Revista Cultura y Ocio
CASI PODRÍA TOCARLA
La casa está tal y como la recordaba. Tan solo el polvo se acumula encima de la funda de plástico que protege el tapete de ganchillo sobre las faldillas verdes de la mesa camilla y las cuatro sillas repartidas por la habitación. Las telarañas proliferan en las esquinas de las paredes y entre la escasa loza que continúa colocada en la alacena. El suelo es de barro y tiene cierto desnivel que se inclina hacia el centro de la estancia, para nivelarse otra vez donde empieza la chimenea. El fuelle y las enormes tenazas cuelgan de un gancho de la pared. No puede evitar imaginarse a su abuela inclinada sobre la lumbre, sentada en la sillita baja, trasteando con la sartén apoyada en el trébede, en la que se fríen lentamente las patatas en manteca de cerdo que a ella tanto le gustaban. La mano izquierda colgando inútil del brazo siempre doblado y sin movilidad.-¿Naciste así, abuela?, se oye decir en su evocación. -No, Isabel, ya te he contado muchas veces que me caí de un burro y que me pisó el brazo, por eso me ha quedado así. -¿Pero te duele, abuela? -No, cariño, ya te he dicho que no me duele nada. -¿Pero cuándo te caíste y el burro te pisó te dolió mucho, a que sí, abuela? - Bueno, un poco sí, aunque yo soy muy fuerte y no lloré ni nada, para no darle una alegría al burro. -¿Era un burro muy malo, abuela?-Sí cariño, muy malo.-¿Y por qué no te llevaron al hospital, abuela? -Porque antes los hospitales estaban muy lejos, casi no había coches para ir y pensaron que se me curaría solo. La mesa camilla está situada al lado de una ventana tan pequeña que apenas entra la luz y que queda a la altura de la calle. Isabel se recuerda sentada a esa misma camilla, en una silla de enea enfrente de su abuela. Por la calle pasa alguien que sin pararse da un pequeño toque al cristal de la ventana. ¡Ángeles, hasta mañana! Es posible que pasara todos los días a la misma hora y supiera que su abuela estaba siempre sentada a la ventana. No tenía otra cosa que hacer que sentir pasar las horas sentada al brasero de la camilla. No sabía leer y aunque supiera, no tendría libros donde hacerlo ni ojos con los que ver las letras, apenas podía distinguir sus propios dedos pegados a la nariz. Para eso estaba su nieta, para leerle todos los días un ratito después de salir de la escuela. Le leía las aventuras de Los cinco y su abuela la escuchaba embobada. Desde que su marido la había abandonado hacía muchos años, sus horas transcurrían en silencio, con sus recuerdos, o charlando sobre ellos con la gente que venía a visitarla. Su única hija, se había ido a vivir a la otra punta del pueblo y aunque le había insistido en que se fuera a vivir con ella, su abuela siempre contestaba lo mismo: “ con los pies por delante me sacaréis de mi casa". Se pregunta cómo es posible que se pudiera vivir en estas condiciones. Sabe que tiene que ir a la parte de abajo para comprobar que todo sigue en pie, pero retrasa el momento. Solo recuerda haber bajado una vez y el recuerdo le produce ansiedad. La puerta siempre estaba cerrada y ella solo entraba para buscar un tronco de la leñera que estaba a la derecha, detrás de una cortina de tela. Sin embargo, aquello continuaba hacia abajo, muy abajo, inclinado como si fuera un tobogán con suelo de barro. Con cuidado abre la puerta que hace un profundo crujido, como si se fuera a resquebrajar en ese mismo momento, pero no lo hace. No hay ni el más mínimo resquicio de luz natural, así que enciende la linterna de su móvil y continúa bajando. A la izquierda hay una diminuta habitación también cerrada. Decide que la abrirá cuando vuelva a subir, si es que abajo no la recibe el mismísimo demonio en las puertas del infierno. El angosto pasillo se abre en una estancia que tiene otra chimenea. Según le había contado su madre, antes se hacía la vida aquí abajo y no acierta a comprender por qué. Hay una claraboya en el techo por donde entra algo de luz, pero incluso así todo está en penumbra. Se dirige hacia la chimenea cuando al intentar apagar la linterna del móvil este se escapa de su mano, hace un extraño malabarismo y va a parar a la esquina más alejada, entre la chimenea y la pared. Se agacha a buscarlo aunque no consigue verlo. Comienza a palpar con las dos manos porque está segura de que ha caído allí, pero es posible que al ser negro se confunda en la oscuridad. Cuando su mano está a punto de tocar la pared, nota, sorprendida, que no lo hace sino que la traspasa con una facilidad pasmosa. Alarga la mano un poco más pero no toca el móvil. A pesar de que el brazo está introducido casi hasta el hombro, no llega a ningún tope. Lo mueve arriba y abajo para comprobar que el agujero es más grande de lo que parece. Acerca la cabeza y mira. Es una especie de túnel lo suficientemente grande para que quepa una persona delgadita como ella. Tiene que recuperar el móvil, así que no se lo piensa e introduce medio cuerpo. Está a punto de volver atrás temerosa de encontrarse alguna rata o algo similar cuando le parece distinguir a lo lejos una pequeña luz. Bueno, se dice, solo tienes que avanzar un poco más, coger el móvil y salir pitando de esta casa. Se arrastra otro poco y estira el brazo, casi puede tocarlo con los dedos cuando se da cuenta de que la luz no proviene del móvil. Hay una pequeña trampilla de madera y detrás se intuye luz natural. Ahora, con más curiosidad que miedo, decide que tiene que averiguar adónde lleva esa trampilla. Intenta orientarse y cree que puede ser una salida a la calle que hay detrás. Está justo en el medio cuando nota que el túnel se estrecha en torno a ella. Intenta retroceder pero se da cuenta de que no puede, a partir de la cadera para abajo la galería casi se pega a sus piernas. No le queda más remedio que seguir adelante. Cuando saca la cabeza, observa que está de nuevo en la chimenea, pero en la de arriba. Ve la camilla, las sillas, la alacena, aunque ahora todo está limpio y reluciente, sin una gota de polvo. El fuego está encendido y hay un puchero borboteante en un trébede, pero ella no nota el calor. Una mujer joven está sentada enfrente removiendo con una cuchara de palo. Parece ensimismada y canturrea bajito una canción. Es su abuela cuando era joven, la reconoce de la foto de la boda que tenía en la mesilla de su habitación. ¡Abuela, abuela!, la llama, pero no parece que la escuche ni que la vea. Se habría llevado un susto de muerte si fuera así, sin embargo, su abuela continúa mirando el puchero. Consigue salir del túnel con dificultad y se queda de pie en medio del fuego, es como si fuera una figura virtual, o un holograma. No siente nada. Alguien entra de la calle vociferando y dando un portazo. Es un hombre y parece enfadado. Entra en la cocina un poco tambaleante, se nota que ha bebido. Lleva un traje de pana marrón y una gorra de visera en la cabeza. Es alto y muy fuerte. Reconoce a su abuelo, al que ella nunca conoció. ¡Mujer!, dice su abuelo con una voz profunda y aguardentosa. ¿Todavía no está la comida en la mesa? ¿Qué has estado haciendo toda la puta mañana? ¡No eres más que una holgazana que ni siquiera puede darle de comer a su marido! La mujer intenta replicarle, pero él no atiende a razones y sin mediar palabra le pega una bofetada que la tumba al suelo. Trata de levantarse pero antes de que lo consiga recibe una patada en el estómago, y luego otra y otra. La última se la da en el brazo izquierdo. Se oye el hueso crujir y perforar la carne dejando el codo en un ángulo imposible. Desde donde está, Isabel intenta gritarle para que pare pero es inútil, no la ven, ni la oyen, ni la sienten. Su abuelo para por fin y camina vacilante hasta la silla situada delante del fuego, se sienta e inclina la cabeza sobre el pecho, murmurando algo que no consigue entender hasta que se queda en silencio, dormido. Mientras tanto, su abuela consigue levantarse con gestos de un dolor insufrible en su cara, el brazo roto pegado a su cuerpo. Con la mano derecha descuelga las tenazas del gancho de la chimenea y le asesta varios golpes en la cabeza al hombre sentado en la silla. Está poseída por una rabia posiblemente contenida durante mucho tiempo y no para de dar golpes hasta que el hombre cae al suelo con la cabeza llena de sangre. Isabel contempla la escena horrorizada y por un momento no sabe cómo reaccionar. No puede hacer nada, así que decide volver al túnel e intentar olvidar lo que ha visto. En el pueblo siempre hubo rumores de que su abuelo se había marchado con otra mujer y nunca se le había vuelto a ver. Ahora ella sabe toda la verdad de lo ocurrido. Mientras recorre el túnel en sentido inverso con la esperanza de volver a su realidad, piensa en la poderosa conexión que siempre ha tenido con su abuela incluso después de su muerte y cómo, en algunas ocasiones, la ha sentido tan cerca que se imaginaba que si alargaba la mano, podría tocarla.