ésta pueda ser oída. Me pregunto si mi intervención no sería hasta bienvenida, como en esas tertulias que los jubilados entablan (no sé si lo hacen aún) en la parte alta de la Rambla, frente a Canaletas. La recién llegada cambia de idioma: se dirige a él en castellano y a ella en catalán, pero cuando parece hablar con los dos emplea más bien este último. Se me ocurre que el caso particular sería una excelente demostración para el zoquete de Wert sobre el uso indistinto de dos idiomas tan, parece, incompatibles y discriminados. En cualquier caso me quedo fascinado con la conversación, que en el caso de la no-pareja inicial transcurría por diversos tonos confesionales relacionados con la afirmación de la personalidad y cuando la recién llegada se ha presentado toma un nuevo cariz. Habla de una visita a su madre que le ha producido particular indiferencia: habla de que aún hoy no se siente aceptada pues sus padres esperaban un niño cuando ella nació y, textual, se encontraron que dónde había haber un pito había otra cosa. Que esa falta de aceptación le afectó y, desde los tres meses de vida empezó a tener infecciones, problemas del aparato urinario que se habían prolongado hasta un tiempo muy reciente, y que ello lo achacaba a que ella había interiorizado hasta el extremo de nunca haber estado muy tranquila con su sexo: que igual debería haber probado emparejarse con una mujer por ver si eso resolvía o aclaraba algo.
Yo sé disimular: si la inclinación de la cabeza, como un girasol, hacia el lado en que la conversación se produce, me delata, podría ser. En este caso no hacía falta: apenas dos o tres palmos de distancia de espacio personal no eran suficientes para que perdiera ni una palabra de la conversación. Mientras ella explicaba, en apenas un par de minutos, esa circunstancia crucial de su vida y de su personalidad, justificada sutilmente por los cánones educativos antiguos, que hacían prevalecer a los hijos varones, la cola avanzaba y el camarero pasó a solicitarles el pedido. No me fijé en lo que pidió él. La señora mayor pidió una hamburguesa y una cerveza, para llevar. La chica más joven, coherente con su aspecto de convencida naturalista, optó por la hamburguesa bio y el agua mineral. Vi su cara, por última vez en mi vida, y la imaginé emperifollada con otras ropas, estirada descuidadamente en un caro sofá, aburrida ante la TV esperando que un atribulado marido ejecutivo del sector de la banca se sentara a su lado y se aflojara la corbata sin comprender del todo por qué no iba al gimnasio y se quedaba en su casa leyendo esos extraños libros.
Los bocadillos eran extraordinarios y en el local hacía algo de calor.
El párking costó unos siete euros.