La forma en que las parejas se conocen y enamoran, ha cambiado mucho a lo largo de los años. Lejos quedan aquellos matrimonios que se arreglaban entre los padres, o entre el padre de la mujer y el pretendiente, donde se formalizaban todos los pormenores, principalmente los económicos.
Pareja de hecho
Imagen de Galeria Comunidad de Madrid
Progresivamente, esto fue desapareciendo (afortunadamente) y los propios protagonistas fueron tomando el relego a sus progenitores, sobre todo en el caso de la mujer, que durante años había estado sometida a la tutela del padre, que luego se traspasaba al marido. Llegaron, pues, los años en que era capaz de elegir de quien enamorarse y con quien casarse. Pero luego sobrevino un obstáculo importante a esta libertad adquirida por la mujer. ¡El pecado sobre la carne! O lo que es lo mismo, el sexo.
En teoría, podía elegir el hombre adecuado para ella, pero luego la forma en que se iba a desarrollar esa relación, era “otro asunto”. Debía seguir unos estrictos horarios fijados por los padres y sobre todo, unas normas de comportamiento honrosas y decentes.
Y todo esto ocurría en España a un importante número de jóvenes, hace solo unos 40 o 50 años, aproximadamente hasta los años 60 y 70. Desde luego no ocurría en todos los países, los había más desarrollados, pero incluso en estos, el camino de la mujer también había sido duro, la única diferencia es que había avanzado más rápidamente. Ello ya sin mencionar lo que sigue ocurriendo en países, mayoritariamente musulmanes, en la actualidad, en pleno siglo XXI, en que nos seguimos encontrando con situaciones, incluso, más denigrantes para la mujer.
Pero volviendo al tema que nos ocupa, cuando los protagonistas del futuro enlace podían elegir libremente con quién casarse, resulta que se encuentran con el temor a pecar de lujuria y a sucumbir en los brazos del sexo opuesto.
El resultado de la educación restrictiva, por parte de algunos padres de aquellos años, unido al deseo de mantener relaciones sexuales sin sentirse culpables por ello, provocó en muchas parejas, el matrimonio como vía de escape y libertad, sobre todo en el caso de las mujeres, obviamente.
Por tanto, la idea de formalizar un enlace o adelantarlo en el tiempo, por los motivos expuestos, fue un denominador común entre muchas parejas de aquella España.
Después de todo este proceso llegamos a nuestros días, cuando ya no parece existir esos inconvenientes y donde elegir a la persona de quien enamorarse es totalmente libre, sin miedos ni tabúes. Cuando la igualdad entre hombres y mujeres, supuestamente es efectiva, y permite a la mujer tomar una actitud activa en la conquista y relación con el elegido. Todo ello, unido a la progresión cultural, al conocimiento del sexo y del uso de métodos anticonceptivos seguros, implica la libertad de mantener relaciones sexuales sin necesidad de un contrato. El sexo parece que ya no es un problema, por lo menos para la mayoría de jóvenes, exceptuando algunos pequeños sectores que siguen unas pautas rigurosas por temas de religión, fundamentalmente.
Del mismo modo la elección de vivir en pareja o casarse, bien civilmente, o mediante ritos religiosos, continua siendo libre para la pareja en cuestión. Ahora bien, el debate más general comienza a producirse cuando se decide tener descendencia, o cuando se comienzan a plantear posibles problemas futuros por falta de “legalidad” en la situación.
¿Qué hacer ante estas preguntas? ¿Casarse?, ¿inscribirse como pareja de hecho?, ¿vivir en pareja sin ningún tipo de regulación legal?
Se dan muchos casos de parejas que deciden, en su día, no contraer matrimonio ni inscribirse como pareja de hecho, y a posteriori reclaman los derechos que les correspondería si lo hubieran hecho. Algunos de ellos, después de procesos judiciales, suelen conseguirlos, pero a esta cuestión surge una pregunta ¿Es justo en este caso obtener un derecho al que tácitamente se renunció al no regularizar su convivencia?
Desde un punto de vista objetivo parece que no, independientemente de que el sujeto implicado esté en su derecho de intentar conseguirlo. La libertad de elección debe llevar implícito las consecuencias legales y no legales de la decisión que se tome. Las personas contrarias a las normas establecidas, a las formalidades y/o a los convencionalismos, pueden elegir libremente vivir en pareja sin ningún tipo de legalidad ni contrato. Ahora bien, parece justo que si han optado por esa situación no pretendan a posteriori beneficiarse de los derechos que esas formalidades implican.
Por otra parte, la opción entre contraer matrimonio o inscribirse como pareja de hecho, también puede parecer absurdo desde el punto de vista legal, ya que si desde el libre albedrio de cada pareja, deciden tomar una iniciativa legal para su unión ¿Por qué no hacerlo con un acto jurídico, o sea el matrimonio, en lugar de una mera inscripción en un ayuntamiento? Da la impresión de querer legalidad de la unión, pero solo un “poquito”, con lo cual parece obvio, obtener en menor proporción también los derechos consecuentes.
También es cierto que la regla general siempre tiene excepciones, y hay casos particulares con ciertas peculiaridades concretas que pueden hacer igualmente justa la obtención de ciertos derechos. Aunque cada vez es más difícil que esos casos se den, ya que actualmente existe una ley de divorcio, que permite a personas casadas obtener la libertad de acción para volverse a casar si lo desean. Impidiendo de esta forma se den casos, como los acaecidos en los años de la dictadura en España, en que muchas mujeres con relaciones sentimentales con hombres casados, incluso en algunos casos, conviviendo durante muchos años, se les negara una pensión si sobrevivía a la pareja, en clara discriminación con el cónyuge legal supérstite, que sí la percibía; la no opción a ningún derecho hereditario en caso de mortis causa y, en caso de hijos comunes, la privación a estos del derecho a llevar los apellidos del padre.
Pareja de novios en los años cuarenta
Entonces no elegían, simplemente no existía ninguna alternativa, o la que había era demasiado drástica… ¡asesinar a la esposa legal! como se ve en novelas y películas.
No obstante, la idea de matrimonio a veces es mitificada, engrandecida y premonitoria de unas consecuencias que en realidad no son visiblemente distintas a las de cualquier otro tipo de unión de hecho.
En realidad estamos hablando de un acto jurídico, similar a cualquier contrato, con la diferencia que en el del matrimonio los fines son transindividuales y no patrimoniales como en la mayoría de contratos. Normalmente casi nadie teme realizar un arrendamiento, una venta a plazos, un contrato de depósito o cualquier otra cosa, en cambio cuando se refiere al acto jurídico que conlleva el matrimonio, algunas personas lo temen de manera irracional.
El matrimonio no implica, necesariamente, una gran boda llena de invitados con chaqué y gastos millonarios. Basta con acudir al juzgado o lugar donde se decida celebrarlo con dos testigos, independientemente de los trámites previos, por otra parte, similares a muchos otros actos jurídicos y contratos.
Detalle de boda tradicional (imagen de oSINaREf)
Entonces ¿dónde está el miedo a la palabra matrimonio? Es entendible el temor a la convivencia con otra persona, ya que es un cambio trascendental de vida que puede provocar situaciones difíciles y problemas a la pareja. Al igual que la importante decisión de procrear, ante la que se puede sentir un gran respeto por la responsabilidad que conlleva, unido a la pérdida de libertad, poder adquisitivo, etc.
Ahora bien, las parejas que han decidido vivir juntas y tener descendencia, a priori, no se diferencian en absoluto de las casadas legalmente. Por tanto, dejando al margen las creencias religiosas de cada individuo, la única diferencia estribaría en las consecuencias legales.
Por otra parte, y a pesar de que en los tiempos actuales hay todavía mucho por mejorar, se debe reconocer que en el ámbito de la libertad individual se ha avanzado un buen camino. Y ese es un triunfo esencial porque uno de los derechos más importantes que puede tener el ser humano es la libertad para pensar, obrar, decidir y sentir.
Por tanto si una pareja decide convivir sin establecer ninguna regulación legal, es una opción como cualquier otra, que se debe respetar sin que tenga que ser censurable, ni necesariamente peligrosa para la unidad familiar, como incita la sociedad más conservadora y la Iglesia Católica. Ahora bien, parece justo, que tomar una decisión tiene que llevar implícito también sus consecuencias, positivas y negativas.
Artículo de Lola Sancho Cabrera, publicado en La Tribuna, ejemplar de octubre 2011:
http://www.youkioske.com/otros-magazines/la-tribuna-de-opinion-octubre-2011-la-revista-en-la-que-tu-puedes-opinar-/