Revista Cultura y Ocio

Caseta para pájaros, de El calvo del Sonora

Publicado el 13 octubre 2009 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Hasta ahora había podido mantener un ritmo de lectura superior al del libro por semana, pero desde que me he enredado (de nuevo) con el volumen I de las Obras Completas de J. L. Borges, el ratio ha bajado, y con él el de entradas en este blog. Colgaré hoy, sin embargo, un poema. Ayer, aprovechando el día festivo, di un paseo por el paisaje de mi infancia. Como había llevado la cámara de fotos, pude dedicarme a capturar detalles, rincones en los que siempre acabo.
La foto de este post corresponde a lo descrito en el poema, perteneciente al poemario El calvo del Sonora, escrito durante 2008. Las imágenes (de la foto y del poema) reflejan momentos diferentes. No mucho han cambiado los motivos desde que el poema fue concebido, hace unos cuatro o cinco años. Me gusta pensar que su reflexión contiene un poso proustiano.


CASETA PARA PÁJAROS


La riqueza de la vida está hecha de recuerdos, olvidados.
Cesare Pavese

Sólo al enfrentarme a los pequeños cambios
me percaté en realidad, abrumado, del tiempo,
el tiempo físico, transcurrido desde la última vez
que mis ojos habían paseado por las orillas del río
de mi infancia. Era falsa –o al menos inconsistente-
la impresión de permanencia a la que deseaba
aferrarme por su continua, reiterada, evocación.
Se había reducido el espacio del paisaje –comprendí-
a un mero recinto mental, imposible. Más lejano
ahora, incluso, que estaba allí de nuevo, de pie
sobre la misma tierra y entre los mismos árboles.
A pesar de mi cansancio, de mi falta de sueño,
avanzábamos. Quería mostrarle a mi amiga
la que fue la casa de mis abuelos paternos.
Le señalé desde la acera el cuarto piso,
la ventana a través de la que mi abuela
acechaba entre visillos, los domingos,
la llegada del coche de mi padre. Nunca,
pensé, volvería a ver aquel rostro ennoblecido
por el cabello blanco, el rostro de aquella mujer,
mi abuela, atrapada en un cuarto piso sin ascensor.
Con enorme esfuerzo, sólo bajaba de allí
una vez por semana, y sólo se adentraba
en el mundo ajeno para ir hasta la peluquería.
Sopló un viento frío, se movía la noche invernal.
Habían desaparecido los muros del desguace
que saltaba con la vista desde aquella ventana
que seguíamos mirando a través de la oscilación
de las moreras, árboles que de niño agité con un palo
(pertenezco a la última generación que en Madrid
guardó gusanos de seda en cajas de zapatos).
Entonces la vi -deslumbrante fogonazo
de extrañeza- colgando de la fachada:
la caseta para pájaros que construyó mi padre,
un tubo con agujeros redondos y un palito
bajo cada agujero. Yo le ayudé a pintarla de verde.
Cayó sobre mí el recuerdo nítido, el recuerdo
olvidado, oculto y ahora a bocajarro, sin el falaz
intermediario de ninguna nostalgia, vertido.
Un pincel, el olor verde de la pintura,
un mundo que alcanzaba sólo al levantar el rostro
y el cosquilleo alegre, las confusas expectativas,
por todos los pájaros que vería en aquella caseta,
bastaría -de nuevo aquella sensación estaba-
con asomarse a la estrecha terraza del cuarto piso.
La propiedad se vendió y los nuevos dueños
no han retirado la caseta para pájaros de la fachada.
La caseta construida por mi padre y por mí.
Quizás viva ahora en la casa un niño pequeño
que curioso, esperanzado, desee contemplar en ella
misteriosos revoloteos. Le deseo más suerte
que la que yo tuve: me asomé y los pájaros no estaban.


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