Como todos lo días, don Chano, después de cerrar la farmacia, subió a la vivienda, se dio un baño de asiento, se secó cuidadosamente, se aplicó una tenue capa de polvos talcos en las llamadas zonas bajas y se dirigió hacía su habitación.
Así, desnudo y tembloroso, tenía un aire de desamparo que desaparecía con la vestimenta. Lo cierto es que a sus noventa y dos años, todo eran pellejos colgando, pelos salteados, incluso los de la cabeza, blancos, de un blanco níveo en que habían devenido aquellos rizos rubios de su infancia y juventud. La piel blanca y varicosa y el andar cansino y algo escorado a la izquierda por mor de una herida ulcerada en el tobillo, que nunca terminó de curarse.
Se sentó en la cama, mal llamada de matrimonio, pues nunca otro cuerpo distinto al suyo la ocupó, extrajo de uno de los cajones de la mesa de noche unos calcetines negros y se los puso, sujetándolos unos centímetros por debajo de las rodillas con unas ligas. Luego, de un cajón de la cómoda sacó unos calzoncillos de muselina, con pata a medio muslo y con la abertura en el lugar adecuado. También eligió una camiseta de algodón, de manga larga, apropiada para el invierno gélido que estaban padeciendo en la ciudad. Se colocó ambas prendas y seguidamente seleccionó una camisa blanca de popelín, con el cuello y los puños duros. Se la abotonó, dejando los puños listos para cerrar con un par de gemelos. Descolgó un traje de tres piezas de ojo de perdiz y una corbata de seda en azul marino con el emblema del Colegio de Farmacéuticos, se la anudó al cuello con un medio nudo windsor. Se embutió los pantalones qué sujetó con unos tirantes negros, se ciñó el chaleco y por último se encasquetó la chaqueta. Se abrochó una leontina de oro que finalizaba en un reloj de bolsillo, se colocó dos gemelos también de oro y de esa guisa salió a la calle. Eran las ocho menos cinco de la noche.
Subió por su calle, de la Angostura, antigua calle de los Telares y dobló por Sarmiento. En el número quince paró y llamó tres veces golpeando la mano de bronce que hacía de aldaba contra la puerta. Le abrió un hombre de unos cincuenta años que le invitó a pasar. Subió con andar cansino los escalones que desde el patio central le llevaban hasta el piso superior. Allí, una anciana, algo más joven que el propio don Chano, lo recibió y le invitó a pasar a un salón a cuya mesa camilla tomó asiento.
- Mila, cántame uno de esos cuplés tan bonitos que tú sabes.
Mila, en realidad es Doña Angustias, hermana gemela de Milagros la “Besogoma”, quien fuera madama de la prestigiosa Casa Milagros, el prostíbulo más nombrado de la ciudad. Lo cierto es que Milagros hacía quince años que había fallecido y su hermana gemela: Doña Angustias, mujer piadosa, soltera y entera, heredó la casa pero no el negocio, pues inmediatamente despidió a todas las pupilas. Eso sí, conservó como cliente a don Chano, pues ya hacía un tiempo que sólo acudía a Casa Milagros para que Mila le cantara algún cuplé. Doña Angustias quiso conservar los ingresos que don Chano le proporcionaba: una cantidad fija mensual, todos los impuestos municipales y la mitad de los gastos del servicio doméstico. Para ello, siguió recibiendo a don Chano todos los días, excepto los lunes, vestida con alguno de los modelitos de Mila y se sentaba al piano a cantarle cosas como:
“Tengo un jardín en mi casa
que es la mar de rebonito,
pero no hay quien me lo riegue
y lo tengo muy sequito.
(…) No encuentro ni un jardinero
y es el caso extraordinario.
Entre tanto caballero
no hay ninguno voluntario.
¿No?”.
Luego, cuando terminaba de cantar, se sentaba en la mesa camilla con don Chano y se tomaban una infusión, terminada la cual, don Chano se levantaba y se despedía besando la mano de Mila (Doña Angustias):
- Cada día cantas más bonito y con más picardía. Casi consigues levantarme el ánimo. – Le decía con un guiño que se pretendía pícaro.
Pero esa tarde, Doña Angustias decidió cambiar un poco el guión. En la infusión de menta de don Chano diluyó dos píldoras azules que previamente había machacado con esmero. Se sentó al piano y cantó el cuplé “Un paseo en auto” con más picardía que otras veces:
Tanto sufría yoal mirar que el ahogono lograba que aquello marchara,que por fin me arriesguéy al muchacho ayudépara que su motor funcionara.E inmediatamente se levantó del piano y se sentó junto a don Chano. Éste, con cara de asombro, sintió un cierto calor en la entrepierna y Mila (doña Angustias) llevó su mano diestra a la bragueta de don Chano y con mano más experta de lo que cabría suponer maniobró en los bajos durante breves minutos. Luego, retiró la mano y se la limpió con unas toallitas húmedas que había cogido al efecto.Al día siguiente, todo el que se acercaba a la capilla ardiente de don Chano, coincidía en señalar que nunca habían visto un rictus más placentero en un cadáver.