Revista Cultura y Ocio
Al igual que a Nanni Moretti, me gusta perderme por barrios de mi ciudad y ver casas. Lo mismo me sucede en otras ciudades. Me gusta caminar y fijarme en los diferentes edificios que hacen a un barrio diferente del otro. Incluso los diferentes tipos de casas en la misma calle. Para eso Praga es una maravilla. Puedes estar días y días disfrutando de casas diferentes, con su particular colorido y personalidad, según la zona en la que estés. Y no sólo me gusta ver casas a nivel del suelo, también desde lo alto de un edficio, con el horizonte de fondo. Disfrutar de los matices y la variedad de los tejados, los áticos, algunos con piscinas, otros con rótulos de anuncios, terrazas, plantas, máquinas de ventilación, chimeneas, tejas y cornisas...
Otro detalle que me gusta es pasar por casas en las que alguna vez he estado, bien porque vive algún amigo, he grabado algo, o simplemente estaba la consulta de un médico al que un día fui. También me gusta pasar por casas y calles en las que alguna vez vi un piso para alquilar. Pienso en cómo sería mi vida allí si hubiera dicho que sí, que me quedaba con ese zulo sin apenas luz, o en esa triste casa con los muebles más viejos del mundo. O aquella con esa esas vistas tan buenas pero que me la quitó alguien más rápido que yo al decidirse. Y los pisos, y las casas siguen ahí con sus obras, en algunos casos, ya terminadas. Con gente viviendo entre sus paredes, acumulando recuerdos y olores y sabores en sus diminutas cocinas. En cambio, tiendo a evitar pasar por pisos en los que viví. Es como si pasara por delante de un escenario fantasmal, donde siento que todavía estoy allí, subiendo y bajando escaleras, mirando por esas ventanas, durmiendo en aquellas camas.
Bueno, hay una excepción, y es la casa donde crecí y viví hasta los 14 años, por la plaza de las Salesas. Siempre busco una excusa para pasar por delante de ella y, en mi absurdo y particular ritual, tengo que tocar alguna de sus paredes. Entonces, aunque sepa que por dentro fue destruída por completo y vuelta a reconstruir, siento algo de calor en esa fachada. Algo que me conecta con ese eficio sin aparente vida, ese conjunto de hormigón, tuberías, cables y ventanas. Y me traslado a esa buhardilla en la que me quedaba mirando el cielo azul desde sus ventanas en el techo, agarrado a una barandilla inestable de metal, que sostenían las escaleras de madera con las que subía y bajaba de dos en dos sus viejos escalones.