Revista Cultura y Ocio
No es la primera vez que leo Casa de muñecas, de Henrik Ibsen. Posiblemente tampoco será la última. Me parece una pieza teatral (y psicológica y sociológica) fascinante, llena de aciertos, intuiciones geniales y poder escénico. Elijo para visitarla de nuevo la edición de Mario Parajón que edita el sello Cátedra, con muy poquitas notas a pie de página (la obra es tan nítida que no las requiere); y me vuelven a conmocionar la historia, el argumento, la tensión, el drama, los detalles.Nora es una mujer alegre, burguesa, madre de tres niños, a la que su marido, el abogado Torvald Helmer, se dirige siempre con los apelativos de “alondra” o “ardillita”. La situación económica de la familia parece haber llegado a un punto feliz desde el momento en el que Helmer es nombrado director de un banco. Lo que ocurre es que tal circunstancia viene acompañada de una decisión grave: despedir al empleado Krogstad, acusado en varias ocasiones de falsificación de firmas. Helmer no confía en él. Y para este hombre la confianza y la moralidad son bastiones innegociables. Para su desgracia, Krogstad fue la persona que le prestó dinero cuando tuvo que llevarse a su marido a un clima cálido para sanar una dolencia grave. Como el padre de Nora murió antes de estampar su firma en el documento, ella falsificó su rúbrica. Y ahora Krogstad se sirve de ese detalle para chantajearla: o su marido lo readmite en el banco o pondrá el pagaré en sus manos.La angustiosa tensión se resolverá en unas páginas finales de enorme interés, en las que Nora comprenderá su condición de mujer manipulada por su padre y por su esposo. Jamás la han dejado pensar, actuar y desenvolverse como un ser humano racional y maduro. La han hecho sentirse inferior, niña protegida, triste muñeca sin voluntad. Y comprende que ha llegado la hora de plantar cara a esa situación y rebelarse.
Ibsen demuestra en esta obra que no sólo es moderno, sino muy moderno; que no sólo es sensible a los problemas de la mujer, sino muy sensible; y que no sólo propone una solución dramática revolucionaria, sino muy revolucionaria. Quien quiera comprenderlo tendrá que leer la obra; y, desde luego, ninguna persona que se considere feminista (hombre o mujer) debe dejar de hacerlo. Seguro que me agradece después el consejo, porque es una de las piezas más singulares, impactantes y robustas de la dramaturgia del siglo XIX.